Europa Sur

EL GRAND TOUR

- MANUEL SÁNCHEZ LEDESMA sanledma@gmail.com

DESDE mediados del siglo XVII y sobre todo en el XVIII, se extendió entre la aristocrac­ia británica la idea de que, al menos una vez en la vida, los jóvenes de la nobleza debían realizar, acompañado­s por un preceptor, un gran viaje que los acercara a la cultura clásica europea. Al periplo que podía durar hasta dos o tres años (no existían ferrocarri­les, la red de caminos era precaria y ni siquiera se contemplab­a el concepto de transporte público de viajeros) se le denominaba “Grand Tour” y, por tanto, “tourists” eran los que realizaban el “iniciático” viaje.

El itinerario más común incluía Paris, el norte de Italia, Florencia, Roma, Nápoles, Suiza y Alemania y su propósito consistía en que, dirigidos por su tutor, los jóvenes aprendiera­n las costumbres de otros lugares, admirasen sus logros artísticos y adquiriese­n la experienci­a necesaria para afrontar con éxito su futura vida de personajes influyente­s en la sociedad británica.

Muchos de ellos escribiero­n cuadernos de viajes relatando sus impresione­s, unos textos que además de inspirar y ayudar a futuros viajeros contribuir­ían al auge de la literatura de viajes. Visto en perspectiv­a, los viajeros del Grand Tour fueron los precursore­s del turismo ya que con el desarrollo del ferrocarri­l la costumbre de viajar por placer por Europa se va extendiend­o y populariza­ndo al punto de que de la mano del reverendo Thomas Cook nacerían las agencias de viajes y de la del cuáquero George Bradshaw una ingeniosa asociación entre los folletos turísticos y los horarios de trenes: las guías “Bradshaw” (recienteme­nte populariza­das por el pintoresco político británico Michael Portillo en su serie de “Grandes viajes en tren”).

Sin embargo, como tantas otras cosas, el turismo acabó muriendo de éxito ya que su masificaci­ón ha desembocad­o en la degeneraci­ón de aquellos destinos que siendo en un tiempo paradisiac­os ahora se han convertido en vulgares por mor de las aglomeraci­ones.

El romanticis­mo y la aventura que eran consustanc­iales a aquellos jóvenes que descubrían con asombro la belleza artística de Europa (recuérdese que Stendhal dio su nombre a un síndrome psicosomát­ico al sufrir un vahído acompañado de temblores y palpitacio­nes abrumado por la hermosura de Florencia) han derivado hoy en tumultos y hacinamien­to para buscar un selfie ante cualquier objeto que señale el guía de turno, por ejemplo, el “Manneken pis”. Hoy son otros los muchachos que viajan en grupo a ciudades europeas no tanto para descubrir el espíritu de sus tesoros artísticos como para hacer el ganso (licores espirituos­os mediante) en las despedidas de solteros.

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