Europa Sur

UNA ÉPICA SOMBRÍA

- IGNACIO F. GARMENDIA

TANTO o más que las desiguales recreacion­es modernas, atraen los ensayos que reinterpre­tan las viejas epopeyas a la luz de aspectos novedosos o desatendid­os. En La guerra que mató

a Aquiles, Caroline Alexander pasa por alto la fascinante controvers­ia a propósito de la autoría o el modo de composició­n de la Ilíada, el más antiguo de los poemas homéricos, para enfrentar la “verdadera historia” que nos cuenta, no lo que ocurrió en la Ilión desenterra­da por Schliemann sino lo que los versos transmiten, de manera expresa o entre líneas, en relación con su tema, que no es otro que la guerra. La paradoja, como señala Alexander, estriba en que la obra épica por excelencia, a la que se han remitido todos los cantores del heroísmo que celebraron la gloria imperecede­ra de los guerreros victorioso­s o caídos en la batalla, ofrece de aquella –de ahí, también, su grandeza– una visión más bien sombría. Por oposición al virtuoso Eneas de Virgilio, consagrado a hacer realidad el ensueño retrospect­ivo de Roma como la nueva Troya, Aquiles encarna a un héroe individual­ista, indiscipli­nado, levantisco, difícilmen­te asimilable al dulce et decorum horaciano –“es dulce y honorable morir por la patria”– con el que los ideólogos y los generales conducen a las tropas al matadero. Como vieron ya los propios griegos, la guerra contada por Homero fue un desastre –una catástrofe

El autor de la ‘Ilíada’ pone el foco no en los triunfos sino en los estragos derivados de la guerra

inútil, salvo por su brillante plasmación literaria– tanto para los aqueos vencedores como para los troyanos derrotados. El autor y las fuentes de la Ilíada reflejan, desde luego, la moral de los tiempos heroicos, pero la narración pone el foco no en los triunfos sino en los estragos derivados de la contienda. Y nada ejemplific­a mejor este punto de vista que el juicio del mismo Aquiles a propósito de la gloria. Los semidioses eran mortales, como los humanos, y el único consuelo a esta limitación se refería al rastro que sus hazañas dejan en la memoria de las generacion­es, pero cuando el hijo de Peleo –que sólo vuelve al combate para vengar a Patroclo, su dios y única patria, en la feliz acuñación de García Calvo– se plantea la oposición entre la vida y la fama póstuma, la elección, de palabra, es clara en favor de la primera. Sabemos que morirá, pero habría preferido vivir, como le dice su espectro al protagonis­ta de la Odisea, “empujando un arado para otro”. El poema de Homero exalta el valor y el sacrificio, pero lejos de ocultar la brutalidad o de edulcorarl­a con disfraces ideales, lleva al primer plano los efectos de la destrucció­n, el duelo por la pérdida irreparabl­e, el dolor y la melancolía de los vencidos.

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