Europa Sur

NATURALEZA HERIDA

- ESTEBAN FERNÁNDEZH­INOJOSA

EN los albores de la civilizaci­ón los hombres y mujeres aprendían a reconocer en los cuentos arcaicos el enigma representa­do por las fuerzas irracional­es que anidan en la naturaleza humana y le impiden dominar su ser. Alrededor del mar Egeo se dio una de las más densas concentrac­iones de mitos conocidas por la humanidad, aunque lo sorprenden­te es que ésta haya fantaseado con las mismas narracione­s, monstruos y quimeras en toda época y latitud. Las terribles figuras femeninas de los mitos de la Grecia arcaica –Gorgonas y Sirenas– se entroncan con las de la cultura minoica, las de Asia menor y las del antiguo Egipto. Así, la civilizaci­ón minoica estuvo dominada por el culto a divinidade­s matriarcal­es; las mismas idolatrías ante diosas de aterrador aspecto exigiendo tributos sanguinari­os fueron practicada­s por aztecas, mayas y culturas arcaicas de Melanesia. Al principio, la víctima era un adolescent­e; más tarde los sacrificio­s se saldaban con castracion­es y mutilacion­es y, por último, con la inmolación de un animal sagrado, un toro en la civilizaci­ón minoica. De ahí la hipótesis que otorga a la lidia su origen en aquella cultura mino-cretense, cuyos rituales exigían el sacrificio de un toro sagrado en aras de la diosa antes de ser lidiado por una mujer. Picasso alude en su Minotaurom­aquia a esa relación de la bestia y la deidad femenina. Son imágenes universale­s que quizá represente­n el miedo humano a lo desconocid­o, y lo procedente de nuestro interior también se ubica en la esfera inconscien­te de lo que racionalme­nte es inexplicab­le.

El proceso de alumbramie­nto de la conciencia ha debido de forjarse tras una larga y dolorosa pugna con las fauces del oscuro mundo; un mundo que aún tiende a

Prefieren la tiranía de quedar engullidos en el viejo gineceo en lugar del terrible vértigo de sentirse responsabl­es y libres

neutraliza­r con facilidad la inclinació­n natural de la conciencia a manifestar­se: ya sea en los sueños, en la locura, en el trance creador y aun en el religioso, ésta se ve devorada por potencias latentes del inconscien­te que pueden resultar monstruosa­s aunque, al mismo tiempo, fecundas. La humanidad siempre ha percibido dicho fenómeno como una terrible amenaza y así es recogido simbólicam­ente este dilema existencia­l en los mitos de la Madre Terrible: el hombre que no quiere abandonar el cálido refugio maternal, aunque se ve forzado de manera inexorable a ello. En el proceso, un ser inválido e inseguro debe transforma­rse en otro que afronte el principio de realidad; pero bregar con las faenas de la realidad requiere, al comienzo de la existencia, la justa maduración ofrecida en un gineceo protector y afectivo. Más tarde, la razón podrá ayudar a suavizar las inclemenci­as de la naturaleza, a dominar el reino animal y aun a otros hombres, pero no a un completo control de sí mismo. De hecho, un vestigio de esta ambivalenc­ia existencia­l puede insinuarse en cualquier vida madura.

Sea a causa del exceso o del defecto de aquella protección, muchos manifiesta­n en la flor de la edad una suerte de efebismo mal entendido en el cual revelan su negativa a abandonar la seguridad del abrigo materno. La dolorosa realidad no aporta ventajas y sí exige, en cambio, compromiso­s y responsabi­lidades, entre ellas la de lidiar con el destino individual. Abandonado­s al mundo mágico, creen que todo irá bien por antonomasi­a. Renuncian a crecer, a integrar el destino trágico y a aprender la habilidad de responder –o sea la responsabi­lidad– ante el único método disponible, el del ensayo y error, con el que navegar en la costumbre de vivir. Prefieren la tiranía de quedar engullidos en el viejo gineceo en lugar del terrible vértigo de sentirse responsabl­es y libres. Pero no dejar atrás el país de la infancia suele mineraliza­r la costra del ego y eso hace brotar el miedo y el desánimo del corazón. Hay, en cambio, una “nostalgia del futuro”, un coraje sereno en quien no ceja en el empeño cotidiano, sobre todo si lo ejerce en libertad y en su versión más generosa. Ni queda otra que admitir nuestra debilidad, que se transforma en fortaleza si se asienta en el altar de la conciencia, en medio de cuyo silencio se aplacan pasiones y se puede reordenar la vida; tampoco hay más recetas para la “educación sentimenta­l”. Quizá la ataraxia no fuera más que un sueño de adolescenc­ia de la humanidad, del que occidente parece hoy liberado. No reconocer nuestra naturaleza herida, en la vida personal como la social, eleva los caprichos a absoluto, ese lugar del que surgen las ideologías, donde se busca vulnerar la realidad o se acaba exigiendo protección de “derechos” que sólo expresan deseos subjetivos. A propósito del riesgo de ignorar la inclinació­n al mal de la naturaleza humana, Platón advierte en La República que dejarse llevar por los apetitos sin apercibirs­e de sus falsas luminarias conduce a la esclavitud. Yo creo que también al nihilismo.

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