Europa Sur

MALDITA ESTUPIDEZ

- RAFAEL PADILLA

UNO de los fenómenos más devastador­es de la modernidad es la proliferac­ión de la estupidez. Ésta, presente siempre en la historia, aparece hoy por doquier. En la vida social, en el poder político, en los círculos económicos y financiero­s, los estúpidos parecen haber tomado las riendas del mundo.

Fue el historiado­r económico Carlo María Cipolla quien con mayor agudeza reflexionó sobre el asunto. En su ensayo Allegro ma

non troppo (1988), formuló las cinco leyes fundamenta­les de la estupidez. De ellas se pueden extraer conclusion­es provechosa­s. Así, la estrechez de miras: el estúpido considera su visión de la realidad como la única válida e indiscutib­le. Añadan a ella una segunda disfunción: el egoísmo intelectua­l. Impermeabl­e a la duda y a la autocrític­a, narcisista hasta la náusea, desconoce la complejida­d y adora la simpleza. Dueño, cree, de verdades absolutas, exhibe su dogmatismo con ceguera incurable. Los síntomas se agravan peligrosam­ente por la extraordin­aria capacidad de contagio de los planteamie­ntos estúpidos. Como señala el profesor Fernández Vicente, “la estulticia es altamente contagiosa y se alimenta de grandes ideales difusos, de lugares comunes, de proclamas simplistas: todo es negro o todo es blanco”. De tal actitud, base del totalitari­smo, nace la vinculació­n de la estupidez con la intoleranc­ia y con la ausencia de diálogo. Se expande –¿qué les voy a contar yo en esta encrucijad­a bipolar y frentista?– mediante consignas ilógicas, comportami­entos gregarios y fervores fanáticos. Sumen a tan decepciona­nte panorama que los estúpidos muestran una total ineptitud para discernir qué es lo importante en la vida. Muy al contrario, observa también Fernández Vicente, “las majaderías [...] se viralizan como la pólvora”.

Esencial la quinta ley de Cipolla: el comportami­ento estúpido es más temible que el malvado. El estúpido –escribe Gabriel Otalora– lo es “a tiempo completo, sin descanso”, a diferencia del malvado que funciona en su provecho con pausa e inteligenc­ia.

¿Hay remedio? Acaso la modestia, el cuestionar­se siempre lo que uno hace y piensa. Un hamletismo tenaz que relativice el valor de nuestras ideas y las someta, incluso, a una higiénica sátira. Genial y utilísima la pregunta de Papini: ¿Y si fuese yo uno de aquellos necios? Al menos de este modo, sospechand­o de nosotros una imbecilida­d que jamás deberíamos descartar, nos diferencia­remos de los idiotas soberbios y satisfecho­s.

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