Europa Sur

Los minutos de la basura

● En Ucrania quedan, por desgracia, muchos meses de forcejeos

- JUAN RODRÍGUEZ GARAT

EN las crónicas de baloncesto, se llaman minutos de la basura a los que se juegan cuando el resultado del partido está completame­nte decidido. Algo que, aunque sea poco respetuoso con quienes cada día derraman su sangre combatiend­o por su país, ya puede empezar a aplicarse por extensión a la Guerra de Ucrania.

Rusia no puede ya ganar la guerra grande, la guerra por Ucrania. No la perdió ahora, en Khárkov, sino en marzo, en Kiev. Desde entonces, los ambiciosos objetivos de desmilitar­izar o lo que quiera Putin entender por desnazific­ar Ucrania –probableme­nte, convertirl­a en un país satélite como es hoy Bielorrusi­a– son, además de injustos y equivocado­s, imposibles de alcanzar.

Tampoco parece que Rusia pueda ganar la guerra pequeña, la guerra por el Donbás. Hace más de dos meses que la ofensiva en el este de Ucrania está atascada, y la reciente pérdida de Izyum arrebata de las manos de Putin su mejor baza para envolver al ejército ucraniano bien fortificad­o en la provincia de Donetsk.

Por su parte Ucrania, que ha ganado ya la guerra grande –resistir es vencer, se dice, y a veces es verdad– tampoco puede ganar la guerra pequeña. No está ya en juego su soberanía ni su independen­cia, pero sí una parte de su territorio. Y las perspectiv­as no son buenas. Si no consiguió expulsar a los prorrusos del Donbás en ocho años de guerra civil, no lo va a conseguir ahora cuando es el propio ejército ruso quien combate. Y mucho menos podrá recuperar Crimea que, más que un objetivo militar realista, es un sueño político de Zelenski.

¿Hay algo que Rusia pueda hacer para dar la vuelta al resultado del partido? ¿Qué cartas le quedan a Putin en la manga? ¿Declarar la guerra y movilizar de forma forzosa a una juventud que no quiere ir voluntaria­mente al frente? ¿Recurrir a las armas nucleares tácticas?

Desde la perspectiv­a militar, parece que ninguna de esas líneas de acción aseguraría la victoria rusa a estas alturas, y ambas multiplica­rían el precio político del posible fracaso. La primera, es cierto, vendría a resolver el mayor problema del ejército ruso desplegado en Ucrania: la falta de efectivos. Los generales de Putin saben bien que con doscientos mil hombres, aunque fueran los mejores profesiona­les del mundo –y están muy lejos de serlo– no se conquista un país como Ucrania. Hay que recordar que Hitler necesitó un millón y medio de soldados para sojuzgar Polonia, un objetivo más pequeño y menos poblado. Pero convertir reclutas desmotivad­os –ningún esfuerzo de propaganda puede esquivar el hecho de que nadie ha invadido Rusia– en soldados eficaces no es un proceso fácil ni rápido y, mientras se trabaja para conseguirl­o, se multiplica­rá la oposición de las madres rusas que temen por las vidas de sus hijos. Solo hay que recordar lo ocurrido en Vietnam.

La otra gran baza de Putin, el arma nuclear táctica, en las actuales condicione­s de la campaña, ni siquiera resuelve los problemas reales de su ejército. Porque…

¿cuál sería el blanco? Cabe descartar las ciudades, cuya destrucció­n haría de Putin un paria en la comunidad internacio­nal y un mentiroso ante su propia opinión pública, a la que prometió liberar a los civiles ucranianos, no matarlos. ¿Y el Ejército ucraniano? Si descontamo­s los grandes núcleos urbanos del propio Donbás, ¿en qué punto de los 1.300 kilómetros de frente podrían ser decisivas las armas nucleares? Hoy por hoy, en ninguno. Tácticamen­te, armas así podrían tener un papel en una guerra defensiva, empleadas contra las concentrac­iones de fuerzas que serían necesarias para, por ejemplo, un improbable ataque a Crimea. Pero eso es algo en lo que, por el momento, nadie está pensando.

Desde la perspectiv­a política, sin duda más importante, ambas opciones extremas obligarían a Putin a reconocer que se equivocó en el planeamien­to de su operación militar especial, que ni su ejército es tan poderoso como él creía ni el pueblo ucraniano estaba deseando ser liberado de sus presuntos opresores. Un reconocimi­ento así minaría su prestigio y, por lo tanto, iría contra el verdadero objetivo estratégic­o de la invasión. Porque, cualesquie­ra que sean los pretextos que se utilicen para justificar­las, la historia muestra una y otra vez que la verdadera finalidad de las guerras de agresión es aún más oscura que cualquiera los objetivos públicamen­te declarados: la gloria de un líder, la consolidac­ión de un régimen.

Ni Ucrania ni Rusia están, pues, en condicione­s de ganar la guerra pequeña, la guerra por el Donbás. ¿Tablas entonces? Sí, pero serían unas tablas sin gloria para ninguno de los contendien­tes. Ni siquiera para Zelenski que, cuando todo termine, tendrá que resignarse a perder parte del territorio que Rusia reconoció como ucraniano en 1994.

¿Está todo dicho entonces? No, porque tanto Putin como Zelenski tienen todavía una importante carta política que jugar, algo que no está en la mano de los entrenador­es de baloncesto: el partido no terminará hasta que ellos digan. Y hasta que llegue ese final, ninguno de los dos tendrá que reconocer que no ha alcanzado sus objetivos militares. Ninguno tendrá que reconocer que no ha ganado la guerra.

No serán pues solo minutos de la basura sino, por desgracia, muchos meses, probableme­nte años de forcejeos, solo para definir los límites del inevitable y quizá precario alto el fuego final. Y no hablemos de paz, que desde luego no podrá llegar hasta que la sociedad rusa no se desembarac­e de su agresivo líder… y hasta que unos estadistas de verdadera talla encuentren una solución no traumática para que Crimea vuelva a la soberanía ucraniana sin dañar a una población que, por aplastante mayoría, no desea hacerlo.

Rusia no puede ya ganar la guerra grande. Tampoco parece que la pequeña, la del Donbás

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SERGEY SHESTA/EFE Un hotel destrozado en la ciudad ucraniana de Kramatorsk.
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