Los minutos de la basura
● En Ucrania quedan, por desgracia, muchos meses de forcejeos
EN las crónicas de baloncesto, se llaman minutos de la basura a los que se juegan cuando el resultado del partido está completamente decidido. Algo que, aunque sea poco respetuoso con quienes cada día derraman su sangre combatiendo por su país, ya puede empezar a aplicarse por extensión a la Guerra de Ucrania.
Rusia no puede ya ganar la guerra grande, la guerra por Ucrania. No la perdió ahora, en Khárkov, sino en marzo, en Kiev. Desde entonces, los ambiciosos objetivos de desmilitarizar o lo que quiera Putin entender por desnazificar Ucrania –probablemente, convertirla en un país satélite como es hoy Bielorrusia– son, además de injustos y equivocados, imposibles de alcanzar.
Tampoco parece que Rusia pueda ganar la guerra pequeña, la guerra por el Donbás. Hace más de dos meses que la ofensiva en el este de Ucrania está atascada, y la reciente pérdida de Izyum arrebata de las manos de Putin su mejor baza para envolver al ejército ucraniano bien fortificado en la provincia de Donetsk.
Por su parte Ucrania, que ha ganado ya la guerra grande –resistir es vencer, se dice, y a veces es verdad– tampoco puede ganar la guerra pequeña. No está ya en juego su soberanía ni su independencia, pero sí una parte de su territorio. Y las perspectivas no son buenas. Si no consiguió expulsar a los prorrusos del Donbás en ocho años de guerra civil, no lo va a conseguir ahora cuando es el propio ejército ruso quien combate. Y mucho menos podrá recuperar Crimea que, más que un objetivo militar realista, es un sueño político de Zelenski.
¿Hay algo que Rusia pueda hacer para dar la vuelta al resultado del partido? ¿Qué cartas le quedan a Putin en la manga? ¿Declarar la guerra y movilizar de forma forzosa a una juventud que no quiere ir voluntariamente al frente? ¿Recurrir a las armas nucleares tácticas?
Desde la perspectiva militar, parece que ninguna de esas líneas de acción aseguraría la victoria rusa a estas alturas, y ambas multiplicarían el precio político del posible fracaso. La primera, es cierto, vendría a resolver el mayor problema del ejército ruso desplegado en Ucrania: la falta de efectivos. Los generales de Putin saben bien que con doscientos mil hombres, aunque fueran los mejores profesionales del mundo –y están muy lejos de serlo– no se conquista un país como Ucrania. Hay que recordar que Hitler necesitó un millón y medio de soldados para sojuzgar Polonia, un objetivo más pequeño y menos poblado. Pero convertir reclutas desmotivados –ningún esfuerzo de propaganda puede esquivar el hecho de que nadie ha invadido Rusia– en soldados eficaces no es un proceso fácil ni rápido y, mientras se trabaja para conseguirlo, se multiplicará la oposición de las madres rusas que temen por las vidas de sus hijos. Solo hay que recordar lo ocurrido en Vietnam.
La otra gran baza de Putin, el arma nuclear táctica, en las actuales condiciones de la campaña, ni siquiera resuelve los problemas reales de su ejército. Porque…
¿cuál sería el blanco? Cabe descartar las ciudades, cuya destrucción haría de Putin un paria en la comunidad internacional y un mentiroso ante su propia opinión pública, a la que prometió liberar a los civiles ucranianos, no matarlos. ¿Y el Ejército ucraniano? Si descontamos los grandes núcleos urbanos del propio Donbás, ¿en qué punto de los 1.300 kilómetros de frente podrían ser decisivas las armas nucleares? Hoy por hoy, en ninguno. Tácticamente, armas así podrían tener un papel en una guerra defensiva, empleadas contra las concentraciones de fuerzas que serían necesarias para, por ejemplo, un improbable ataque a Crimea. Pero eso es algo en lo que, por el momento, nadie está pensando.
Desde la perspectiva política, sin duda más importante, ambas opciones extremas obligarían a Putin a reconocer que se equivocó en el planeamiento de su operación militar especial, que ni su ejército es tan poderoso como él creía ni el pueblo ucraniano estaba deseando ser liberado de sus presuntos opresores. Un reconocimiento así minaría su prestigio y, por lo tanto, iría contra el verdadero objetivo estratégico de la invasión. Porque, cualesquiera que sean los pretextos que se utilicen para justificarlas, la historia muestra una y otra vez que la verdadera finalidad de las guerras de agresión es aún más oscura que cualquiera los objetivos públicamente declarados: la gloria de un líder, la consolidación de un régimen.
Ni Ucrania ni Rusia están, pues, en condiciones de ganar la guerra pequeña, la guerra por el Donbás. ¿Tablas entonces? Sí, pero serían unas tablas sin gloria para ninguno de los contendientes. Ni siquiera para Zelenski que, cuando todo termine, tendrá que resignarse a perder parte del territorio que Rusia reconoció como ucraniano en 1994.
¿Está todo dicho entonces? No, porque tanto Putin como Zelenski tienen todavía una importante carta política que jugar, algo que no está en la mano de los entrenadores de baloncesto: el partido no terminará hasta que ellos digan. Y hasta que llegue ese final, ninguno de los dos tendrá que reconocer que no ha alcanzado sus objetivos militares. Ninguno tendrá que reconocer que no ha ganado la guerra.
No serán pues solo minutos de la basura sino, por desgracia, muchos meses, probablemente años de forcejeos, solo para definir los límites del inevitable y quizá precario alto el fuego final. Y no hablemos de paz, que desde luego no podrá llegar hasta que la sociedad rusa no se desembarace de su agresivo líder… y hasta que unos estadistas de verdadera talla encuentren una solución no traumática para que Crimea vuelva a la soberanía ucraniana sin dañar a una población que, por aplastante mayoría, no desea hacerlo.
Rusia no puede ya ganar la guerra grande. Tampoco parece que la pequeña, la del Donbás