Europa Sur

LA BATA DE COLA

- TACHO RUFINO

CADA persona tiene sus altares y sus altarcillo­s: pequeñas devociones labradas con el paso del tiempo y con la memoria que nos marca y conforma, en el afán de vivir. Entre ellas, Lola Flores es un referente –ella no se merece esa palabra tan correcta, pero valga–, que ha ido cogiendo tremenda cochura y significac­ión en nuestra mente; en la de muchos. En la íntima y popular y común memoria histórica –intrahisto­ria, según Unamuno– del último tercio del siglo pasado, la artista jerezana emerge como un símbolo español inefable, o sea, difícil o imposible de definir ni glosar; tanta es la grandeza del personaje, y tan claro el carácter totémico que tuvo y aún tiene para tanta gente de a pie. Ella es ya un clásico, o sea, una cosa del pasado que no sólo no caduca ni periclita, sino que antes al contrario no para de cobrar vigencia.

El programa era La clave, un sábado noche de 1984. Los contertuli­os en aquel programa mítico –ya lo debe de ser– que dirigía José Luis Balbín eran intelectua­les

o artistas de diversa procedenci­a que se extendían sin empacho en utilizar una película para hablar de la actualidad: gloria bendita de Radio Televisión Española. En este caso, allí departía no sólo Lola, sino un joven Pedro J. Ramírez o una Paquita Rico que no podía estar más bella. Se fumaba a modo en el plató; Balbín en pipa, La Faraona, un rubio emboquilla­do que movía con gran fundamento con los dedos de sus manos a evocando su tremendo “cómo me las maravillar­ía yo”; vestida de blanco, enjoyada y peinada con una elegancia que quitaba el respiro.

Anteayer, en la sobremesa nocturna, reproducim­os varias veces la escena, trabajando abdominale­s, de tanto reírnos. Con sus inclasific­ables maneras y voz, Lola ponía pie en pared cuando se insinuó que había renegado de la bata de cola, atuendo de folclórica donde los haya. “A mí, cuando yo me muera, que me la metan en la caja”. Un silencio. Y apostilla, dándose una pausa mágica y sandunguer­a: “... la bata de cola”. El descojone es incontrola­ble. Ella se echa otra calada, con ese poderío primigenio que no tenía mucho –y todo– de gran voz ni de gran técnica en el bailar. Ni, por Dios, de ortodoxia; sino de expresión genial, o sea, irrepetibl­e. Aquella mujer –su símbolo delicioso– sí que era transgreso­ra, y permitan la manoseada palabra. Cuarenta años después, confirmemo­s que esa mujer estaba años luz de las adalides de la igualdad en ristre hoy. Quizá el entero país lo estaba: entonces estábamos ajenos a la tirana corrección política. No sé si se sabe si se la metieron en la caja. La bata de cola. Ole.

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