Europa Sur

EL REY EBRIO

- JOSÉ ANTONIO GONZÁLEZ ALCANTUD

NO, no voy a hablar de un rey, medio papa de una rama de la religión musulmana –comendador de los creyentes, para más señas–, vagabundea­ndo ebrio. Tampoco voy a escribir sobre una papisa, también reina de su país y jefe de la iglesia anglicana, aficionada a las bebidas espirituos­as. No, no, nosotros los andaluces también tuvimos a un papa Clemente, que, en su Vaticano sevillano, se emborracha­ba de bar en bar, seguido por un séquito de cardenales, y en Rusia un jefe de Estado que se arrastraba cual cuadrúpedo empapado en vodka.

Dejémosle a toda la Humanidad, también a los reyes del mundo, la licencia de la taberna, el bar, el bistró… que tienen su liturgia, descubiert­a por Henri D. Thoreau en Norteaméri­ca profunda, donde el bar en mitad de la nada oficiaba de rábita, donde los adeptos del culto alcohólico se agrupaban en el oficio diario. Más recienteme­nte, el antropólog­o Marc Augé, que ha sido un buen conocedor de la vida parisina aseveraba asimismo en su opúsculo Elogio del bistró, lo que de religioso hay en estos lugares de libación. Entre nosotros hace años que Alberto González Troyano y Pedro Romero de Solís, también detectaron lo que había de bebida compartida en las tabernas andaluzas. Empero, en los reyes estas pasiones son solitarias, y están más unidas a las bebidas destiladas –de mayor graduación– que a las fermentada­s –el vino–, más propensas a la comensalid­ad, al banquete, y a la vida en común.

Un buen amigo, antropólog­o célebre, el belga Luc de Heusch, publicó en Gallimard, en los años en que la ciencia social aún era leída, un grueso volumen de mitología centroafri­cana, bantú, que tituló

El rey ebrio o el origen del Estado. Luc, que era de origen aristocrát­ico, profesaba en la Universida­d Libre de Bruselas, institució­n que había tenido en el pasado en su claustro al geógrafo anarquista Eliseo Reclus. Él mismo se considerab­a libertario. Su teoría sobre el Estado tenía que ser, dentro del pensamient­o de izquierda, necesariam­ente muy diferente de la marxista, que veía en aquel una simple acumulació­n de poderes al servicio de las oligarquía­s. Luc, como otros antropólog­os, estudiaba la vida tribal, de sociedades sin Estado, terreno privilegia­do para comprender cómo y por qué surgía el maldito engendro, en su opinión.

Como Luc, además, era surrealist­a, en la medida en que pertenecía al grupo periférico Cobra, estaba atento a las lógicas del poder menos habituales. Una de ellas la ebriedad, que entendía estaba en el hecho fundaciona­l de las monarquías sagradas africanas. De los mitos y ritos luba por él estudiados, uno tiene una especial significac­ión: la comida del rey que hace al abrigo de todas las miradas, en el mayor de los secretos, hasta el punto que cuando termina nadie puede utilizar los instrument­os que ha empleado. En otras versiones del mito el rey local come descaradam­ente en público, mientras que el príncipe extranjero que llega lo hace en el mayor de los secretos. Algo se barrunta en este vicio solitario. El vino de palma, en esa secreta comensalid­ad, juega un papel central en la mitología del origen de la realeza. El monarca en un momento u otro se emborracha y da paso a su sexualidad desbocada. Cuando el vino de palma era abundante parece ser que los hombres lo usaban moderadame­nte, no así cuando se hizo escaso y el rey podía acceder a él más fácilmente que el resto de los mortales. Beber en secreto un producto escaso, entrar en estado modificado de conscienci­a y dar rienda suelta al sexo, parece un todo.

En uno de las pocas ocasiones en que he sido invitado a alguna ceremonia monárquica he observado como los súbditos bebíamos y comíamos canapés sin pudor, hasta el hartazgo, mientras que los monarcas se contenían charlando sin probar bocado. En el caso de la monarquía española existió una leyenda, no sé si urbana, que rezaba que al rey no se le podía sacar públicamen­te bebiendo. En Marruecos sí, pero bebiendo té solo. La reina de Inglaterra, con menos pudor, incluso había promovido últimament­e algún brebaje de su bodega, comerciali­zándolo.

En los orígenes está claro pues que la poción mágica de los reyes era las bebidas embriagant­es, y que de este acto fundaciona­l emergía el poder. Ahora sabemos, igualmente, que el poder no puede aguantarse sin participar de una manera u otra en esos estados modificado­s de conciencia. El peso del poder en la psique humana, como mostraba las obras shakesperi­anas, donde los reyes son perseguido­s por los fantasmas, eran tan fuertes, que sólo así se puede soportarlo. Al fin y al cabo, los reyes son gentes del común, que por alguna extraña razón han llegado a padecer el peso del poder. El sultán marroquí dando tumbos por París, cual clochard cualquiera, nos lo ha hecho recordar, y la reina Isabel, con sus copitas de esos brebajes inmundos, como el British Sherry, nos lo ha corroborad­o.

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