Algeciras entre mares, el Estrecho
● Los dedos del Creador se apoyarían sobre los dos promontorios, para configurar un paraje que no dejaremos de admirar ● Desde esta tierra nuestra, Dios abordó el diseño definitivo
EL espléndido escenario que ofrece la Bahía de Algeciras y el Estrecho, la silueta sugerente de las montañas africanas; ese escenario que podemos contemplar cada día y cada noche, cada amanecer y cada atardecer, es para cualquiera de nosotros un espacio entrañable que invita a reflexionar sobre nuestras luces. Dejando, por esta vez, dormitar a nuestras sombras. Es de agradecer a Dios la ocurrencia que tuvo situándonos en uno de los lugares más dinámicos del mundo, donde la geografía y la historia instalaron el más rico y sólido de sus apoyos, en los dominios de Tartesos, a la vera de las columnas de Hércules, en la Iulia Traducta romana, en su Portus Albus, en la al-yazira al-jadra musulmana, en la Algeciras –en fin– de la Novísima Castilla.
Los científicos; los físicos teóricos, por ser más precisos; admiten corporativamente que el big bang, la gran explosión, es el origen del Universo. Un punto con una concentración energética inimaginable, liberó su inmensa fuerza y desde entonces la bóveda celeste se expande como un globo que se hincha indefinidamente. No es momento de entrar en detalles sobre el particular, pero sí de advertir que uno de los diminutos cuerpos que se fueron fraguando fue el planeta Tierra; es decir, esta pseudoesfera achatada a causa de su interminable rotación alrededor de un eje imaginario y sobre la que tantas cosas han sucedido desde que se terminaron los intensísimos cataclismos, hasta que llegó la calma y apareció el primer atisbo de materia orgánica.
La vida llegó mucho después. Los tiempos geológicos no tienen nada que ver con nuestra percepción de lo que está pasando: un milenio apenas es un instante sin la menor importancia en la evolución del Cosmos. Los biólogos llaman “caldo primigenio” al pastizal de materia inorgánica que fue encontrando la calma después de los cataclismos que generaron las montañas y los valles. Y como la Ciencia trata de evitar argumentos de fe, mis colegas los científicos, añaden que la vida apareció por casualidad. Era demasiado improbable que apareciera para que fuera por casualidad; pero, como en lo del big bang, tampoco es el momento de detenerse en ello. De hecho, la probabilidad de que la vida apareciera por azar es prácticamente cero, un cero seguido de una coma y ésta de muchos ceros, y lejos, muy lejos, la primera cifra significativa. Pero, ya digo: la Ciencia no admite recursos de fe, y ciertamente que es una pena que lo haga, pues sin la fe, la búsqueda del saber se debilita. No dejar a la fe su parte en el misterio consustancial a lo desconocido, desnuda al conocimiento de su envoltura espiritual.
CIENCIA Y FE
Cuando Pierre Simon de Laplace presentó al emperador Napoleón su Tratado de Mecánica Celeste, aquel le comentó que había oído decir que en su voluminoso trabajo sobre los movimientos de los astros, no mencionaba ni una sola vez a Dios. Laplace, muy en matemático, le contesto: “Sire, no necesité esa hipótesis”. Es dudoso que Napoleón conociera las dificultades que tuvo Isaac Newton, años antes, para explicar ciertas anomalías observadas en las órbitas de los planetas Saturno y Júpiter, pero lo cierto es que el gran matemático inglés atribuyó esas necesarias anomalías a la intervención de la Providencia. Cuando Lagrange, maestro de Laplace y mucho más prudente y sencillo que aquel, supo de la conversación entre Laplace y Napoleón, comentó que habría sido muy bello añadir la hipótesis de la intervención de Dios: “explicaría muchas cosas” exclamó.
El caso es que el planeta Tierra, es uno de los muchos de un sistema, el sistema solar, y éste uno de los incontables sistemas que agrupados en galaxias flotan en el Cosmos. De momento es el único en el que hay seres vivos. Acaso haya otros, pero si acudimos a un argumento de fe, tendremos que admitir que pues Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, esos otros hombres habrán de ser más o menos como nosotros. La Tierra fue formándose alrededor de algún meteorito disperso, donde un núcleo de hierro y níquel fue, a una enorme temperatura, derritiendo y atrayendo a otros meteoritos a su alrededor sometiéndose luego la masa acumulada a un enfriamiento progresivo. Bajo la corteza de ese cuerpo inanimado que ahora llamamos Tierra, se acumularon los gases de la combustión y la superficie se fue arrugando y agrietando, dejando al agua soterrada aflorar hasta llenar por completo la mayor parte de esa superficie sembrada de montañas y de cordilleras, de valles y de abismos, aparecidos como consecuencia de la intensísima actividad habida en el transcurso del tiempo geológico. Algo menos de un tercio de la superficie de la Tierra quedaría finalmente, a salvo de la impresionante inundación que formaría los océanos. Otras depresiones interiores originarían los grandes lagos que con los océanos y los ríos constituirían la
hidrosfera del futuro habitáculo del género humano.
UNA BELLA HIPÓTESIS
Dios –yo sí necesito esa bella hipótesis que sugirió Lagrange– supongo que estaría situado fuera de todo ese proceso, contemplando pacientemente cómo se iba desarrollando. La masa continental aparecía al principio, compacta. Alrededor de ella la inmensidad del gran azul. Un día de calma, seguramente Dios pensó en que aquel extensísimo territorio, heterogéneo y rugoso, irregular y caótico, debía disgregarse y extenderse dejando a las aguas regar todas sus orillas, permitiendo que aparecieran los continentes y las primeras islas que luego la actividad volcánica del siempre rebelde núcleo del planeta, caliente e intenso, completaría poblando los mares de archipiélagos paradisíacos. He estudiado la geodinámica de esa disgregación y todo sucede como si Dios hubiese puesto sus dedos pulgar e índice sobre el Estrecho de Gibraltar, distendiendo suavemente la mano para iniciar como si lo hiciera con un punto de fuga, la distribución de los futuros continentes: las Américas se reunieron y se alejaron por el Oeste, Eurasia se consolidó y África, doblándose desde su costado, inició lo que parecía un gesto reverencial hacia occidente.
El estrecho sufrió hasta el estado en que lo conocemos, muy variadas tensiones. Hubo un tiempo en que no existió y así los primeros homínidos, procedentes del corazón de África, donde se fraguó el “eslabón perdido”; es decir, donde los monos evolucionaron hasta el primer antepasado del hombre actual, fueron penetrando, como lo hicieran al otro lado: en la península de Anatolia; en las grandes llanuras de Europa y de Asia. Pero el Estrecho no solo fue puente para la Humanidad sino también cascada, una impresionante cascada que reduciría a ridículo el tamaño de las del Iguazú o el de las del Niágara. A través de la que las aguas de la Mar Océana fueron rellenando el seno, una vez seco a causa del acercamiento entre Eurasia y África, del que sería el Mare Nostrum. Donde se recrearían los orígenes de las culturas que han fraguado el Occidente. El monte
Abila, junto a Ceuta, ese monte que vemos proyectarse al fondo en los días claros de Poniente. Que contemplamos extasiados a lo largo del perfil de España entre Algeciras y Tarifa, al que llaman Adrar Musa los bereberes y Yebel Musa los árabes. Abila a veces, otras “la mujer muerta”; ese monte y la roca de ahí enfrente, la roca de Yebel Tarik –la montaña de Tarik– son las columnas de Melkart para los fenicios y las columnas de Hércules para griegos y romanos.
EN LA MITOLOGÍA
Cuenta la riquísima mitología griega que fue Hércules obligado a separar las inmensas masas continentales de Eurasia y África, y así el Estrecho empezó a adquirir su aspecto cuando estaba siendo el más allá de las civilizaciones mediterráneas y de Asia Menor, al que pocos navegantes se aventuraban. Los dedos del Creador se apoyarían sobre los dos promontorios, para configurar un paraje que por mucho que nos resulte familiar, no dejaremos jamás de admirar y de mostrar, orgullosos de tenerlo por nuestro, al visitante. He traído a mucha gente importante por aquí y he viajado con ellos a Tarifa, he ido y he vuelto, he procurado que mis invitados no se perdieran ningún detalle, me he detenido y les he mostrado desde todos los ángulos posibles ese extraordinario paisaje con que Dios bendijo a estas tierras. Nadie ha podido resistirse a la emoción de estar ante el Estrecho. Y luego, he bajado lentamente, de regreso, por El Bujeo, animándoles a que no dejaran de mirar al frente. He vuelto de día y de noche, muy despacio, para que se quedaran absortos ante un espectáculo irrepetible, históricamente impresionante, geográficamente mágico y socialmente único.
Los navegantes fenicios y los griegos vieron dos columnas inmensas, y claro, pensaron en sus divinidades para dar forma a sus fantasías. Acaso nosotros hagamos lo mismo y yo, en este momento, esté recurriendo a mis creencias, a aquellas en las que me educaron, aquellas que recibí de unos cuantos curas salesianos, en el Instituto. Pero no me digan que no es una bella hipótesis la de imaginarse a Dios eligiendo este lugar en el que estamos, del que somos, para impulsar desde él la creación del mundo. Mis admirables colegas, los científicos, me dirían que exagero, que me salgo de contexto; pero yo podría retarles a que documentasen científicamente una réplica. No podrían hacerlo, porque lo que yo les cuento es cierto, es cierto lo que pasó y es cierto que yo quiero creer que pasó como lo cuento. Dios, la geomorfología y la evolución del mundo animado y la del inanimado, parecen habernos señalado como lugar desde el que promocionarse; démonos pues, un corto paseo por los acontecimientos, sin perder de vista que las dos orillas del estrecho son partes de un todo: porciones de lo mismo. Lo son geomórficamente y lo son en flora y en fauna. Simplemente, los hombres han generado matices que debieran unirnos y no alejarnos, hacernos comprender que nada hay que nos distinga de manera esencial y que los matices son los mejores nutrientes para el enriquecimiento individual y colectivo. Nuestros aspectos son consecuencias de la acción del medio, y la posibilidad de reproducirnos conjuntamente, el mejor síntoma de nuestra radical igualdad.
Esta Tierra nuestra no sólo fue distinguida por la mirada del Supremo Hacedor en la contemplación de su obra, sino que en torno a ella abordó el diseño definitivo del reparto de sus aguas, de sus continentes y de sus islas. Permitió que el mar de las culturas que fraguaron la civilización occidental quedara, precisamente por aquí, abierto. Que estas tierras fueran el más allá de las fantasías de los pueblos mediterráneos, hasta el punto de integrarse entre sus mitos y, por si no fuera suficiente, que desde aquí se abriera el horizonte y mostrara nuevos mundos en donde el acento andaluz se mantendría para siempre.