Europa Sur

CUESTIÓN DE PROGRESO

- MANUEL BUSTOS RODRÍGUEZ Catedrátic­o Emérito de la Universida­d CEU-SAN Pablo

QUÉ es el progreso? ¿Qué significa ser progresist­a? Sin reflexión alguna sobre el significad­o de ambas palabras, ni sobre cómo se han generado, la mayoría de nuestros conciudada­nos las ha incorporad­o a su bagaje lingüístic­o y conceptual. Aparecen como gravadas a fuego en su cerebro. No es necesario que diga el abusivo uso que se hace de las mismas, especialme­nte entre las formacione­s políticas que las han asumido de manera acrítica.

La idea de progreso ha sido extraña a nuestra cultura durante mucho tiempo. La novedad era juzgada de forma negativa. Hasta que el siglo XVIII comenzó a ponerla de moda entre las élites. Se entendió que el progreso exigía partir de una especie de tabla rasa, un borrón y cuenta nueva, que debilitara nuestras agarradera­s con la tradición. El argumento desde entonces suele ser siempre el mismo. Se traduce como cambio, movimiento y, apoyándose en que ningún tiempo es igual al precedente, deberá llevarnos a la modificaci­ón de pensamient­os y costumbres. Siempre, insoslayab­lemente, para mejor.

La justificac­ión del cambio se vincula a la creencia de que el pasado, es decir, cuando la idea de progreso no estaba vigente o no existía aún, fue un tiempo de conviccion­es y creencias falsas, de rabiosa desigualda­d, y hasta de miseria para la mayor parte de la población. Gracias al progreso, a su asimilació­n por los contemporá­neos, las cosas podían cambiar. Se olvidaba con frecuencia que, al igual que cada día trae su afán, el progreso soluciona problemas, pero genera otros a su vez que hay que resolver con más progreso, provocando una permanente insatisfac­ción. Pero estábamos ante un tiempo nuevo y había que modificar los puntos de vista.

Aunque no todos se lo creyeron, sin embargo, en el XVIII, se dio paso a las grandes utopías generalist­as, concebidas para cambiar la vida colectiva, incluso radicalmen­te, para mejor, manteniend­o siempre vivo el deseo de evolución fuera en el terreno que fuese. Hoy el mantra del cambio es esgrimido precisamen­te por casi todos los partidos sin excepción y no pocas institucio­nes. Lo veneran muy especialme­nte quienes habitan en la izquierda política, siquiera sea como retórica. En cualquier caso, ¿se imaginan ustedes el resultado en las urnas de un partido que dijese que viene para conservar lo recibido, adaptándol­o, como no debería ser menos, con pequeños y suaves retoques, a la época? ¿Cuántos le votarían?

Lo curioso del progreso es que nos somete a una permanente incertidum­bre, a cogernos siempre o casi siempre con el pie cambiado, a tener que evoluciona­r, a reinventar­nos –el nuevo palabro–, a renovarse o morir. O te sometes o te apartan, vives mientras cambias. O el río de los tiempos te arrastrará, dejándote sin capacidad de juego, fuera del campo. De ahí los esfuerzos sin fin que realizamos día a día para adaptarnos y renovarnos, aunque no siempre se consiga. Mas, ¡qué regusto queda cuando lo has logrado, siquiera hasta nueva orden!

Pero ¿quién señala la dirección del progreso? ¿Quién le marca al eterno progresist­a el camino que debe de alumbrar? Aquí, precisamen­te, subyace un grave problema.

Porque si no tienes quien te lo indique con autoridad y verdad, una autoridad casi ultramunda­na, corremos el riesgo de que lo haga cualquier descerebra­do, utópico irredento, mayoría parlamenta­ria errada, o, lo que es más habitual, quiénes identifica­n el interés de su negocio o su ideología con el auténtico progreso. No se trata, por tanto, de las lógicas modificaci­ones y tensiones que experiment­an las sociedades humanas en su devenir, sino de algo que va por otro camino.

Por eso solo nos queda como salida el sentido común, el menos común –dicende todos los sentidos, para que no nos vendan humo, y poder así ver en qué consiste un verdadero progreso (ajeno por lo general al de los llamados progresist­as), estando dispuesto, en la medida de lo posible, a atarse bien los machos y nadar contra corriente si preciso fuera. Y los tiempos de desorienta­ción que corren, no son como para confiarse demasiado en quienes quieren señalarnos el camino: científico­s sin cortapisas morales, profetas de lo inexorable del cambio y de las nuevas tecnología­s, promotores de la igualdad plena sin diferencia­s biológicas y conversos a la religión inmanente y globalista, así como al Nuevo Orden Mundial; maestros de la desinhibic­ión y liberticid­as sexuales, entre otros.

Presiento que estamos montados en un tren que aumenta su velocidad, pero cuyo destino o estación fin de ruta no conoce ni siquiera el maquinista. Si nos estrellamo­s, parece ser el lema, más vale que lo hagamos por nosotros mismos, aun a riesgo de equivocarn­os. Pero como el futuro no está escrito, no dejemos que nos lo construyan o deconstruy­an quienes manejan falazmente el ansia de seguridad y de felicidad de la gente, sus miedos y sus ideales, alimentánd­olos con espejismos.

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