Europa Sur

UN PERSONAJE IRREPETIBL­E

- EDUARDO OSBORNE

UNA tarde de tantas del largo verano del 82, un hombre solo, la familia entera en la playa, se disponía a presenciar ante la televisión un partido cualquiera del Mundial. De repente, justo antes de empezar, tocan al timbre, y tras los arabescos negros de la cancela que da al patio apenas asoma una pelambrera. “Vengo a ver el fútbol contigo”, dijo a modo de presentaci­ón, y allí se pasó la tarde, a la que después siguieron otras más, sentado de rodillas ante la tele devorando las almendras que el sorprendid­o anfitrión pudo encontrar rebuscando en la despensa. Conozco bien la historia porque el dueño de la casa era mi padre, y el invitado improvisad­o, lo habrán adivinado, Jesús Quintero.

Mis primeros recuerdos de Quintero lo son en realidad del Loco de la Colina, aquel personaje misterioso que los niños de los primeros ochenta nunca habíamos oído, ni por supuesto visto, pero que conocíamos bien por las conversaci­ones de los mayores. Con el tiempo, fuimos poniéndole cara a aquella voz inconfundi­ble de la radio que ya empezábamo­s a oír (lo de la televisión fue mucho después) cuando tropezábam­os con él allí mismo, en la Plaza de Alfaro donde vivió un tiempo, con ese aire oriental que le daban los pantalones anchos sobre las botas grandes y esos fulares de colores

Quiero destacar la calidad, pero sobre todo la profunda humanidad que desprendía­n sus programas

imposibles, montándose en un descapotab­le rojo bien acompañado por morenas altísimas que nunca eran la de la última vez.

En la hora triste de su muerte, recogido fuera de los focos en una modesta residencia de Ubrique, y por encima de esos silencios que tantos con tanta razón nos vienen recordando, yo quiero destacar la calidad, pero sobre todo la profunda humanidad que desprendía­n sus programas. De la irrespirab­le inhospital­idad de una cárcel a la cercanía de su remodelado teatro convertido en el más acogedor plató, de aquel perro verde a sus pies vivamente iluminado con maestría (contar con los mejores fue otra de las claves de su éxito) a la entrevista monumental a un Silvio filosofand­o entre volutas de humo.

Quintero fue, con sus excesos y sus errores, el último idealista de un mundo, el de la comunicaci­ón, que ha ido cambiando a un ritmo demasiado rápido incluso para él, tan rompedor en todo. Cuentan que, en los últimos tiempos, se quejaba amargament­e de que ya sólo se valora la audiencia. Y así es. Pero es por eso precisamen­te por lo que pasará a la historia por ser un personaje irrepetibl­e.

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