Europa Sur

JESÚS QUINTERO, UN AMIGO ENTRAÑABLE

- FRANCISCO J. FERRARO Miembro del Consejo Editorial del Grupo Joly

ESTOS días se recogen en los medios de comunicaci­ón reseñas de la vida y la obra de Jesús Quintero, de su aportación a la comunicaci­ón en España, su singularid­ad, romanticis­mo o habilidad para arruinarse varias veces. Con estas notas quiero dar testimonio de mi cariño y de un tiempo compartido.

El Loco de la Colina como personaje fue un producto social que nació para la comunicaci­ón en la radio de Huelva, en la que, con su voz profunda y seductora, se fue ocupando del lado más humano de la actualidad. Sus primeros éxitos le alentaron a liberarse de los clichés radiofónic­os y fue incorporan­do a sus programas temáticas más personales ahondando en el alma humana, lo que combinaba con la crítica social y el entretenim­iento, todo ello aliñado con imaginació­n y gracia. Su éxito e hiperactiv­idad social le llevó al agotamient­o y crisis personal, de la que salió con una atención mayor a la psicología, sin abandonar su interés por los temas sociales y la cultura, y se acentuó en él su caracteriz­ación de “distinto” o de “loco”. Incorporó a sus programas a guionistas como Raúl del Pozo o Javier Salvago, que fueron interpreta­ndo su personalid­ad y su discurso, y él las fue haciendo parte esencial del personaje. También se nutrió del amor, del desamor y de una gran variedad de amigos, desde personajes del mundo literario, de la comunicaci­ón, de la música, de la política, y también de personas anónimas en las que buscaba la singularid­ad, la genialidad. Este mundo que le envolvió también le ayudó a recrear el personaje de El loco

de la colina, en el que se trasmutaba ante cualquier oportunida­d de actuación.

Pero Quintero no era un loco, era un emprendedo­r esforzado, sensible, cuidadoso

Pasear con él por la calle era un rosario de paradas, besos y fotografía­s, en los que le recordaban momentos de sus programas que le habían emocionado

de sus produccion­es hasta de los más mínimos detalles. Podía utilizar guiones ajenos en sus entrevista­s y monólogos, pero lo ensamblaba con su presencia, su actitud, su mirada, sus silencios, sus vestimenta­s, el manejo de la iluminació­n y los decorados. También fue emprendedo­r de proyectos fantasioso­s en los que su entusiasmo desbordado le llevó a la ruina, a pesar de mis consejos económicos.

En sus programas, tanto radiofónic­os como en la televisión, buscaba la parte menos conocidas de sus invitados, les invitaba a sincerarse, a hacer declaracio­nes nunca hechas, descubría personajes singulares en la calle que los incorporab­a a su panel, hacía hablar a los mudos, sonreír a los siesos y dudar a los más seguros.

Era una persona muy popular y querida. Pasear con él por la calle era un rosario de paradas, besos y fotografía­s, en los que le recordaban momentos de sus programas que le habían emocionado.

Era un artista de la vida, que vivía para el arte. Un hombre libre, atrevido, innovador, que gozó y sufrió mucho en la vida. Amó a muchas mujeres, pero también padeció el desamor. Decía que él no había roto ninguna pareja, que siempre le habían dejado, aunque no era del todo cierto. Con los amigos siempre fue espléndido. Compartimo­s muchas horas de ocio en las tres últimas décadas y he disfrutado de un amigo generoso, ingenioso y divertido, que amaba la chispa, el momento, la genialidad, la complicida­d de la amistad. Siempre buscando la chispa, la emoción, el aje, el arte, fuese en el flamenco, en los toros, en el fútbol, en el amor, en la literatura, en la interpreta­ción o en la conversaci­ón. Creo que muchos lo recordarán agradecién­dole los momentos de placer que les ha procurado. Los que hemos tenido la oportunida­d de compartir parte nuestro tiempo les debemos una parte de nuestra felicidad.

desafecto, y ello con el dinero de los propios extranjeri­zados, que tiene mucho más mérito y sale más barato, claro. Es de suponer que la infanta Leonor, futura reina de España, no necesitaba esta lección para saber lo que ya sabe. Pero sí cabe destacar que esta concepción plebiscita­ria, vale decir, simbólica, de la democracia, hoy tan en boga, desdeña aquello mismo que la compone: la formidable trama de derechos y obligacion­es que convierten a un hombre en ciudadano.

Todavía hoy, en algunos libros de historia, se habla de las “democracia­s populares” de la antigua URSS. Lo cual es tanto como confundir al veneno con su antídoto. La república catalanist­a de nuestros héroes del 1-O era “democrátic­a” en igual sentido. Esto es, solo era válida para aquellos que disfrutara­n de la ideología, el apellido y el idioma convenient­es. Si eso es una república nadie lo pone en duda. En cuanto a sus valores democrátic­os, no podemos engañarnos. Catalán es aquél que el catalanism­o decida. Ahora bien, por qué unos señores deben decidir quiénes son los verdaderos catalanes, es algo que una democracia no puede explicar ni permitirse. Y eso es lo que dijo el rey aquella noche inolvidabl­e.

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