Europa Sur

JOAQUÍN SÁNCHEZ

- TACHO RUFINO

EN el fútbol profesiona­l se da un fenómeno típico de asimetría: una falta de equilibrio entre los agentes del ramo, pura desigualda­d económica. Hay dos grupos que compiten en ligas disjuntas: los que tienen palanca para fichar a lo mejor de cada casa y tienen una sala de trofeos atestada, y la dulce tropa de clubes que ostentan unas cuantas glorias históricas junto a enormes copas de torneos de verano, que ya no existen, pero que fueron una bella manifestac­ión del balompié en forma de cuadrangul­ares, que podían hacer que el David C.F. golpeara con su onda a los Goliaths F.C., en aquellos agostos en los que la televisión era de otra era. El Carranza, el Colombino, el Teresa Herrera, el Ciudad de Sevilla o el Gamper eran objeto de gran pasión estival.

Los grandes fichaban y fichan a estrellas como Di Stéfano, Cruyff, Maradona, Cristiano o Messi, cuyos contratos no estaban al alcance del resto de equipos, no sólo de

los llamados modestos, sino de los remedos provincian­os que aspiran a ser señores, sin nunca acabar de serlo. Siempre hubo otros que prescindía­n de la exigencia de gloria, al modo en que los pioneros ingleses desprecian la emulación de los poderosos, e iban al estadio o escuchaban el transistor paseando con su señora en un tristón domingo por la tarde. En ese segmento estaban –y están– los que ostentan una tropa leal que no suele pitar a sus canteranos y, en general, a sus jugadores. El cariño a los colores se parece al que se tiene por una madre, esté sana o malita: incondicio­nal, aunque pierda. Gente que vuelve a su casa desde su otra casa de graderío sin un ápice de odio hacia los suyos en la derrota. Excepción hecha de la gentuza.

Este artículo querría reivindica­r la figura de Joaquín, un legendario futbolista, aun sin haber ganado la Liga o La Copa de Europa. Los grandes roban a los niños criados en las canteras periférica­s: así, cualquiera. Los niños, contentos y ricos; los aficionado­s que los vieron hacerse peloteros buenos, también satisfecho­s, tras el mal rato inicial. Él volvió, y cómo. Que Joaquín sea simpático en la tele no es más que un trasunto de la forma natural de ser del portuense. Si a alguien su actitud franca no gusta, bien puede optar por apreciar su calidad dentro de la cancha, en el banquillo y –sobre todo– en el vestuario; qué gran extremo y capitán. Y más que eso, su inconmensu­rable evolución, hasta llegar a descompone­r a la Roma el otro día... con 41 añazos. Viva él, viva su madre, y viva su capacidad de ser querido por millones de personas, ahora en la tele también.

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@Tachorufin­o

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