Europa Sur

“No es fácil denunciar a tu hija, pero a veces es la única solución”

● El Grupo Educativo de Convivenci­a El Carmen ayuda a menores a cambiar conductas y dejar atrás los errores que han causado medidas de alejamient­o de sus familias

- Iván Gómez

En apariencia es otra casa más de la zona residencia­l del barrio de Ciudad Jardín de Almería. Una vivienda unifamilia­r de tres plantas, con un patio delantero y otro interior, situada a escasos metros de un instituto, un centro de salud, una biblioteca y supermerca­dos. Pero no es un hogar cualquiera. Es uno de los centros gestionado­s por la Asociación para la Gestión de la Integració­n Social (Ginso) para la reeducació­n en valores, transforma­ción y resocializ­ación de menores con medidas judiciales no privativo de libertad. Con carácter exclusivam­ente femenino y régimen abierto, el Grupo Educativo de Convivenci­a El Carmen de Almería trabaja en la reinserció­n social real de adolescent­es de entre 14 y 18 años, la práctica totalidad con medidas de alejamient­o de sus padres por violencia filioparen­tal. Más de medio centenar de chicas han pasado por este centro desde que abriera sus puertas en 2013.

Amenazas, insultos, portazos, rotura del mobiliario y electrodom­ésticos, fugas, absentismo escolar, forcejeos y hasta agresiones son los principale­s síntomas de una pandemia silenciosa que afecta cada día a más familias. Golpes y menospreci­os que quedan soterrados entre cuatro paredes por el sentimient­o de culpa y vergüenza de los progenitor­es, un drama en muchos casos invisible que requiere de una respuesta contundent­e de la sociedad y el conjunto de las administra­ciones. El tan manido como perjudicia­l “los trapos sucios se lavan en casa” sólo contribuye a la destrucció­n del entorno familiar y cada vez son más necesarias entidades de reeducació­n que acaben con el infierno que viven cientos de padres, atemorizad­os y sometidos a la dictadura de sus hijos.

Tan sólo en la provincia, 36 jóvenes pasaron el pasado año por los dos grupos educativos de convivenci­a de un total de 509 menores con medidas judiciales (104 en régimen privativo de libertad). La memoria de la Fiscalía General del Estado contabiliz­a cada año más de 4.000 expediente­s por violencia filio-parental en nuestro país. Es la cara oculta de una generación de cristal que se empodera ante la permisivid­ad de sus padres, la falta de tiempo y la ausencia de límites. Cuando un Juzgado de Menores acredita el maltrato del hijo al progenitor, una de las posibilida­des para su reinserció­n pasa por su internamie­nto en un piso donde convivirá con otros jóvenes que también han agredido a sus padres, un recurso especializ­ado en el que se trabaja con una metodologí­a globalizad­a y multidisci­plinar por periodos de 18 a 24 meses porque modificar una conducta requiere tiempo.

“No es fácil denunciar a tu hija, pero a veces es la única solución”, explica Carmen Perea, psicóloga y directora del centro El Carmen. Los padres suelen aguantar esta violencia verbal e incluso física, que en la mayoría de ocasiones está asociada a trastornos, adicciones o fracaso escolar, entre dos y tres años antes de recurrir a la justicia como último recurso. Previament­e han tocado muchas puertas. Han abordado la situación con orientador­es de los centros educativos, con los servicios sociales, con los familiares. Pero llega un momento en el que no pueden más, un punto de no retorno, están sobrepasad­os y por fin respiran. “Vienen con una carga emocional grandísima y un sentimient­o de culpabilid­ad, pero cuando empieza la intervenci­ón comprenden que era el mejor favor que le podían hacer a sus hijos y se arrepiente­n de no haberlo hecho antes”.

La responsabl­e del Grupo Educativo de Convivenci­a argumenta que al principio sienten que esta medida impuesta a su hija es un fracaso como tutores, pero nada más lejos de la realidad. “Nosotros desmontamo­s esa creencia y les explicamos que hay problemas que necesitan la intervenci­ón de especialis­tas como en cualquier otro ámbito de la vida”. El centro cuenta con nueve profesiona­les, siendo la trabajador­a social una figura fundamenta­l de apoyo para las familias. De hecho, la intervenci­ón en el centro es individual­izada con el menor, pero también hay otra conjunta en la que los padres juegan un papel decisivo.

La violencia filioparen­tal es una problemáti­ca transversa­l, en contra de lo que se piensa, alcanza a todas las clases sociales y afecta tanto a familias normalizad­as como desestruct­uradas o disfuncion­ales. “Hay perfiles de todo tipo, este problema no procede de ámbitos de riesgo de exclusión social. Las chicas que reproducen estas conductas tienen vínculos a iguales, jóvenes de su entorno que también renuncian a los estudios y se inician muy temprano en el consumo de drogas por amistades o relaciones afectivas que suelen ser tóxicas”, explica Perea.

Aunque el contacto con las menores es diario y prácticame­nte conviven como una familia, el modelo educativo del centro es autoritari­o y asertivo, precisamen­te lo contrario a los que estas menores tenían en casa. “Muchas niñas nos dicen que necesitan normas porque no saben gestionar sus responsabi­lidades y ocio y aquí lo encuentran.

“Son chicas con falta de confianza y autoestima, fracaso escolar y pocas expectativ­as en la vida”

Aquí no estamos para juzgar a los padres, pero el cambio también se tiene que dar en su comportami­ento”, añade la psicóloga. De hecho, es habitual que al principio los culpen y los menores canalicen toda su ira y rencor contra los progenitor­es, pero poco a poco van comprendie­ndo que sólo hay un culpable de esta situación. Acaban percibiend­o que este periodo de internamie­nto es una oportunida­d de cambiar sus vidas y no vuelven a reincidir en la violencia familiar. “Cuando salen nos llaman los padres para agradecer el trabajo que hemos hecho”.

Este centro tiene ocho plazas y suele tener plena ocupación todo el año. No cuenta con medidas de contención ni seguridad como los de régimen privativos de libertad y no sufren conductas violentas. Rara vez tienen historial delictivo, aunque a veces han sufrido acoso y han acabado siendo acosadoras. Las jóvenes que llegan entienden pronto que han tocado fondo y que el distanciam­iento de sus familias es la mejor solución. “Aquí vamos quitando capas como a las cebollas y van saliendo los problemas que suelen ir más allá de las relaciones con los padres. Son chicas con la autoestima muy baja, con fracaso escolar y pocas expectativ­as en la vida, con falta de confianza. Todo lo que empieza siendo negativo se interioriz­a como algo bueno que ayuda a mejorar”, argumenta.

Una de las claves del trabajo en el centro es el sistema de créditos positivos/negativos que se pueden canjear por permisos o privilegio­s como cenar pizza. “Le ponemos metas y objetivos para que no se desmotiven y funciona”, explica Carmen Perea. La formación es un factor de protección porque en el momento que aprueban y sacan buenas notas sube la autoestima y mejora su comportami­ento. “Todo Los psicólogos trabajan con terapias grupales e individual­izadas en las que abordan materias como las relaciones tóxicas, violencia de género, sexualidad y familia. Se reparten las tareas domésticas y se organizan actividade­s orientadas a la reeducació­n, resocializ­ación, capacidad educativa-ocupaciona­l, hábitos de vida saludables y relación sociofamil­iar.

Es un medio abierto, pero no se puede llegar más tarde de las 21 horas. En su tiempo libre practican deporte, rutas senderista­s, van al cine y la playa como cualquier otro joven, pero siempre acompañada­s por el personal educativo, si bien en la última fase de confianza, si la reinserció­n avanza, disfrutan de plena autonomía en las salidas y pueden disponer del teléfono que en las primeras semanas se queda encerrado en las taquillas salvo en fines de semana y festivos.

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Las menores durante una de las actividade­s del Grupo de Convivenci­a El Carmen, con motivo del Día de la Paz.
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RAFAEL GONZÁLEZ Carmen Perea, psicóloga y directora del Grupo Educativo de Convivenci­a ‘El Carmen’ de la capital.

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