Europa Sur

EN EL BUZÓN

- ENRIQUE GARCÍA-MÁIQUEZ

ABRO el buzón con el corazón en un puño, y todavía se acelera más al ver dos cartas con membrete oficial con el escudo de España… ¡Con lo que a mí me gusta el escudo de España! Pero ¿serán de Tráfico, de Hacienda, de la Seguridad Social…? Las cartas privadas, con la dirección manuscrita, son heraldos de alegría. En cambio, las oficiales, ay, te cortan la sangre.

Puede parecer un detalle menor, aunque yo me lo tomaría en serio. No me parece sano que los ciudadanos corrientes, molientes y contribuye­ntes percibamos las comunicaci­ones de nuestro Estado como una inminente amenaza.

Quiero hacer dos precisione­s antes de desplegar mi argumento. La primera es que sé que es ventajista la alegría pura de las cartas privadas en los tiempos que corren. Hoy cualquier mala noticia te llega enseguida por teléfono o a través de las redes sociales, de modo que las cartas manuscrita­s han quedado reservadas para la amistad y la confidenci­a.

La segunda es que tampoco ignoro que el Estado cubre grandes servicios públicos y menos mal. La Sanidad, la Educación, las pensiones, los seguros de desempleo. Olé. Pero también es verdad que lo pagamos nosotros (y nuestros hijos y nietos en la deuda pública) y que, por tanto, podemos decir que se equilibra la balanza si sacamos

Según Solón de Atenas, el Gobierno ha de apoyarse en dos piernas iguales: el castigo y el premio

de la cuenta las cartas de Hacienda.

Todavía quedan muchas otras. Por supuesto que quiero que me informen de la multa de tráfico y del pronto pago; pero ¿no podrían también mandarnos una carta de felicitaci­ón cuando hemos hecho más de 200 kilómetros sin una sola multa y darnos dos puntos más si son 350 y hasta un cheque de 100 euros (o de 50 si procedemos al pronto cobro) si los kilómetros son quinientos? Parecerá un disparate, pero Solón de Atenas ya advertía de que el Gobierno justo se apoya en dos piernas iguales: el castigo a los malos y el premio a los buenos. Nuestro Estado está resultando bastante cojitranco: premia poquísimo y sólo a los ya famosos y castiga a los regulares, más que nada.

Si yo tuviese la más mínima responsabi­lidad en la imagen del Estado, me preocuparí­a. De hecho, algo así me pasó con un hermano, mucho más manitas y eficaz para la vida práctica. Yo lo llamaba ante cualquier avería. Un día lo telefoneé y me respondió diciéndome: “¿Qué te ha pasado ahora?”. Entendí que tenía que llamarlo también para invitarlo a unos finos de vez en cuando. Eso mismo le pasa al Estado, pero a lo bestia, al por mayor.

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