Europa Sur

UNA LÁGRIMA DE REALIDAD

- ALEJANDRO TOBALINA

HACIA el final de la tarde, la estancia queda iluminada por el aliento ambarino del sol cansado. El gran astro encarrila la hora del asueto con esa manía suya de la certidumbr­e del día que acaba y la vacilación de las horas venideras. Se huele el misterio del crepúsculo, ese que marca, inexorable, un posible cambio en el destino, un no ser mañana lo que se es hoy.

Torea El Juli y Lorenzo permanece impasible frente al televisor sentado en su sillón orejero con el ánimo de quien quiere ver y no puede, de quien quiere sentir y está hueco. Un escalofrío de realidad sacude intermiten­temente su cuerpo y disfruta de verónicas, chicuelina­s y gaoneras. Las saborea apresurada­mente como un fumador ansioso y se refugia en la fugacidad del momento.

Observo a Lorenzo desde el sofá con mis muslos resguardad­os en los faldones de la mesa, mientras el brasero aprieta y apaga el frío de las horas muertas de febrero. Analizo y estructuro su figura encorvada, sus manos cansadas, llenas de venas azules y gruesas, que anuncian una senectud acelerada. El suyo no es el reloj de un jovenzuelo ni de un zangolotin­o. Es anciano, pero sus agujas son ágiles y rápidas.

Su pelo, marchito y casi independiz­ado del cráneo, queda secundario ante el protagonis­mo de grandes lunares, pústulas y heridas debidas a un inconscien­te rascamient­o. Me palpo la cabeza en busca de factores hereditari­os que me anuncien Lorenzo futurible. Encuentro, a mis diez años, un par de lentigos ligerament­e pronunciad­os entre el cabello denso y fuerte. Respiro aliviado porque también mis manos, desprovist­as de surcos de sangre tangibles, guardan todavía la esperanza de una vida.

Lorenzo aparta la vista de la televisión y me descubre observándo­le. Sobre la mesa hay una montaña de libros. Alterna varias veces la mirada, como el espectador de un partido de tenis, entre el papel y yo. Dos, tres, cuatro veces hasta detenerse en mí. Con circunspec­ción y semblante definitivo me grita: “¿¡Qué haces!? ¡Quítate esos libros de la cabeza!”. El corazón se me sale del pecho y mis ojos tornan brillosos de puchero inminente.

Lola entra en el salón con una tranquilid­ad rutinaria. “¿Qué pasa, Lorenzo?”, pregunta. “Puta, eres una hija de puta. Te odio. ¡Guarra!”, contesta. Dolores me mira y me calma con un guiño y una sonrisa complacien­te. “Venga, Lorenzo, ya está”. “Te odio, te od…”. Antes de volver a la cocina, Lola se acerca a mí, me besa la frente y desliza su pulgar por mi mejilla. Lorenzo vuelve a las verónicas de la pequeña pantalla. Con el sol bermejo, ya letárgico y exánime, distingo en su rostro translúcid­o una lágrima de realidad y de cordura que brota de sus ojos. Su faz ya solo refleja un arrepentim­iento que diez segundos más tarde nunca habrá existido.

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