Europa Sur

CUIDAR Y SEMBRAR

- MARÍA ANTONIA PEÑA

TENGO una gardenia porque me gusta la tersura de su piel y cómo huele, y tengo un rododendro, sobre todo, porque me encanta pronunciar bajito la palabra rododendro. Tengo una hortensia que añora las brumas del norte y un hermoso rosal Bourbon que me regaló mi padre y que atesoro. Tengo un jazmín inmenso que estaba en mi casa antes de que fuera mi casa: bajo él se han escrito muchos poemas y han jugado los niños y ahora, a su antojo, anidan los mirlos. Tengo dos ficus benjamina y una yuca que salvé del contenedor y que, lozanos y felices, me lo agradecen cada día llenando el patio de verdor y frescura. Tengo un par de hibiscos de f lor doble que me dio Mariquita, una vecina anciana de mi pueblo, buena como el pan y sorda como una tapia, que amaba a las plantas más que a sí misma. Tengo dos limoneros luneros criados en maceta y una dama de noche que se asusta con el frío y en estos días se queda casi sin hojas. Hace ya mucho tiempo que compré una dipladenia blanca y un estefanoti­s o jazmín de Madagascar que, junto a una hoya carnosa que otros llaman f lor de cera, trepan y se enredan juntos en el enrejado conformand­o un trío indestruct­ible. En octubre, planto bulbos para disfrutar en primavera de efímeros jacintos y tengo en la azotea un pequeño huerto urbano en el que he sembrado perejil, hierbabuen­a, culantro y albahaca. Aguardan impaciente­s a que lleguen los tomates, los pimientos y quizás una oronda berenjena.

Me recuerdo desde siempre comprando plantas, rescatando plantas, regalando plantas, cuidando plantas… y no puedo imaginar mi vida sin un patio. Saben los que me conocen que agradezco más una maceta de geranios que un ramo de carísima flor cortada y que no puedo pasar de largo si veo en la basura uno de esos potos de oficina que se abandonan cuando ya no lucen esplendoro­sos después del maltrato de sus dueños. También a las plantas, tristement­e, les pasan las mismas cosas tristes que les pasan a las personas.

Compro, acojo, rescato y cuido, pero lo que más me gusta es sembrar: sacar yo misma la semilla del fruto o de la planta, ayudarla a germinar en la soledad oscura, plantarla, esperar con una impacienci­a atenta, regarla con delicadeza, observar cómo arraiga, brota y crece. Ver atónita y sorprendid­a cómo de la aparente nada emerge la vida, cómo vence a la inclemenci­a y al olvido, cómo se abre paso entre los granos de la tierra para ofrecernos la belleza, el alimento y la compañía. Por sembrar, sembré hace semanas en una pequeña maceta cuatro palos sacados de una higuera que sobrevive, heroica e imperturba­ble, al derribo de una casa de las últimas calles del barrio del Matadero. Y estoy absurdamen­te feliz en estos días porque en dos de ellos asoma ya el brote verde y diminuto, presagio de una hoja mítica que, junto a sus hermanas, será en el futuro una nueva higuera.

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