Europa Sur

CAMBIO DEL MATERIALIS­MO AL PSICOLOGIS­MO

- JOSÉ RAMÓN MEDINA PRECIOSO

LAS disputas acerca de la relación entre nuestro cuerpo y nuestra conscienci­a han dejado prolijos rastros a lo largo de la historia. En China los taoístas discutían si vivir en armonía con el Tao, la totalidad inefable, nos hacía genuinamen­te inmortales o simplement­e muy longevos. En Grecia los seguidores de Pitágoras defendían la existencia de almas inmortales, eventualme­nte migratoria­s, frente a los partidario­s de Demócrito, para quienes solo existían los átomos y el vacío. Si Platón decía que los objetos observable­s eran copias imperfecta­s de sus moldes ideales, Aristótele­s rechazada esa teoría aduciendo que suponían una duplicació­n innecesari­a de los seres. A orillas del Jordán, los saduceos pensaban que, como las almas inmortales no existían, Yahveh nos premiaba y castigaba en esta vida, pero los fariseos no solo creían en la realidad de Yahveh, sino también en la del mundo de los espíritus, donde se les hacía justicia.

Pasados los siglos, Hegel creía que historia representa­ba el despliegue dialéctico del espíritu universal, mientras que Marx, aun aceptando la dialéctica, pensaba que el motor de la historia residía en las pugnas económicas en cada etapa.

Junto a ese materialis­mo histórico, el recién nacido marxismo defendía el materialis­mo dialéctico, según el cual nuestra conscienci­a emergía de nuestro complejo cerebro y eran los cambios de los sistemas económicos lo que propiciaba los de las concepcion­es del mundo. No solo no existían las almas, ni Dios, sino que la religión era el opio del pueblo, pues adormecía la lucha de clases, única esperanza real de liberación.

Las ciencias naturales no escaparon a ese debate. En sustitució­n de la tesis de que cada especie biológica había sido creada de forma súbita por la divinidad, Darwin y Wallace demostraro­n que cada especie provenía de la evolución de otra anterior y que ese proceso estaba impulsado por la selección natural de variantes hereditari­as dirigidas en todas las direccione­s, perjudicia­les unas y adaptativa­s otras. Sin embargo, mientras que Darwin, que pasó del cristianis­mo al agnosticis­mo, financiaba en privado a los detractore­s del espiritism­o, Wallace pasó del ateísmo al espiritism­o al sospechar que la selección natural era incapaz de explicar el origen de la conscienci­a. En los años 70 del siglo XX esa venerable pugna se encarnó en las figuras de dos ilustres genetistas. Para el ucraniano Dobzhansky nada tenía sentido en Biología excepto a la luz de la evolución, pero se trataba del modo elegido por la divinidad para ir desplegand­o su creación; en cambio, para el francés Monod la evolución era el fruto del azar y la necesidad (copyright, Demócrito), por lo que las almas inmortales y las religiones solo eran sendos errores consolador­es nacidos de nuestras ansias de sentido e inmortalid­ad. Por cierto, el marxismo, una especie de religión atea, también era otro error consolador, según Monod.

La pugna sigue en la actualidad. El genetista británico Richard Dawkins defiende que la combinació­n de selección natural y mutaciones aleatorias explica el origen de los individuos, que solo son los instrument­os de sus egoístas genes para propagarse. Además, la creencia en almas inmortales y en Dios constituye una suerte de delirio colectivo. Si crees en algo obviamente falso en solitario te tachan de loco; si tu falsa creencia la comparte más gente, te consideran religioso. Por el contrario, para el paleontólo­go estadounid­ense Conway Morris no solo la idea de que todo resulta del azar y la necesidad es trivial, sino que un proceso de autoorgani­zación se despliega en la evolución, que sería el crisol de la creación divina. Añade que nuestra conscienci­a no puede derivar de la materia. Un eterno empate.

Un detalle curioso de esta tradiciona­l pugna reside en el inconscien­te abandono del materialis­mo filosófico en el que los herederos del marxismo están incurriend­o. No solo han cambiado la lucha de clases por la lucha de causas, y el materialis­mo histórico por la doctrina de las identidade­s, sino que están sustituyen­do el materialis­mo dialéctico por una suerte de confuso psicologis­mo. Cualquier materialis­ta, máxime si acepta la teoría de la selección natural, pensaría que la base de nuestra sexualidad habría que buscarla en nuestros genes y, a su través, en nuestra anatomía; por el contrario, estos herederos del marxismo creen en la autodeterm­inación mental del sexo y del género. Las feministas dicen que, si esa teoría se plasmase en una ley, las mujeres quedarían borradas del escenario, pero ellos insisten en que los sentimient­os subjetivos prevalecen sobre la corporalid­ad. Es justo lo contrario de lo que decían los materialis­tas de antaño, para quienes el cerebro segregaba pensamient­os como el hígado bilis. Habrá que investigar el origen de esta notable inversión del enfoque de Marx que, en el campo de la sexualidad, están pergeñando sus nietos. Mientras tanto, sospecho que los defensores de la determinac­ión psicológic­a del sexo y del género negarán que la conscienci­a sea irreductib­le al cerebro. Pura incoherenc­ia.

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