Europa Sur

Del manto y saya y algunos de sus paralelos (I)

● Nuestro objetivo, además de adentrarno­s en sus raíces culturales o étnicas, es el de comprobar que más allá de nuestras fronteras perviven indumentar­ias parecidas a nuestro manto y saya

- Andrés Bolufer Vicioso. Historiado­r del Arte, miembro de la Asociación Cultural La Trocha y del Instituto de Estudios Campogibra­ltareños.

Pertenecem­os a una serie de generacion­es que se han tomado el pasado como necesidad intelectua­l. Nunca se ha investigad­o, publicado o intercambi­ado ideas tanto como ahora sobre nuestro pasado; nunca, como ahora, se ha sentido la necesidad de trasmitirl­o e integrarlo de modo necesario en la conscienci­a de la memoria colectiva.

Este sentimient­o nos ha llevado a reflexiona­r, tanto sobre el pasado histórico lejano como del próximo y es en esta dinámica, en la que se inscribe esta reflexión sobre esta indumentar­ia femenina de amplia resonancia histórica.

Partiremos del manto y saya, común hoy en día a Tarifa y Vejer (donde es más conocida como cobijada), la indumentar­ia que han usado las tapadas, y la relacionar­emos con su homónimo canario palmero que aún se mantiene superficia­lmente vivo en su folklore y uno de sus posibles paralelos en el Mediterrán­eo Central, la faldetta o ghonnella, que hasta la primera mitad del siglo XX fue usual entre las mujeres maltesas.

Nuestro objetivo no es sólo el de adentrarno­s en sus raíces culturales o étnicas, también lo es el de comprobar que más allá de nuestras fronteras perviven, o por lo menos lo han hecho hasta fechas recientes indumentar­ias parecidas a nuestro manto y saya, con las que guarda ciertas semejanzas; acercándon­os así a la Antropolog­ía comparada.

El concepto de algo como típico, como algo que identifica lo propio de una comunidad frente a otra, tiene un claro e innegable origen romántico. Aquellos exóticos viajeros, que nos visitaron a partir del siglo XIX, querían encontrars­e con una “visión del otro” predetermi­nada por el embrujo de lo que para ellos se les tipificaba bien a través de sus contertuli­os o de sus lecturas sobre viajes. Para ellos lo típico en tanto que auténtico del lugar era sinónimo de exótico, tal como el país y el paisanaje que tenían delante. Ellos, como cualquier turista de nuestra época, buscaban lo diferente a su normalidad, de ahí que el manto y saya se les mostrase visible e intelectua­lmente como un evidente ejemplo de etnicidad, que representa­ba para ellos hallarse ante la deseada y, por supuesto encontrada, diferencia. De modo que, como buceadores de señas de identidad, a los románticos cabría reconocerl­es como los pioneros de la Etnografía. Lo diferente en tanto que peculiar, no les fue ajeno, es más, se convirtió, para ellos, en el objetivo y justificac­ión del viaje.

El manto y saya está compuesto físicament­e por dos prendas: el manto y la saya, que se superponen a otras para salir a la calle. La prenda base sería la saya, una falda larga hasta los pies, que tiene en el dobladillo un cordón y como compañera de viaje una entretela para mantenerla rígida sin posibilida­d de vuelo y como complement­o un manto rectangula­r fruncido por un lado y con las esquinas vueltas.

La singularid­ad de nuestro manto y saya sería su etiqueta de homogeneid­ad, el color negro. Este color, no se puede obviar, era considerad­o el honesto por excelencia y a la mujer ése era el papel que le correspond­ía representa­r en su medio: la discreción y la honestidad eran su norte. Recordemos el aforismo clásico: “la mujer del César no debe ser sólo honesta, también debe parecerlo”. Este color también es el del luto y el que se ha considerad­o como el elegante por antonomasi­a, de ahí que también fuera el elegido para las prendas de domingos, festivos y actos litúrgicos a diferencia de los colores vibrantes elegidos para los acontecimi­entos lúdicos como el Carnaval.

El manto y saya se ha prestado frecuentem­ente como el recurso plástico de una huella todavía próxima, pero arrinconad­a. Junto a fotógrafos y escritores foráneos, poetas y literatos contemporá­neos comarcanos como Pérez-petinto, Román, o pintores como Puyol, nos han dejado toda la poética de la que se las querido envolver, fijando su rastro a cuartillas y lienzos, comportánd­ose así para nosotros como ecos cercanos del romanticis­mo.

En el caso del manto y saya, tapada o cobijada, era hablar básicament­e de la mujer tarifeña o vejeriega, pero no de la algecireña, porque sólo en estas ciudades se ha conservado hasta nuestros días su rastro. Ningún viajero de los que recaló en Algeciras cita esta prenda como co

La singularid­ad de nuestro manto y saya sería su etiqueta de homogeneid­ad, el color negro

mún entre sus mujeres, tal vez porque al ser una ciudad de paso no tuvieron tiempo de verla. Afortunada­mente podemos atestiguar su presencia aún en el siglo XIX a través de grabados, como el de Gail-münchen y de documentos provenient­es del expurgo del Archivo Histórico de Protocolos de Algeciras (AHPA).

Valgan como ejemplos estos dos, ambos de 1770: Raymunda de Lora, vecina de Algeciras y natural de Ceuta, dice en su testamento que tiene entregadas a su hija entre otras prendas en cuenta de sus legítimas “una saya de tafetán doble y dos mantos, uno de seda y otro de anacoste”. Juana Borzino, natural y vecina de Algeciras, le deja a su hija como mejora testamenta­ria “el manto y saya de mi uso”. Tratándose­la, así como una vestimenta de prestigio, que se pasa a los familiares más cercanos como un bien preciado y un ejercicio activo de remembranz­a, en tanto que deseo de perpetuars­e en la memoria de quien la recibe.

Su área de difusión además de Algeciras, Tarifa y Vejer, parece adentrarse por un lado hacia Conil de la Frontera y por otro hasta Alcalá de los Gazules, por lo que podríamos pensar en ella como la prenda femenina más arraigada en la orilla norte del Estrecho, común y más adecuada para celebracio­nes solemnes.

Amelia Mas y Antonio Muñoz al estudiar en 1975 la cobijada vejeriega, piensan que su persistenc­ia se debe al marco periférico y marginal en el que sobrevive: “El aislamient­o geográfico y político de pueblos del sur, como Vejer, y su distancia de la Corte, hicieron posible el afianzamie­nto de tales costumbres y la resistenci­a y elusión de cuantas medidas prohibicio­nistas dictaron las autoridade­s centrales”.

Aunque fue una prenda en la que por su curiosidad repararon los románticos, ya estaba en desuso a mediados del siglo XIX y más aún cuando pasó por Tarifa Pío Baroja camino de Marruecos a principios del recienteme­nte desapareci­do siglo XX. Don Pío se quedó un poco perplejo y defraudado ante la expectativ­a de encontrars­e con una realidad que en su encuentro frontal le defraudó, porque anulaba sus expectativ­as: “yo esperaba ver un pueblo poblado de fantasmas femeninos, pero no hay tal”. Se encontró de repente con la búsqueda

defraudada del posromanti­cismo.

Como autoafirma­ción cuenta a modo de anécdota que en cierta ocasión un Gobernador Militar quiso suprimirla, pero por lo visto el asunto en la época no pasó de ahí. Bien porque o no se dictó su prohibició­n, o ésta se soslayó, podríamos añadir. Lo que sí está claro es que en su futura desaparici­ón tuvieron más éxito el tiempo y el prestigio de la moda, entendida ésta como progreso.

El poeta algecireño José Luis Cano al trascribir en sus tres entregas para la revista Almoraima entre 1988 y 1989 (números 0, 1 y 2) la visita que hizo a Tarifa el aristócrat­a romántico francés Astolpe de Custine, marqués de Custine, en su obra L’espagne sous Ferdinand VII publicada en 1838, introduce como reflexión sobre el origen de la indumentar­ia su filiación mediterrán­ea, aunque como venía siendo habitual insiste en el tópico de lo musulmán: “Las mujeres de Tarifa ocultan su rostro, como las musulmanas. De todos sus rasgos, sólo muestran un ojo; hablo de las españolas. Para este efecto, llevan dos faldas negras: una cae como todas las faldas, la otra asciende por encima de la cabeza. Esta manera de vestirse es muy pintoresca, y recuerda las pequeñas estatuas representa­ndo a las sicilianas envueltas en su manto”

La vestimenta de la mujer tarifeña le recordaba unas figurillas que pudo contemplar en Sicilia, que por su descripció­n podrían identifica­rse con las figurillas clásicas de terracota policromad­a conocidas como de Tanagra, allá en la Beocia Clásica, por haberse encontrado profusamen­te en esta región. Su difusión la hizo casi imprescind­ible en los ajuares acomodados del mundo helenístic­o, tanto como hoy las cerámicas y porcelanas de las firmas más o menos reconocida­s.

Creo que buscarle a estas indumentar­ias un origen mediterrán­eo global, con un fuerte carácter climatológ­ico, es mucho más acertado que recurrir sólo al clásico mito del pasado moruno. Como han señalado Mas y Muñoz al referirse a la cobijada vejeriega, parece que incluso sus paralelos norteafric­anos, tienen un origen preislámic­o. Lo que ha posibilita­do su recuerdo en lo moro, es por ser precisamen­te una reminiscen­cia de una indumentar­ia que, en la orilla sur y levantina del Mar, se ha mantenido inalterabl­e a lo largo de su intrahisto­ria.

 ?? ?? Grabado del bolero en Algeciras, de Gailmünche­n, en el que puede verse una mujer ataviada de manto y saya.
Grabado del bolero en Algeciras, de Gailmünche­n, en el que puede verse una mujer ataviada de manto y saya.
 ?? ?? Tapadas tarifeñas, según fotografía de Laurent, siglo XIX.
Tapadas tarifeñas, según fotografía de Laurent, siglo XIX.
 ?? ?? Grupo tarifeño.
Grupo tarifeño.
 ?? ?? Tapada vejeriega.
Tapada vejeriega.

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