Del manto y saya y algunos de sus paralelos (I)
● Nuestro objetivo, además de adentrarnos en sus raíces culturales o étnicas, es el de comprobar que más allá de nuestras fronteras perviven indumentarias parecidas a nuestro manto y saya
Pertenecemos a una serie de generaciones que se han tomado el pasado como necesidad intelectual. Nunca se ha investigado, publicado o intercambiado ideas tanto como ahora sobre nuestro pasado; nunca, como ahora, se ha sentido la necesidad de trasmitirlo e integrarlo de modo necesario en la consciencia de la memoria colectiva.
Este sentimiento nos ha llevado a reflexionar, tanto sobre el pasado histórico lejano como del próximo y es en esta dinámica, en la que se inscribe esta reflexión sobre esta indumentaria femenina de amplia resonancia histórica.
Partiremos del manto y saya, común hoy en día a Tarifa y Vejer (donde es más conocida como cobijada), la indumentaria que han usado las tapadas, y la relacionaremos con su homónimo canario palmero que aún se mantiene superficialmente vivo en su folklore y uno de sus posibles paralelos en el Mediterráneo Central, la faldetta o ghonnella, que hasta la primera mitad del siglo XX fue usual entre las mujeres maltesas.
Nuestro objetivo no es sólo el de adentrarnos en sus raíces culturales o étnicas, también lo es el de comprobar que más allá de nuestras fronteras perviven, o por lo menos lo han hecho hasta fechas recientes indumentarias parecidas a nuestro manto y saya, con las que guarda ciertas semejanzas; acercándonos así a la Antropología comparada.
El concepto de algo como típico, como algo que identifica lo propio de una comunidad frente a otra, tiene un claro e innegable origen romántico. Aquellos exóticos viajeros, que nos visitaron a partir del siglo XIX, querían encontrarse con una “visión del otro” predeterminada por el embrujo de lo que para ellos se les tipificaba bien a través de sus contertulios o de sus lecturas sobre viajes. Para ellos lo típico en tanto que auténtico del lugar era sinónimo de exótico, tal como el país y el paisanaje que tenían delante. Ellos, como cualquier turista de nuestra época, buscaban lo diferente a su normalidad, de ahí que el manto y saya se les mostrase visible e intelectualmente como un evidente ejemplo de etnicidad, que representaba para ellos hallarse ante la deseada y, por supuesto encontrada, diferencia. De modo que, como buceadores de señas de identidad, a los románticos cabría reconocerles como los pioneros de la Etnografía. Lo diferente en tanto que peculiar, no les fue ajeno, es más, se convirtió, para ellos, en el objetivo y justificación del viaje.
El manto y saya está compuesto físicamente por dos prendas: el manto y la saya, que se superponen a otras para salir a la calle. La prenda base sería la saya, una falda larga hasta los pies, que tiene en el dobladillo un cordón y como compañera de viaje una entretela para mantenerla rígida sin posibilidad de vuelo y como complemento un manto rectangular fruncido por un lado y con las esquinas vueltas.
La singularidad de nuestro manto y saya sería su etiqueta de homogeneidad, el color negro. Este color, no se puede obviar, era considerado el honesto por excelencia y a la mujer ése era el papel que le correspondía representar en su medio: la discreción y la honestidad eran su norte. Recordemos el aforismo clásico: “la mujer del César no debe ser sólo honesta, también debe parecerlo”. Este color también es el del luto y el que se ha considerado como el elegante por antonomasia, de ahí que también fuera el elegido para las prendas de domingos, festivos y actos litúrgicos a diferencia de los colores vibrantes elegidos para los acontecimientos lúdicos como el Carnaval.
El manto y saya se ha prestado frecuentemente como el recurso plástico de una huella todavía próxima, pero arrinconada. Junto a fotógrafos y escritores foráneos, poetas y literatos contemporáneos comarcanos como Pérez-petinto, Román, o pintores como Puyol, nos han dejado toda la poética de la que se las querido envolver, fijando su rastro a cuartillas y lienzos, comportándose así para nosotros como ecos cercanos del romanticismo.
En el caso del manto y saya, tapada o cobijada, era hablar básicamente de la mujer tarifeña o vejeriega, pero no de la algecireña, porque sólo en estas ciudades se ha conservado hasta nuestros días su rastro. Ningún viajero de los que recaló en Algeciras cita esta prenda como co
La singularidad de nuestro manto y saya sería su etiqueta de homogeneidad, el color negro
mún entre sus mujeres, tal vez porque al ser una ciudad de paso no tuvieron tiempo de verla. Afortunadamente podemos atestiguar su presencia aún en el siglo XIX a través de grabados, como el de Gail-münchen y de documentos provenientes del expurgo del Archivo Histórico de Protocolos de Algeciras (AHPA).
Valgan como ejemplos estos dos, ambos de 1770: Raymunda de Lora, vecina de Algeciras y natural de Ceuta, dice en su testamento que tiene entregadas a su hija entre otras prendas en cuenta de sus legítimas “una saya de tafetán doble y dos mantos, uno de seda y otro de anacoste”. Juana Borzino, natural y vecina de Algeciras, le deja a su hija como mejora testamentaria “el manto y saya de mi uso”. Tratándosela, así como una vestimenta de prestigio, que se pasa a los familiares más cercanos como un bien preciado y un ejercicio activo de remembranza, en tanto que deseo de perpetuarse en la memoria de quien la recibe.
Su área de difusión además de Algeciras, Tarifa y Vejer, parece adentrarse por un lado hacia Conil de la Frontera y por otro hasta Alcalá de los Gazules, por lo que podríamos pensar en ella como la prenda femenina más arraigada en la orilla norte del Estrecho, común y más adecuada para celebraciones solemnes.
Amelia Mas y Antonio Muñoz al estudiar en 1975 la cobijada vejeriega, piensan que su persistencia se debe al marco periférico y marginal en el que sobrevive: “El aislamiento geográfico y político de pueblos del sur, como Vejer, y su distancia de la Corte, hicieron posible el afianzamiento de tales costumbres y la resistencia y elusión de cuantas medidas prohibicionistas dictaron las autoridades centrales”.
Aunque fue una prenda en la que por su curiosidad repararon los románticos, ya estaba en desuso a mediados del siglo XIX y más aún cuando pasó por Tarifa Pío Baroja camino de Marruecos a principios del recientemente desaparecido siglo XX. Don Pío se quedó un poco perplejo y defraudado ante la expectativa de encontrarse con una realidad que en su encuentro frontal le defraudó, porque anulaba sus expectativas: “yo esperaba ver un pueblo poblado de fantasmas femeninos, pero no hay tal”. Se encontró de repente con la búsqueda
defraudada del posromanticismo.
Como autoafirmación cuenta a modo de anécdota que en cierta ocasión un Gobernador Militar quiso suprimirla, pero por lo visto el asunto en la época no pasó de ahí. Bien porque o no se dictó su prohibición, o ésta se soslayó, podríamos añadir. Lo que sí está claro es que en su futura desaparición tuvieron más éxito el tiempo y el prestigio de la moda, entendida ésta como progreso.
El poeta algecireño José Luis Cano al trascribir en sus tres entregas para la revista Almoraima entre 1988 y 1989 (números 0, 1 y 2) la visita que hizo a Tarifa el aristócrata romántico francés Astolpe de Custine, marqués de Custine, en su obra L’espagne sous Ferdinand VII publicada en 1838, introduce como reflexión sobre el origen de la indumentaria su filiación mediterránea, aunque como venía siendo habitual insiste en el tópico de lo musulmán: “Las mujeres de Tarifa ocultan su rostro, como las musulmanas. De todos sus rasgos, sólo muestran un ojo; hablo de las españolas. Para este efecto, llevan dos faldas negras: una cae como todas las faldas, la otra asciende por encima de la cabeza. Esta manera de vestirse es muy pintoresca, y recuerda las pequeñas estatuas representando a las sicilianas envueltas en su manto”
La vestimenta de la mujer tarifeña le recordaba unas figurillas que pudo contemplar en Sicilia, que por su descripción podrían identificarse con las figurillas clásicas de terracota policromada conocidas como de Tanagra, allá en la Beocia Clásica, por haberse encontrado profusamente en esta región. Su difusión la hizo casi imprescindible en los ajuares acomodados del mundo helenístico, tanto como hoy las cerámicas y porcelanas de las firmas más o menos reconocidas.
Creo que buscarle a estas indumentarias un origen mediterráneo global, con un fuerte carácter climatológico, es mucho más acertado que recurrir sólo al clásico mito del pasado moruno. Como han señalado Mas y Muñoz al referirse a la cobijada vejeriega, parece que incluso sus paralelos norteafricanos, tienen un origen preislámico. Lo que ha posibilitado su recuerdo en lo moro, es por ser precisamente una reminiscencia de una indumentaria que, en la orilla sur y levantina del Mar, se ha mantenido inalterable a lo largo de su intrahistoria.