Europa Sur

CRUEL SÓLO CON EL DÉBIL

- TACHO RUFINO

ERA una pareja mayor, con buen aspecto, pero con esas maneras de desagradab­le respeto a que suelen estar repletas de “por favor”, “gracias”, “señora” y “caballero”. Eran las suyas unas formas algo severas; con el rictus molesto y la deliberada falta de contacto visual que adorna –más bien afea– la actitud de exigencia de ciertos clientes o usuarios. El talante de los dos ancianos de buen ver era displicent­e con el cortador de una de esas boutiques del jamón que nos hace girar la cabeza cuando pasamos junto a sus escaparate­s. Aquel día –venía de estar unos días amontunado– no sólo giré la cabeza, sino también los pasos, y lo hice hacia la puerta del establecim­iento, poseído por el urgente deseo de zamparme un bocadillo del mejor ibérico y una lata muy fresca. Aquellos dos catadores solicitaba­n probar una pata, y otra, y otra. Ninguno les satisfacía. Finalmente, pidieron un cuarto de kilo del más caro y con mayor número de blancas cristaliza­ciones belloteras.

Lo volvieron a probar ya empapelado... y allí lo dejaron. Quede usted con Dios, muy buenas, está picado, hombre. El cortador me dijo que no era raro que algunos clientes no fueran en realidad tales; que su deseo al ir a la tienda no fuera otro que teatraliza­r un señorío infantiloi­de y, de paso, putear al sufrido dependient­e de turno. Ese día le tocó a aquel santo Job.

Lo de que el cliente siempre lleva la razón es algo más que dudoso. Uno es partidario de una vulgarizac­ión de la Ley de Say (“La oferta crea su propia demanda... y la maneja: esto es lo que hay; lo tomas o lo dejas: pleitesía, a mi madre”). El cliente lleva la razón cuando la lleva, y en ese caso, para eso está el diálogo y, si es que no hay manera, la reclamació­n o la espantada. Si hay algo deleznable en una persona, algo que la retrata, es la crueldad con el débil. Por ejemplo, un camarero, cuyo papel es de servicio puro y exigida cordialida­d, o al menos de respeto por quien va a gastar y a disfrutar (se supone). La actitud castigador­a es una excrecenci­a de la exigencia, algo tolerable –exigir, no castigar– si te dan mal servicio, y sólo si es que quien te sirve no está desbordado. Pero hay gente demasiado previsible, con la escopeta cargada y aire de rentista con gota y pretendida experienci­a en “caldos” –horrísona forma de llamar al vino– que van a chinchar al mesero sí o sí: han ido al establecim­iento de marras para calmar sus complejos y cutres delirios de grandeza. Y de cara a la galería, por lo general. Gente que, al llegar a casa, con seguridad no es nadie; o peor, es demasiado alguien: un cabestro vocacional.

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