Escenario de cuerpos y almas
Ioana Gruia regresa con ‘Las mujeres de Hopper’, un libro de relatos inspirados en el imaginario femenino del artista estadounidense, que trasciende hasta límites reveladores
Muy a pesar de las poderosas tentaciones iconoclastas contadas en nuestra era, nadie duda a estas alturas de que desde los antiguos ilustradores de los manuscritos iluminados la literatura ha sido un motor inspirador esencial para el arte. Es más, resultaría difícil imaginar una evolución del propio arte sin la complicidad de las historias, los mitos, los relatos, la tragedia y la poesía, del mismo modo que resultaría imposible prefigurar el destino del libro como objeto sin la entrada en juego de los recursos icónicos que, ya sea como mero adorno o complemento, ya sea como despliegue artístico para un diálogo en igualdad de condiciones, ha contribuido a hacer del mismo un artilugio atractivo para las crecientes comunidades de lectores que se han ido sucediendo a lo largo de la historia. Menos evidente ha sido el trasvase en dirección contraria, esto es, la decisión por parte de los escritores de hacer su trabajo desde la inspiración servida en bandeja por el arte. No porque no exista, ojo, sino porque a nivel crítico el interés suscitado ha resultado ser considerablemente menor. La lógica de los tiempos juega a favor, eso sí, de esta ecuación: la alfabetización común constituía hasta hace dos días en el calendario general una quimera que recibía como bendita alternativa las imágenes con las que esas historias adquirían una narración válida a ojos iletrados. Pero, en cualquier caso, muy a pesar de los autores que han adoptado el arte como materia esencial más allá de las prerrogativas ensayísticas, y a pesar también de figuras capaces de alumbrar hibridaciones portentosas como John Berger o Henri Michaux, la posibilidad de que un escritor de ficción decida establecer una comunicación fértil con la obra artística forma aún parte del más triste anecdotario (no, nos referimos a El Código Da Vinci). Y tal desajuste no deja de ser paradójico, porque la creación de la ficción literaria desde el arte no deja de constituir una modalidad fiel y ejemplar de la creación de ficción literaria en su acepción más amplia. En el fondo, los mecanismos que conducen desde la representación a la narración suceden siempre que se escribe: es la ocasión de reconocer las fuentes la que convierte este reto en una partida interesante. En cualquier caso, siempre resulta estimulante la lectura de obras literarias que asumen este mismo reto con ánimo clarificador, que no se conforman con una mera inspiración al uso sino que indagan en las posibilidades narrativas que encierra la representación antes de la escritura para alumbrar sensibilidades compartidas, una noción oportuna de la estética en el texto y la evidencia de que sólo podemos relacionarnos con la representación a través de las historias. Y es en esta liga donde conviene situar Las mujeres de Hopper (Tres Hermanas), el nuevo libro de relatos de la poeta y narradora granadina Ioana Gruia (Bucarest, 1978): una obra reveladora, precisamente, en su decisión de no conformarse con los cauces de inspiración habituales.
La semilla de Las mujeres de Hopper se encuentra en Nighthawks, un relato inspirado en el cuadro del mismo nombre con el que Gruia obtuvo el Premio Federico García Lorca de cuento de la Universidad de Granada en 2007. La pieza partía de la representación contenida en el lienzo para contar una historia centrada en la adolescencia, en torno a una joven protagonista cuyo mundo se tambalea cuando cree descubrir un secreto inconfesable que guarda su padre. Nighthawks, que abre el volumen, sirve de premisa idónea al conjunto de doce relatos incluidos en Las mujeres de
Hopper, donde los tonos, las voces y los alcances son similares, sutiles y a la vez penetrantes, especialmente efectivos a la hora de atisbar lo que los personajes callan. Los cuentos se construyen así, en gran medida, en torno al silencio, lo que obedece al aire taciturno de los personajes de Edward Hopper a la vez que brinda un proverbial espacio creativo al lector. No se da aquí, que conste, una mera traslación de los personajes de la pintura al papel: Gruia construye los suyos propios, con nombres e historias particulares. Algunas de sus mujeres, por ejemplo, cambian de país, de familia y de destino, respiran en un tránsito inacabado y abierto, se relacionan con una existencia que está aún por hacer, en camino; así es en Resolución, uno de los relatos más bellos del libro, si bien ese tránsito, el nomadismo latente, es siempre una posibilidad en la mayor parte de las protagonistas del libro. La adolescencia como signo de otro tránsito esencial, el que conduce a la madurez, se mantiene como eje central en otros cuentos como La torre
de cristal, junto a otros ámbitos como el erotismo, donde el pulso sutil crecido en el detalle seductor alcanza cimas verdaderamente notables (Tríptico, Luz del sol en una cafetería); la ensoñación traumática, inscrita aquí en la mejor tradición del género de la mano de Borges y Poe (La mujer del sombrero rojo); la familia como misterio insondable y a la vez cotidiano (Habitaciones junto al mar) y las historias posibles, no narradas pero sí suscitadas, en transeúntes enigmáticos, miradas que se cruzan y despiertan emociones insospechadas, presencias disueltas entre la fantasmagoría y el recuerdo
Diálogo Gruia hace suyas las historias que asoman por lienzos como ‘Rooms by the sea’ o ‘Summertime’
(Ventanas en la noche, El último encuentro). El resultado es un cosmos de miradas inclinadas al asombro y labios sellados, de humanidades que en su exposición parcial revelan una totalidad esquiva, inasible, de cuerpos y almas que, en la mejor tradición narrativa del último siglo, entre Salinger y Beckett, asoman a un escenario quizá asumido, rara vez habitado, como en Edward Hopper. Todo, por cierto, endemoniadamente bien escrito en fondo y forma.
Ioana Gruia hace suyas por tanto las historias que yacen y despuntan en lienzos como Summertime, Rooms by the sea, Cape Cod Morning, Hotel
Window y otros que dan título directamente a sus relatos. Pero lo hace en virtud de este diálogo que entiende la inspiración como una oportunidad de exploración en un territorio por el que sólo se puede avanzar a ciegas, nunca como una baldía trasposición
ad hoc de emociones y arquetipos. Seguramente los más logrados (El sueño
de Anna Karenina, un órdago inolvidable) presentan a estas mujeres al borde de un abismo en el que su vida amenaza no con ser otra, sino con haberlo sido desde siempre, en el límite exacto que permite descubrir la impostura de la propia existencia, la futilidad de los asideros, la exposición a una contingencia arrasadora. Las mujeres de Hopper merecen ser contadas así entre las mejores señales de vida, las más exigentes y las más esperanzadoras, de la narrativa breve en lengua española de los últimos años.
Las mujeres de Hopper. Ioana Gruia. Tres Hermanas. Madrid, 2022. 128 páginas. 17 euros
El reconfortante éxito de su manifiesto La utilidad de lo inútil (2013) ha convertido a Nuccio Ordine, universitario prestigioso e internacionalmente reconocido, en una especie de benéfico gurú que aboga por la revalorización de los fundamentos de la tradición humanista frente a las servidumbres de la sociedad de consumo y la mercantilización de la enseñanza. Mientras se traduce el libro que acaba de publicar en francés e italiano, donde recoge sus conversaciones con Steiner, el huésped incómodo o el invitado no deseado, como lo califica en el título, sus lectores en España pueden acceder ahora a la segunda entrega de la serie que inició con Clásicos para la vida (2016), igualmente nacida de su colaboración con el suplemento Sette del Corriere della Sera. Como entonces, los breves capítulos de Los hombres no
son islas están formados por una cita escogida, procedente de clásicos antiguos o contemporáneos, acompañada de un comentario que extrae la lección oportuna. Antes, en una larga y sugerente introducción, “Vivir para los otros: literatura y solidaridad humana”, que en realidad se sirve del mismo procedimiento, Ordine retoma y amplía su conocido ideario progresista, con especial énfasis en la idea de la fraternidad universal y la búsqueda del bien común.
Es un procedimiento que remite al noble arte de la glosa, aunque los términos de los que se sirve el ensayista, sencillos y moralizantes, rehúyen el esoterismo de la literatura académica para dirigirse al gran público, pues su propósito declarado se orienta a conseguir que los lectores no especialistas, estimulados por los pasajes, acudan a las obras de las que están extraídos. Él mismo se refiere con frecuencia a sus alumnos y hay en su forma de abordar los textos algo del buen docente que busca hacerse entender, también del predicador o del conferenciante embarcado en misión pedagógica. En esta faceta de casi activista, con el sólido fondo de su excelente formación y una curiosidad intelectual que no tiene fronteras, Ordine no busca ser original, elige casi por sistema a autores muy conocidos –aunque sus antologías no tienen, lo precisa él mismo, pretensiones canónicas– y elude el lucimiento en aras de la claridad. Del historiador de la filosofía Pierre Hadot toma el concepto de “ejercicios espirituales”, aplicado a la lectura de los clásicos como escuela de vida, una lectura por lo tanto instrumental que no deja
de lado el placer pero resalta sobre todo el carácter edificante.
El célebre y memorable pasaje de John Donne que inspira el título –“Ningún hombre es una isla, ni se basta a sí mismo; todo hombre es una parte del continente, una parte del océano...”, tomado de Devociones para circunstancias inminentes (1624)– no puede ser más adecuado para nuestro tiempo de confinamiento virtual, que con el señuelo de la disponibilidad y la comunicación permanentes ha multiplicado las posibilidades de estar solos. De Donne pasa a Francis Bacon y enlaza brillantemente la imagen insular con Las olas de Virginia Woolf, donde las evoluciones individuales acaban fundidas en el mar indistinto. Séneca, Cicerón, Montaigne, Shakespeare, Xavier de Maistre, Tolstói y Saint-exupéry son otros de los autores citados –junto al persa Saadi de Shiraz, quien en El jardín de
las rosas (1258) dejó dicho que los seres humanos han sido “creados de la misma fuente”, de modo que el sufrimiento de uno nos atañe a todos– en una introducción generosa, aunque algo deslavazada. A continuación, en la antología propiamente dicha, se encadenan los autores y las citas con subtítulos elocuentes como “El conocimiento no puede estar sometido al provecho” (Aristóteles), “Una doctrina no se defiende matando a un hombre” (Castellio), “El viaje más bello es la lectura” (Dickinson) o “Vivir es tomar partido” (Gramsci). La sucesión, ciertamente variopinta, no sigue un orden cronológico ni sigue orden ninguno, de modo que los capítulos pueden espigarse a capricho, pero el conjunto aparece cohesionado por el denominador común de una visión humanitaria que habrá quien califique –horrible palabra– de buenista. La bondad, de hecho, en el sentido que se refiere, como precisaba el mencionado Bacon, a “lo que los griegos llamaban filantropía”, sin la cual “el hombre resulta un ser atareado, despreciable y miserable, no mejor que cualquier clase de gusano”, desempeña un papel relevante entre los valores defendidos por el ensayista, entre los que se cuentan también el cultivo de la memoria, la compasión y el pensamiento crítico. Frente a la deshumanización y el individualismo exacerbado, frente a la intolerancia y la xenofobia, Ordine propone extraer de los clásicos una formación genuinamente cívica, que tenga en cuenta no sólo el crecimiento personal –como enseñan los libros de autoayuda– sino el beneficio de la comunidad sin la que no somos nada.
Los hombres no son islas. Nuccio Ordine. Trad. Jordi Bayod Brau. Acantilado. Barcelona, 2022. 296 páginas. 18 euros
Valores Ordine defiende el cultivo de la memoria, la compasión y el pensamiento crítico
El 25 de mayo de 2008, el módulo de la Phoenix Mars Lander, misión iniciada pocos meses atrás en la base estadounidense de Cabo Cañaveral, se desplazaba por primera vez a través de las arenas de Marte. Aparte de la predecible tecnología de microscopios, sondas y escáneres, el aparato llevaba consigo un DVD repleto de información sobre el nuevo mundo, que le había sido suministrada por la Planetary Society. Dicho DVD, donde se contenían, entre discursos de Carl Sagan y Arthur C. Clarke, los diversos libros que a la geografía marciana dedicaron los astrónomos Giovanni Schiaparelli y sir Percival Lowell, amén de las fantasías alumbradas por H. G. Wells, Edgar R. Burroughs, Asimov o
Bradbury, debía de servir al hipotético marciano del futuro, al explorador de la frontera del que sólo nos separaban tres o cuatro generaciones, como una especie de cápsula del tiempo o prisma nostálgico desde el que mirar atrás, a lo que Marte había sido para los hombres que los precedieron. Ese DVD, que sigue allí, en las entrañas de una máquina varada en una duna de la que nos separan doscientos millones de kilómetros, contiene el mito completo de Marte, el que nos ha iluminado y desvelado, el que ha excitado a partes iguales nuestra ansiedad y nuestro anhelo.
Como muy bien relata Daniele Porretta en su libro dedicado al asunto, el planeta rojo tomó en su momento el relevo a la luna como sede de los sueños irrealizados (no sé si irrealizables) de los hombres. Una vez que nuestro satélite, destino de las primeras expediciones interplanetarias de la literatura (la de Luciano, la de Cyrano de Bergerac, la de Kepler, la de Wilkins), fue perdiendo su aura de maravilla, a causa sobre todo de la indiscreción de los telescopios y de los avances en cuestión astronómica, le cupo a Marte, el cuerpo más próximo a la Tierra y más similar a ella en tamaño y carácter, empuñar la linterna de la utopía. El positivismo del siglo XIX, envalentonado por todos sus logros mecánicos, mirará más allá del cuarto creciente para posar su objetivo en aquel punto rojo que, desde los tiempos clásicos, había representado a la divinidad del fuego y de la sangre y que había presagiado la guerra en las cartas de los astrólogos. Con Schiaparelli a la cabeza, descubridor de los famosos canales que rasgaban la superficie del nuevo mundo de un hemisferio a otro, nace una ciencia insólita, la areografía (de Ares, nombre de Marte en griego), preludio de la invención de Marte como una segunda Tierra, de donde puede provenir la salvación de la humanidad pero también lo que la destruya.
Hasta inicios del siglo XX, Marte, alimentado por los desvaríos de científicos soñadores, médiums y autores de folletines, es un noble desierto salpicado de ruinas, donde una raza desgraciada y tranquila, condenada por las inclemencias ambientales, se entrega dócilmente a la extinción. Ese pueblo de gentes apáticas y verdes, en las que los terrestres contemplan a un vago antepasado, se convertirá, por mor del afán de denuncia anticolonialista de H. G. Wells, en una raza de asesinos dispuestos a comerse nuestro mundo después de devastar el propio: nace el concepto de marciano terrible, voraz, bélico, que alumbrará gran parte de la ficción del siglo y que llenará libros y películas de tentáculos y discos voladores. Así se revela más que nunca que el astro rojo no consiste sino en una versión especular de la Tierra: una lente amplificada donde sus miedos, sus ansias, sus proyectos truncados, sus temores secretos, se agigantan hasta el paroxismo. En décadas sucesivas, a través de las invenciones de Wells, Burroughs, el soviético Alexándr Bogdánov y los cineastas de la Guerra Fría, Marte será cuna de enemigos acérrimos, el paraíso del socialismo científico, la jungla salvaje y sin desbrozar por que suspiran los últimos aventureros, el centro de control de la tiranía comunista. Hasta llegar al día de hoy.
Y hoy, ¿qué es Marte, hoy? ¿Qué queda —nos pregunta Porretta— del amable mito del mundo de arena en este tiempo de la carrera espacial privatizada, de los cohetes chinos y las barrabasadas de Elon Musk? Marte sigue siendo utopía y tierra de promisión, ahora del capitalismo tardío: una vez aniquilado el planeta azul, esquilmadas todas sus formas de energía, envenenados sus mares y convertidos sus bosques en vertederos, el crecimiento exponencial de la economía nos llevará a colonizar el rojo, a saltar a un más allá donde seguir produciendo sin tregua y consumiendo sin dolor, hasta que se presente un nuevo candidato para la explotación. De todas las utopías que presenta Porretta, ninguna es tan lamentable y obtusa, tan probable, como esta.
La otra Tierra. Marte como utopía. Daniele Porretta. Traducción de Natalia Zarco. Siruela, 2022. 156 páginas. 19,95 euros.
Otro paraíso Marte sigue siendo utopía y tierra de promisión, ahora del capitalismo tardío