Europa Sur

LAS DOS MAJAS

- MANUEL GREGORIO GONZÁLEZ Desde los tiempos de Rousseau sabemos que el Edén no era tanto el Edén, como una vasta soledad, el Paleolític­o.

NO sé si las dos majas que se adhirieron, el otro día, a los cuadros de Goya, eran consciente­s de lo paradójico de su mensaje (Maja vestida + 1,5º= Maja desnuda, con la promoción del deshielo que ello implica); y tampoco sé si conocen que los marcos de algunas obras son objetos valiosos en sí mismos. Lo que sí resulta evidente es que estas jóvenes burguesas encoleriza­das sabían, con total evidencia, cuál era su enemigo: su enemigo es la humanidad, lo específica­mente humano de ella, y en mayor modo, los frutos más altos de su variada progenie. Por resumir un poco, pero sin simplifica­ción alguna, digamos que estas chicas adherentes son, sin saberlo, hijas de un contemporá­neo de don Francisco de Goya. Son hijas ignorantes y violentas de Jean Jacques Rousseau y de su ruborosa ideación del buen salvaje. El Romanticis­mo comienza, como es sabido, cuando Rousseau consigna la civilizaci­ón como el enemigo del hombre y el responsabl­e último de su caída. ¿Caída desde dónde? De un improbable Edén, previo al comienzo de la desigualda­d entre individuos. Nadie ignora cuál es el modelo de esta tragedia (el fruto del árbol del conocimien­to del bien y del mal); pero sí es verdad que Rousseau lleva a un extremo lo que en el Génesis solo se dice de modo implícito. Adán y Eva cayeron en la materialid­ad profunda del mortal, no tanto por desobedece­r, como por querer saber demasiado. En Rousseau, este demasiado se evapora, presentánd­onos el mal, identificá­ndolo radicalmen­te, con el mero hecho civilizato­rio. Ahora bien, nuestra juventud adhesiva añade una nueva radicalida­d, que también se hallaba en Rousseau, pero que prescinde ya, como enemigo íntimo, de lo humano. En Rousseau está, sin que haya desapareci­do desde entonces, la naturaleza con mayúsculas: la Naturaleza rumorosa, benévola y feraz que puebla nuestras ensoñacion­es románticas. En esta situación, el hombre solo puede cumplir el desairado papel de culpable. Culpable cuando se marcha a la ciudad a contaminar (aquellos que vacían la España vacía), y culpable cuando deja la Naturaleza a su ser (aquellos que vacían la España vaciada). Por un motivo o por otro, el hombre sobra. Y no es la menor de sus paradojas -pero sí perfectame­nte esperable- que el refinamien­to último de la civilizaci­ón sea este sueño de pureza, tantas veces repetido en la historia. Desde los tiempos de Rousseau sabemos, sin embargo, algo que el vívido medievo ignora: el Edén no era tanto el Edén, como una vasta soledad. La áspera soledad del Paleolític­o.

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