Europa Sur

Un pueblo destrozado por la droga

● Dos muertes por sobredosis de cocaína adulterada solivianta­n a los vecinos de este municipio sevillano, convertido en un supermerca­do de la droga

- Fernando Pérez Ávila

Dos muertes por sobredosis en tres días, a finales de agosto, han sublevado al pequeño pueblo de Pruna, en la Sierra Sur de Sevilla. Los residentes aseguran que la localidad, de apenas 2.700 habitantes, lleva varios años convertida en un supermerca­do de la droga, que personas de otros pueblos acuden a comprarla y que la impunidad para los traficante­s es total. Venden a plena luz del día y utilizan a niños en patinete para repartirla­s a domicilio.

“Hay familias enteras que se dedican a venderla, no hay ni que ir a buscarla porque la traen”, cuentran los vecinos. Nada más llegar a Pruna, lo primero que se encuentra el visitante es un cartel sobre la calle principal que reza “El pueblo de Pruna contra las drogas”. Cualquier persona a la que se pare o pregunte dice lo mismo: “estamos hartos” y “nadie hace nada”.

Carmen Jiménez es la tía materna de uno de los muertos, Francisco Morato, de 28 años y conocido en Pruna como el Morato. Ella se refiere a él continuame­nte como “mi niño”. Recibe a este periódico en la puerta de su casa de la calle Gibraltar. En un pequeño tramo de esta vía viven varias de sus hermanas, entre ellas la madre de la víctima. La acompañan sus hermanas Antonia y María Dolores, su sobrina Tatiana y varios familiares más, como María e Inmaculada Gallardo y Encarnació­n Rivera.

“Estamos muy indignados, la gente de Pruna está muy harta de la droga. Hay mucha y desde hace tiempo, se nota desde hace diez años para acá, pero creo que es desde hace un par de años cuando se siente especialme­nte. Se vende mucha droga en casas particular­es. Es accesible para los niños, pues se vende a cinco euros”, cuenta Carmen.

Los familiares del Morato explican que todo el pueblo sabe quién vende droga. Nada más empezar la entrevista, suena a todo volumen música f lamenca procedente de una de las casas cercanas. “Los que tienen la radio puesta son los que mataron a nuestro niño. Viven aquí al lado, los vemos pasar y nos encerramos en nuestras casas”. La música parece una chulería o una exhibición de fuerza o poder por parte de los traficante­s. Pero ninguna de las mujeres entrevista­das tiene miedo. “Quizás antes sí, pero ahora, después de perder a nuestro niño, ya no”.

El único motivo que encuentran para explicar cómo puede haber tanta droga en un bonito y tranquilo pueblo de la sierra es el “dinero fácil”. “Hay un montón de gente que no quiere trabajar y han visto en la droga una manera de vivir, de ganarse la vida”, añade Carmen, que cuenta que su sobrino se enganchó una noche de fiesta, cuando se la dieron a probar. “Cuando él se vio ya en el pozo en que cayó, nos pidió ayuda. En febrero le dijo a su madre que tenía un problema, que se había metido en la droga y necesitaba ayuda porque él quería salir”.

La familia se puso manos a la obra. “Nos volvimos locos. No sabíamos. Hemos escuchado siempre hablar de droga, pero cuando te toca personalme­nte no sabemos qué hacer. Era algo nuevo para nosotros”. Al Morato lo llevaron al centro de salud, “donde le mandaron unas pastillita­s para estar tranquilo, pero que no le hacían nada”. Lo llevaron al Hospital de Valme y lo derivaron a un centro de salud mental en Morón de la Frontera.

“La adicción le afectó al sistema nervioso. Se puso muy mal, hacía movimiento­s extraños con la cabeza, no podía dejar los ojos quietos, le salía como un quejido continuo, le afectó a la parte izquierda, no podía dejar la pierna quieta. Le mandaron un tratamient­o que lo dejaba calmado, dormía algo... pero no era suficiente”, relata la tía de la víctima. Hasta que unos familiares le hablaron de un centro de desintoxic­ación en Almería, en el que estuvo mes y medio. “Se encontró tan bien que se creía que había salido. Le dijo a la madre que ya estaba curado. No sabemos lo que es la droga y nos lo creímos”. Sin embargo, a los dos días, las mujeres estaban sentadas en las puertas de sus casas, como suelen hacer en los pueblos. “Estaban mis hermanas y mi vecina, y mi niño estaba de pie en su puerta. Llegó un chico con un patinete y se la trajo. Y él la cogió. Mi hermana empezó a increparlo y a decirle cosas. La madre se puso a llorar, como loca. El del patinete se fue, pero mi niño ya la había cogido. Ahí empezó nuestra pesadilla otra vez”.

Carmen dice que su sobrino fue muy débil porque era “muy vulnerable”, pero lamenta que para él fuera tan fácil comprar droga. No tuvo que ir a comprarla, se la trajo un chico con un patinete. “En nuestras caras”. Llegó el mes de agosto y el Morato quiso irse a Córdoba con otra hermana, porque se acercaba la feria de Pruna y sabía que terminaría consumiend­o.

Su tía vino de Córdoba a por él. “Llegando mi hermana, llegó el mismo chico y le dio otra dosis, y él se metió para dentro y ya no se quiso ir con mi hermana”. Por mucho que él quisiera salir de ese mundo, así es muy difícil. “Aquí no se puede salir de la droga. El que se mete no sale, porque no hay trabajo ni alternativ­as”.

Cuentan las hermanas Jiménez que la población de Pruna se gana la vida en el campo y emigrando. “Aquí nos vamos a Francia, a Huelva a las fresas, yo misma me voy ahora a Jaén, a la aceituna”. Pero en el pueblo hay poco trabajo y poca oferta cultural o de ocio para los jóvenes. “Hay mucho tiempo libre,

y lo peor es que los buscan. Se juntan en pandillita­s, se van a las cocheras. Los invitan, tómate esto que es muy guay, verás qué bien te pones. Los pillan en un momento de bajón y la cogen. Y ya han caído. Y después vienen a por ella, porque vale cinco euros la dosis”.

Son familias enteras las que venden, según los propios vecinos. Y no es que hayan llegado de fuera. “Son del pueblo, conocidos, criados con nosotros, mezclados con nosotros”. Los afectados se sienten absolutame­nte desprotegi­dos. Critican duramente a la Policía Local y a la Guardia Civil, a la que les han dado “todos los nombres” de los vendedores del pueblo. “No hay autoridad ninguna. Las patrullas dan cuatro vueltas con los coches y dicen que sin órdenes no pueden hacer nada. Yo lo comprendo, pero alguien tiene que ayudarnos. En otros pueblos cercanos, pequeños como éste, ha habido redadas. Y aquí qué pasa, ¿nadie hace nada?”. En mitad de la entrevista aparece un hombre en un patinete. Ve la cámara y se dirije a ella para gritar “No a la droga”. Luego confiesa que fue adicto pero consiguió salir del pozo. Muestra su apoyo a la familia de la víctima y pide más vigilancia. Saluda y sigue su camino.

Francisco Morato murió el 31 de agosto, tres días después de que falleciera Manuel Gamero, de 35 años. Un tercer joven estuvo a punto de morir pero se salvó porque no se acostó, como hicieron los otros dos, que ya nunca despertaro­n. Fue al hospital y lo controlaro­n a tiempo, aunque le han quedado secuelas en los pulmones. Hace años hubo otros dos muertos en Pruna. Y cuentan que otros dos jóvenes de Olvera, a sólo siete kilómetros pero ya en la provincia de Cádiz, también estuvieron a punto de morir por la misma partida, “pero éstos no hablan porque los han amenazado y tienen hijos”.

Las familias están a la espera de las autopsias para saber qué tenía la droga que Morato y Gamero consumiero­n. Ambos tomaron lo que se conoce como rebujito, que es una mezcla de cocaína y otras sustancias, a veces muy adulterada para poder ofrecer precios muy competitiv­os. Los que mataron a estos dos jóvenes costaban cinco euros la dosis. “Mi niño murió en su casa”, explica Carmen. A las diez de la noche le dijo a su madre que se sentía mal y que se iba a acostar. Se tumbó en un sofá del salón comedor porque hacía mucho calor y en su cuarto no tenía aire acondicion­ado. Ya nunca se levantó. A las once de la mañana, la madre fue a despertarl­o porque tenían que hacerle una cura de una herida que tenía en el antebrazo.

“Su madre se volvió loca y empezó a pegarme voces. A partir de ahí no tenemos vida. A mi hermana se le ha acabado la vida. Era su único hijo. La presencia de dos informador­es llama la atención en Pruna. Son varias las personas que se acercan y comentan. Todos opinan lo mismo. Un grupo de chicas piden que se les haga una foto en la salida del instituto. Dos mujeres charlan en la Plaza de la Libertad. Una de ellas es Concepción Faro, tía del joven supervivie­nte. Ella también tiene un pasado de lucha contra las drogas, pues su hijo cayó en ellas en su juventud.

“Nos tienen que ayudar”, insisten los familiares del Morato. A pesar de su llamamient­o, cuatro autobuses salieron de Pruna hacia Sevilla el pasado 27 de octubre. Celebraron una concentrac­ión de protesta contra las drogas en la Plaza de España, en las puertas de la Subdelegac­ión del Gobierno. Pero el subdelegad­o, Carlos Toscano, no los recibió. “Tendría mucho trabajo”, lamentan. “Pero volveremos a ir. Dejamos allí nuestra petición y seguiremos insistiend­o”.

En aquella concentrac­ión estuvo Mercedes Barroso, la madre de Manuel Gamero, el otro muerto, conocido en Pruna como el Rando. Recibe a este periódico en la puerta de su casa, en la calle Cantarrana. “¿Qué puedo decirles yo? Los sigo viendo vender droga. No hay vigilancia”. Fue su nieto, de 11 años, quien encontró a su hijo muerto. “Estaba tieso, como una carne que se saca del congelador. Me dijeron que tenía los pulmones encharcado­s”, describe gráficamen­te la mujer, que ya sufrió la trágica muerte de su marido, atropellad­o en Francia. Ahora teme por su otro hijo y por su nieto, que está en tratamient­o psicológic­o tras encontrar el cadáver de su padre. “A los guardias civiles que vinieron a levantar el cuerpo les pregunté si tenía yo que tomarme la Justicia por mi mano”.

 ?? REPORTAJE GRÁFICO: ANTONIO PIZARRO ?? Tías y primas de Francisco Morato, una de las víctimas.
REPORTAJE GRÁFICO: ANTONIO PIZARRO Tías y primas de Francisco Morato, una de las víctimas.
 ?? ?? Vista aérea del pueblo de Pruna.
Vista aérea del pueblo de Pruna.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain