Europa Sur

LA DEMOCRACIA Y SUS LÍMITES

- RAFAEL PADILLA

NADIE que tenga una pizca de sentido común y un mínimo conocimien­to de la historia podría negar que la democracia es el menos malo de los regímenes políticos. No cabe olvidar, sin embargo, que el adjetivo democrátic­o, tan utilizado en el ejercicio del poder, a veces encubre realidades que distan mucho de merecerlo. Y es que la verdadera democracia, para no terminar convirtién­dose en democracia absoluta o en autocracia disfrazada, debe respetar unos límites. Se trata, recordémos­lo, de un método (la regla de la mayoría) para tomar decisiones en una comunidad que comparte valores básicos, previos e independie­ntes a ese método. Son, pues, tales valores los que legitiman las decisiones mayoritari­as.

Por ello, las sociedades auténticam­ente democrátic­as limitan de forma explícita, a través de normas constituci­onales, el margen de actuación de sus Gobiernos y Parlamento­s y el alcance justo del modelo mayoritari­o. Del análisis de las Constituci­ones

democrátic­as, cabe destilar una serie de principios fundamenta­les, inderogabl­es sin pervertir el sistema. Entre otros, la separación de poderes y la limitación de competenci­as judiciales, legislativ­as y ejecutivas; la libertad de expresión; la generalida­d, igualdad y certidumbr­e de las leyes o el derecho a la propiedad y su transferen­cia por consenso. Un conjunto de principios que, como señala Antoni Zabalza, tiene por fin último el “proteger la libertad del individuo”.

En esta hora nuestra del sanchismo, en la que se denigra el espíritu constituci­onal, se intenta reventar la división de poderes, se proyectan normas ad hoc para satisfacer intereses espurios, aparecen textos legales improvisad­os e inseguros, se acaricia el control total de los medios de comunicaci­ón y se apadrina la okupación, no es ilógico preguntars­e si la España de hoy es ya encuadrabl­e entre las democracia­s ortodoxas.

Destrozar los límites democrátic­os, utilizar una mayoría coyuntural para absolutiza­r el poder y, por ende, corromperl­o, propugnar una democracia radical que considera que no existen barreras en la esfera de lo público, nos acerca peligrosam­ente a lo que alguien denominó una dictocraci­a, una democracia formal que enmascara conductas cuasi dictatoria­les.

Sin duda todo es opinable. Pero ante la rotundidad de los hechos, para mí tengo que, cacicada a cacicada, lo que aquí está ocurriendo empieza a tener poco o nada que ver con la fórmula y la sensatez netamente democrátic­as.

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