Don Isaac y La Madrileña (y III)
● El resultado del viaje en la diligencia no pudo resultar más penoso para Mr. Poppelsdorf ● Los instrumentos de su orquesta femenina sufrieron graves daños durante el trayecto
ANTE tal cantidad de bultos, la lógica impone que Antoñito, además de ver una inusual oportunidad de ganar unos reales extras, considerase la solidaria posibilidad de dar aviso a algún que otro colega que en aquellos momentos estuviese sentado en un noray del muelle de madera, mano sobre mano, esperando la llegada de uno de los vapores procedentes de Gibraltar.
Lo cierto fue que la presencia de don Isaac en Algeciras no comenzó con buen pie, según se recogió documentalmente poco tiempo después de su acelerada llegada. Nada más bajarse de la diligencia, como el sentido común ordena, comenzaría a dar todo tipo de indicaciones a pupilas, mozos y a todo aquel que participase en aquel frenesí. Don Isaac, entre bufidos ajenos y tal vez propios, se dirigiría con acompasado y wagneriano paso hasta los bajos de la Posada de La Luz donde se ubicaban en nuestra ciudad las oficinas de La Madrileña.
En aquellos días la citada y tradicional posada era propiedad de Nicolás Marcet, hombre muy vinculado familiar e interesadamente con la citada empresa de viajeros. Si bien el cargo de administrador en la algecireña sede de La Madrileña era ejercido oficialmente desde 1884 por la persona de don Manuel Sangüinety, lo habitual era observar en aquel departamento al que fuera su hombre de su confianza y que posteriormente sustituirá en el cargo, don Agustín Benítez Valencia. Sangüinety era un prócer algecireño, casado con Josefa Terol Llorca, domiciliado en el número 7 de la tradicional calle denominada de Las Damas, vía que pasó a llamarse oficialmente de Bailén en cumplimiento al R. D. de Isabel II, firmado en la histórica ciudad jienense por la propia monarca durante su visita en 1862 para recordar tan celebrada victoria sobre las tropas de Napoleón, en la que Algeciras estuvo bien presente.
De importantes propietarios bien se pueden calificar a Sangüinety y a su esposa, pues eran dueños de varias viviendas situadas en los cuatro distritos de la ciudad, así como en el extrarradio llamado Villa Vieja; además de una importante hacienda en la lejana Dehesa de la Punta (Getares). Hombre muy vinculado a la vida pública local, participaría en un corto futuro –y entre otros proyectos–, en la traída de aguas hasta el centro de Algeciras. Gozó de un gran prestigio entre los algecireños de su época, siendo elegido, entre otras, para presidir el Consejo de Familia que habría de regir los destinos de importantes propiedades como el llamado Cortijo del Novillero. Por su parte, Agustín Benítez Valencia, quién estaba casado con su prima María Valencia, fue un hombre, al parecer, hecho así mismo; partiendo siempre de su vinculación profesional con Nicolás Marcet; primero como dependiente, pasando posteriormente a convertirse en escribiente y hombre de confianza y, por último alcanzando la administración de La Madrileña en nuestra ciudad; tenía su domicilio en el número 117 de la denominada calle Nueva (Tte. Miranda), compartiendo vecindad con el carpintero Francisco Hurtado Santos o con el también empleado Francisco Cabello Torres.
De regreso a los diligentes primeros y acalorados momentos del prestigioso y formal Poppelsdorf en Algeciras, comentar que, tal como ocurría en cada llegada: mientras el ocupante de la bigotera (asiento en la berlina destinado al auxiliar del mayoral o automedonte, llamado así por ser el nombre del mítico conductor del carro del legendario héroe de Troya, Aquiles), y mozos –incluido lógicamente Antoñito– se ocupaban de descargas los innumerables bultos de todo tipo, variado peso y extrañas formas, respondiendo en cada caso a la correspondiente silueta del instrumento que contuviesen, generándose una turbamulta, a la cual se sumaba la presencia de aquellas somnolientas señoras o señoritas pertenecientes a la prestigiosa orquesta, aún bajo los efectos del mareante viaje. Viéndose aromatizado el ambiente con el humano sudor producto de tantas horas de cercana y obligada compañía, rematado con la regalada majada animal que sigue a la relajación propia de las bestias cuando en sus instintivas mentes perciben el fin del duro trayecto. Toda aquella puesta en escena, quedó atrás cuando don Isaac atravesó el umbral de la sede en Algeciras de la compañía de viajeros de la cual –y por más que sobrados motivos– jamás olvidaría su denominación: La Madrileña.
Y como gato que huye del agua, dada la presencia en el formal documento que se originó de la firma del máximo responsable de la compañía en nuestra ciudad desistiría, tal vez, de entrevistarse con segundones sin poder de decisión, exigiendo ser oído por quién sí lo ostentaba. Sea como fuere, el enfadado Mr. Poppelsdorf fue recibido por Sangüinety, pudiendo por tanto el primero expresar su descontento al segundo en los siguientes y formales términos reseñados documentalmente: “Que al ser colocados los equipajes en el sitio destinado para ello en el coche, iba manifestando cuales eran frágiles ó resistentes eran, y singularmente señaló de los primeros, un bulto que contenía un contrabajo.=una caja con instrumentos de recital y un violoncelo y el bombo para que fueran colocados con las precauciones necesarias; al llegar á Algeciras, á las 11 de esta mañana, se ha observado al descargar los bultos, que la caja que contenía el cristal viene destrozada y rotas muchas de las campanas de que se compone el instrumento.=que el contrabajo viene completamente hecho pedazos y el bombo desarmado, y roto los aros y una maleta del equipaje también rota, así como una sombrerera.=y como por la destrucción de los citados objetos carecen en absoluto de medios que puedan sustituirlos, y esto ha de ocasionarle graves perjuicios por las dilaciones que han de seguirse para poder la Empresa
seguir sus trabajos artísticos principalmente porque destinado el contrabajo á un niño de 12 años para el que no es fácil adquirir otro de iguales dimensiones por estar construido expresamente para su edad; a fin de poder reclamar perjuicios é indemnizaciones por lo que han sufrido levanto a su instancia esta reclamación”.
Como si de una batalla se tratara que no de un simple viaje, don Manuel fue oyendo una tras otras la relación de las bajas colaterales resultantes de un trayecto sobre un camino de herradura (cristales destrozados, contrabajo hecho pedazos, bombo desarmado o maletas y sombrereras rotas; etc.) con la imposibilidad para el algecireño representante de La Madrileña de hacer entender a quién venía de la “ordenada y moderna” Europa de que aquella –generosamente hablando– carretera, correspondía su arreglo a la retrasada Administración española y cuya propuesta para tal saneamiento ya se venía barruntando desde la revolución de los liberales, la siempre difícil frase entendible por un centro–europeo “Tiempos de Maricastañas”; femenino personaje por cierto, muy recurrente para los carpetovetónicos, tomado como larga medida de tiempo y de, al parecer, gallega naturaleza. Documentada reseña datada en el siglo XIV la sitúa en una parroquia
En aquellos días, la posada era de Nicolás Marcet, vinculado con la empresa de viajeros
llamada Cereixa, perteneciente al municipio de A Pobra de Brollón, propia de la provincia de Lugo. La susodicha señora alcanzó gran fama en todo el orbe hispano cuando plantó cara al mismísimo obispo del lugar de nombre Pedro López Aguilar por la imposición de abusivos tributos a sus pobres habitantes.
Y con, tal vez, el mismo carácter que hizo uso la Sra. Castañas –doña Mari–, para exponer al ordinario lucense su queja, el franco–germano músico expresó –como se ha reseñado–, su versión de los hechos al algecireño administrador. Una vez oído, procedió el receptor y estoico representante de la señalada empresa en Algeciras, en el mismo y formal texto, exponer su opinión sobre los hechos acontecidos: “Y presente el Administrador de la Diligencia, Don Manuel Sangüinety quién manifestó que procediendo el ajuste y contrato que dice el Sr. Poppelsdorf, con la administración de San Fernando, nada tiene que ver esta administración de Algeciras, y no tiene para qué ocuparse de los hechos á que se refiere y de sus consecuencias, necesitando rectificar que el número de bultos no vienen indicados en la hoja de ruta; sólo sí, haber pagado 200 pesetas por viajeros, que han resultado ser 9 personas mayores y 5 niños; y el número de bultos 14 diferentes con peso de 390 kilos, resultando por lo tanto una diferencia del precio pagado al que debería abonar de unas 100 pesetas que reclama sin perjuicio de lo que hayan convenido en San Fernando; pues no traen documento alguno en que justifique el reclamante sus pretensiones”.
“¡¡Por todos los clavos de Cristo!!”, hubiera exclamado don Isaac de ser católico y español. Pero dada su naturaleza civil y religiosa, seguramente se quedaría simplemente “¡sin palabras!”. De manera injusta, bien se puede considerar la aptitud del administrador local, pues la obligación surgida en San Fernando, entre el responsable de la femenina orquesta y el propietario de La Madrileña, y sin establecer excepción alguna, generó la suficiente fuerza legal para obligar al cumplimiento de sus términos. Por otro lado, un simple telegrama hubiera bastado, ante la falta de justificante, para dar crédito al respetable músico. De las palabras transcritas en el formal texto, se puede deducir: que don Isaac habrá de “soportar la pérdida” (periculum) producida por probada y “efectiva pérdida del preciado material por incumplimiento” (daño emergente) de La Madrileña. Juristas clásicos como Ulpiano, Paulo o Gayo, así como todos los compiladores justinianeos estarían removiéndose en su juristas tumbas. En definitiva, en aquel controvertido asunto, curiosamente, a la parte no musical le correspondió dar la nota tras pasarse su responsabilidad por su anatómico arco del Ojo del Muelle.
Tras su directísimo encuentro con el liberal Trágala, versión conservadora de la Comunión con ruedas de molinos; ambas parciales interpretaciones del común nacional “¡Quién no quiera caldo dos tazas!”, Mr. Poppelsdorf enfilaría sus pasos –de obligado modo y junto a su musical compañía–, hacia el muelle de madera para desplazarse hasta la colonia británica y cumplir su musical compromiso al otro lado de la Bahía. Y lo haría aunque las campanas de los instrumentos estuvieran rotas, el contrabajo estuviese hecho pedazo y el orondo bombo se encontrase desarmado. Ya buscaría una solución dada su gran profesionalidad. Y mientras marchaba en dirección al tan deseado embarque atrás quedaba Algeciras, una ciudad que, entre otras características, contaba con un mercado el último jueves de cada mes; una anual y célebre Feria Real; una importante tajada presupuestaria aquel año en el provincial repartimiento de 41.312’41 pesetas y un muy visitado fondeadero donde hacían escala importantes líneas navieras como la prestigiosa Millán e Hijos & Sons of Thomas Haynes. Algeciras avanzaba hacia el cercano nuevo siglo a través de las modernas vías del ferrocarril establecido por el capital anglosajón al igual que la también inglesa línea de vapores que trasladó al noble músico y su orquesta hasta el suelo cedido al inglés. Extraña situación política–jurisdiccional, bien pudo pensar don Isaac, sería aquella en la que vivirían los habitantes de la británica colonia y futuros espectadores de sus actuaciones firmadas. Quizá alguien le pudo informar –mientras buscaba una solución a los rotos instrumentos–, de que aquella singular situación tuvo como original escenario a una pequeña población de su tierra natal llamada Utrecht. Posiblemente para él, más preocupado en buscarle un repuesto al orondo bombo, ya fueran parches, aros o el propio mazo, la referencia histórica a su antigua nación no pasaría de ser una curiosidad más. Por delante y tras el incidente con La Madrileña, quedaban nuevas actuaciones, nuevos contratos que firmar, nuevos teatros que visitar y nuevos aplausos que oír. Atrás quedaba España y sus no pocas asignaturas cívicas pendientes.