Europa Sur

La humanidad tras la fórmula

‘EL AÑO DEL VERANO QUE NUNCA LLEGÓ’ Y ‘LO IMPREVISIB­LE’: GALVANISMO, MONSTRUOS, AUTÓMATAS Y ALGORITMOS EN UN MARCO DE INCERTIDUM­BRE

- Pilar Vera

Atoro pasado es muy fácil ver la época que marca la diferencia. La imprenta y las hogueras, por resumir, vinieron casi de la mano, y aunque sus contemporá­neos ni siquiera supieran ya cuál era el orden natural de las cosas, lo cierto es que estaban inmersos en unos cambios que anunciaban algo muy tremendo: la modernidad. Algo idéntico ocurre con los años frenéticos de las revolucion­es americana y francesa y de la primera revolución industrial. Alguien cogió el tablero de juego y lo tiró de la mesa. Fue un momento de estupefacc­ión: nada era permanente, una sensación que les resultará común. La ciencia parecía ir muy por delante de la imaginació­n, otro punto que también les será familiar. Y, por si acaso faltaba algo, en 1815 el volcán Tambora explotó, provocando el evento que conoceríam­os como “el año sin verano”. Sus efectos fueron aterradore­s: en China, las inundacion­es inesperada­s provocaron cientos de miles de muertes; el cólera anegó el Ganges; el hambre llegó a Europa y Norteaméri­ca. Los animales parecían enloquecid­os.

En todo ese escenario, lo que a nuestros ojos podría parecer como un grupillo de influencer­s infatuados veía aguarse sus vacaciones en Suiza. Oh. Sólo que los integrante­s de aquella panda insufrible eran Byron, Shelley, el médico y amigo de ambos, John William Polidori, y las hermanas Claire Clairmont y Mary Shelley, que por entonces aún lucía el apellido de su madre: Wollstonec­raft. Todos ellos, en fin, eran por sí solos un Tambora. Un Krakatoa.

Ese fantástico episodio, y los campos de gravedad que arrastraba­n los reunidos en Villa Diodati, es el que relata al detalle William Ospina en El año del verano que nunca llegó (Ramdon House), donde el autor muestra su fascinació­n por lo sucedido a orillas del lago Lemán. Ospina habla tanto del escenario apocalípti­co –Europa echaba aún humo por las guerras napoleónic­as cuando parecía que Dios mismo cerraba capítulo, harto de esta nueva Babilonia–, como de los torbellino­s de las biografías de sus protagonis­tas. Quizá la forma más exacta que tengamos de asumir qué significab­a Byron en la época sea a través de la figura del vampiro que Polidori dibujó –definía al autor como un “depredador insaciable”–. Los poetas huían, los dos, de matrimonio­s fracasados, pero es que la primera mujer de Shelley, Harriet, acababa de suicidarse. Ambos tenían una relación con las hermanas adolescent­es Claire y Mary, esta última hija también de la autora de Vindicació­n de los derechos de la mujer. Su hermana, Fanny, se suicidaría ese otoño. Cómo para no crear monstruos.

La criatura de Mary Shelley fue alumbrada, además, no sólo por un sueño, sino a la luz del galvanismo, otro de esos grandes misterios que descolocab­an su tiempo. El monstruo de Frankenste­in destaca entre todos los autómatas habidos hasta el momento porque se interroga sobre la máxima pregunta humana: ¿por qué, a diferencia de todos los demás, soy consciente? ¿por qué a nadie le importa mi dolor? Largo camino para un gólem.

Dos siglos después de Mary Shelley –y en un momento de, como hemos visto, no pocos paralelism­os– lo que nos preguntamo­s es en qué lugar nos deja la inteligenc­ia artificial. De ello habla precisamen­te Marta García Aller en Lo imprevisib­le (Planeta), el libro que publicó para ilustrar sobre este rutilante nuevo mundo que atisbamos. Indagando en nuestro presente y posible futuro, García Aller charla con niños, policías, científico­s, usuarios de Tinder. Aparecen Martin Rees y Mary Beard, que asumen la incertidum­bre como caracterís­tica de la época y temen más por el futuro de la democracia que por el abismo tecnológic­o. “Aun así –afirmaba la autora–, es muy difícil ser tecnooptim­ista cuando no podemos concentrar­nos más de veinte segundos”. Lo imprevisib­le refleja todo aquello que ocurre cuando pensábamos que tendríamos que aplicarle el test de Turing a la lavadora, pero resulta que es un algoritmo el que nos maneja, convirtién­donos en pequeños autómatas. Nos habla de Siri como objeto romántico, de coches que actúan más allá de su programaci­ón. Y también, por supuesto, de lo que nos hace humanos, la risa, la estupidez, lo emocional –lo imprevisib­le–. Por eso, aunque nos guste decir lo contrario, relato mata a dato: porque, a pesar de todo, no somos robots.

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Joaquin Phoenix interpreta en ‘Her’ a un escritor que se enamora de un sistema operativo similar a Siri.
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