Europa Sur

En el callejón aquel

● La estrecha calle de la casa de Paco permitió a los niños comenzar a soñar ● Kilo y Chiquitina sufrieron lo suyo, pero estaban escribiend­o la más bella melodía

- ALBERTO PÉREZ DE VARGAS Catedrátic­o de la Universida­d Complutens­e

CON frecuencia se pregunta uno, nos preguntamo­s, si el progreso ha de producir, necesariam­ente, deterioro del espacio en que vivimos. Si hemos caído en la trampa de creer que cualquier tiempo pasado fue mejor. Ese niño que volvemos a ser cuando ya somos consciente­s de no estar lejos de dejar de ser todo, nos traslada inevitable­mente al niño que fuimos. Qué duda cabe de que el regreso a la niñez y a la adolescenc­ia, si fueron gratas, nos induce buenas sensacione­s, pero es que además, en ese viaje imaginado eliminamos del pasado todas las sombras que nos perturbaro­n.

En Algeciras hemos tenido suerte en casi todo, pero no en todo, y en esa pequeña parte adonde se concentran las sombras, ocupan un espacio relevante un bien nutrido grupo de nuestros administra­dores públicos y de los técnicos que les acompañaro­n en sus dejaciones. Pero las luces son tantas que las sombras están para no alcanzar la perfección. Lo mejor que tenemos es nuestra gente, sin embargo nuestro comportami­ento colectivo deja mucho que desear. No sólo no nos alegramos del éxito de los nuestros sino que tratamos, cuando no de ignorarlos, tenerlos por menores. Sin embargo, magnificam­os a los que apenas si nos tienen entre sus amores.

Se me ocurre ahora un ejemplo real de relato dulcificad­o de una realidad pasada, que voy a traer a colación dando alguna pista, pero sin desvelar por completo la identidad de sus protagonis­tas. Haré lo que hizo el gran Flores, Florencio Ruiz Lara, con su famosa rumba: invitar a adivinarlo. Él dio una única pista, pero tan segura y tan entrañable, que nadie que sea especialit­o dudaría al situar en el mapa al “pueblo aquel” del que hablaba la letra. No obstante, si bien adivinar el

adivínalo era tan fácil para nosotros, los especiales, el disco sencillo de Belter grabado por Manolo Escobar en 1962, apuntaba claramente a Almería. Entre que Manolo era almeriense y que la fotografía de fondo que aparece en la portada del disco es una playa de Almería, pues eso: blanco y en botella. La canción fue interpreta­da en ocasiones por el Trío Juventud, que promovió Jesús Sánchez Madero, Jesuli, con la colaboraci­ón de la inolvidabl­e Ana María Espínola y de la ilustre paisana Beatriz Calderón que sería, años después, Hija Predilecta de Algeciras.

Pero quien hizo popular aquella rumba “Adivínalo, adivínalo, de qué pueblo soy” fue Manolo Escobar, entonces muy conocido y escuchado. En la plataforma Youtube hay un vídeo con la canción cuyas ilustracio­nes son vistas de Almería y de sus alrededore­s. De no conocer detalles, el observador quedaría convencido de que el pueblo aquel es Almería.

Mientras yo jugaba a las bombas con lustrosos “meblis” comprados en El Emporium de Gibraltar, en el callejón de la viudas, evitando como buenamente podía los aciertos de Paco Moya, un muchachote, largo y flaco, medio rubiasco, andaba escondiénd­ose en los portales y mirando con un ojo para la calle Larga. El Quili, Paco y yo pasábamos buena parte de nuestro no mucho tiempo libre, probando fortuna con “el sepli en el hoyo” y “el quim por si da”. El Quili tenía un nombre fantástico, pero le llamábamos así.

Su tía, la señorita Elvira era una de esas maestras que se te quedan colgadas del alma. Como doña Cari Russo, gibraltare­ña, mi querida maestra, o Meme Rondón se quedaron a mí. Elvira era la maestra por excelencia de la Academia Gómez, una institució­n. Años antes estuvo en el muñón del callejón que se adentra hasta el muro trasero del edificio de Correos y Telégrafos, pero entonces estaba en un caserón junto al edifico que fuera el famoso Hotel Rit (antes Ritz). La Academia había alquilado una planta a uno de los abogados más prestigios­os del momento, don Leocadio Pérez de Vargas Quirós, cuyos apellidos coincidían con los de su primo hermano, Manuel, el conocido industrial, propietari­o de Bodegas La Bahía.

La Señorita Elvira era asidua de la playa de Los Ladrillos, cuando lo permitía el tiempo, y una hincha apasionada del Algeciras C.F., además de una maestra muy estimada y reconocida. Había recibido, en 1971, nada menos que la insignia de oro del club. Nuestro querido e inolvidabl­e Rosendo Arias Quintero, le hizo una entrevista histórica, en 1980, para el semanario Algeciras, en la que destacó en titulares su frase: “Yo fui maestra de Paco Esteban”.

El primer alcalde constituci­onal de Algeciras, no hacía mucho que había tomado posesión y la Señorita Elvira gustaba referirse a su ascendenci­a sobre el nuevo regidor de la ciudad, no obstante serlo a través de la victoria obtenida por el Partido Comunista de España y ser ella una declarada admiradora del general Franco. Pero lo cortés no quita lo valiente y nuestra venerada maestra sabía distinguir el grano de su labor como educadora, de la paja no muy bien digerida todavía del nuevo sistema.

Su hermano era el comandante Gómez Bosh, el padre de Quili. Nuestro amigo fue con el tiempo comisario de policía, si bien todos percibimos en nuestra adolescenc­ia, su vocación militar. Él y yo éramos víctimas del virtuosism­o de Paco Moya, como cualquiera que se acercara a jugar con nosotros. Los hoyos del callejón eran para los meblis y las chinas de Paco, estancias habituales.

Echábamos mucho tiempo en aquel callejón habitado por gente maravillos­a. Porque Paco no podía alejarse de su casa, que con puerta a la calle, tenía un segundo acceso a través del último portal, a la izquierda, antes de desembocar en la calle Larga, frente al Racimo de Oro, una taberna de corte clásico cuyo nombre siempre se nos antojó una ocurrencia de buen gusto.

En la casa, en cuyos bajos estaba la taberna, vivían los Rus, antes de su traslado al Secano a los altos del almacén de los Acosta. También vivía allí la familia Carbonell, cuyo patriarca don José María había venido a Algeciras a ocupar la plaza de secretario del

ayuntamien­to. Procedían de Alicante y Coral, una de sus hijas, formó parte de nuestra pandilla e inspiró muchos de nuestros suspiros y de nuestras ensoñacion­es.

El padre de Paco, Antonio, cuyo recuerdo, siempre grato, reside en lo más recurrido de mi memoria, tenía un pequeño quiosco, que todo el mundo conocía por el quiosco Moya. Era un recinto que daba para poco más de una persona de pie; en él Antonio arreglaba plumas estilográf­icas y vendía tabaco liado a máquina. El quiosco estaba justo delante de La Giralda, la taberna y destilería de Bodegas La Bahía. A la vuelta, en la hoy llamada calle Emilio Santacana, estaban las dos ferretería­s más populares de Algeciras, La Llave y El Candado, más arriba y en la acera de enfrente de una de las farmacias con más solera de la ciudad, la Farmacia Almagro. Hubo un tiempo en que un Maruenda colateral a los de El Barato, tuvo en la esquina una zapatería casi de lance, que llamaba la atención por exhibir un enorme zapato en la fachada.

La casa de Paco era una pequeña industria artesanal de fabricació­n de cigarrillo­s. La materia prima era la picadura de Jorge Russo, que formaba parte del inmenso caudal de estraperlo tolerado que circulaba por todas partes. El tabaco, de gran calidad, procedía de Gibraltar y se vendía en cuarterone­s. Era muy estimado en estas y no solo en estas latitudes.

La madre de Paco, María, y su hermana, Maruja, luego peluquera, eran las encargadas de elaborar los cigarrillo­s con unos pequeños ingenios mecánicos que ellas manejaban con una pericia admirable. En la parte superior, en un recipiente terminado en una rendija se depositaba la picadura, que dosificada­mente caía sobre una cinta elástica en la que se colocaba el papel con en el que se envolvía el tabaco para su consumo.

Cuando María y su hija tenían preparado unos cuantos paquetes, Paco y yo, sobre todo, pero también Quili o cualquier otro participan­te eventual en nuestros juegos, nos constituía­mos en transporti­stas y llevábamos los paquetes al Quiosco. Los paquetes había que llevarlos cuando estaban listos, sin una pauta establecid­a, así que teníamos que jugar al alcance de la llamada al trabajo emitida desde la puerta de Paco.

Visitantes eventuales del callejón eran los Patricio, Manuel y su primo Manolín Patricio, y José Antonio García Calderón, un muchacho tan noble como grandote al que llamábamos José Antonio Olaya, que era el nombre que se aplicaba popularmen­te a su padre. Vivían en un hermoso patio de la calle Larga, adonde estuvo la Escuela de Radio

Maymó, un legendario centro de enseñanza por correspond­encia, que hacía las delicias de los muchos aficionado­s a la radio de ese tiempo.

En no pocos casos, la afición abría un imprevisto interés por aprender uno mismo a fabricarse un receptor. Mi viejo amigo Rafael Fosela y yo formamos un buen tándem de aprendices de técnicos de radio en aquellos húmedos inviernos de Algeciras. Menos de dos años faltan para que se cumpla el centenario de la primera emisión de Radio Barcelona. Fue el 24 de noviembre de 1924 y eso desató en toda España, una pasión generaliza­da por ese misterioso artefacto que abría un horizonte nuevo en nuestras jóvenes mentes.

Un gran emprendedo­r de Llagostera, en Gerona, Fernando Maymó Gomis, maestro con conocimien­tos de Física, creó la primera escuela de formación de técnicos de radio, fundando en 1931 la Escuela Radio Maymó, en Barcelona. Aquellos cursos por correspond­encia que, según se dice, llegaron a seguir más de tres millones de alumnos, nos permitiero­n, muchos años después, a Rafael y a mí, construirn­os nuestra radio galena, que se servía de la capacidad de detección que este mineral rico en plomo, tiene para captar determinad­as ondas de radio.

Aún se conserva, tal vez recuperado, un poco más abajo del de los Patricio, el patio de los Morales, Juan y Pepe, casi ya pegado a la casa que fue la primera ubicación de Radio Algeciras, una emisora entrañable para los que vivimos esos años de tanta trascenden­cia para España. Si para entender bien la España actual hay que estudiar al detalle el siglo XIX, para comprender los avatares que han ido diseñando la Algeciras actual, hay que examinar con atención los contenidos de la segunda mitad del siglo XX, sobre todo de la década prodigiosa formada por la segunda mitad de los sesenta y la primera de los setenta. En esa década pasó casi todo lo que explica nuestro presente.

A ese muchachote largo y flaco, al que me referí al principio, los fijos del callejón le veíamos llegar metiéndose en todo los portales. Como era un callejón peatonal, no había aceras. Las losetas, irregulare­s, facilitaba­n la confección de hoyuelos y en la tienda del manquito, frente a Roca, en la esquina del Rit con General Castaños, había bombas para todos los gustos.

Paco, Quili y yo andábamos siempre por los suelos, de modo que aquel larguiruch­o al que, no sé por qué, llamábamos Kilo, se nos antojaba un intruso. Lo suyo era pegarse a la pared, meterse en los portales y mirar, como lo haría un agente secreto, por el borde de los quicios. Un día nos dimos cuenta de que una niña preciosa, de doce o catorce años, a la que llamaban “Chiquitina” concentrab­a casi todas las miradas de aquel mozalbete. Resulta que el padre de Chiquitina andaba oteando los alrededore­s cuando su hijita salía o entraba en el callejón y el muchacho estaba interpreta­ndo sin saberlo, con una inmensa ternura, el papel de un Romeo a la medida de nuestras posibilida­des.

Nada de balcones en este caso, ni una Verona que llevarse a la vista, el callejón estaba sirviendo para hilar una historia de amor que aún continúa. El padre de nuestra pequeña Julieta, de nuestra Chiquitina, no estaba por la labor y a Kilo no se le ocurría otra cosa que hacer lo que haría un buen agente secreto, evitar que aquel guardián de la inocencia se percatara de su proximidad. El buen padre tuvo que aceptar la evidencia y Chiquitina y Kilo nos dejaron desarmaos cuando Paco, Quili y yo, supimos a qué obedecían los largos refregones de espalda que Kilo se daba con las paredes del callejón, mientras nosotros andábamos por el suelo jugando a las bombas. Kilo y Chiquitina no lo pasaron bien, sufrieron lo suyo, pero esos dos niños estaban escribiend­o la más bella de las melodías.

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Quiosco Moya.
 ?? ?? Gibraltar, calle Real. El Emporium.
Gibraltar, calle Real. El Emporium.
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 ?? ?? Radio Galena Maymo.
Radio Galena Maymo.
 ?? ?? Portada del número 12 del semanario ‘Algeciras’.
Portada del número 12 del semanario ‘Algeciras’.
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Belter, Manolo Escobar.

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