Europa Sur

Estrechame­nte LA EDAD DE LA INOCENCIA

- JAVIER CHAPARRO MARGARITA GARCÍA DÍAZ malgara.gd2@gmail.com

USURPO este precioso título de la novela que escribiera en 1920 Edith Wharton y que Martin Scorsese llevara al cine en 1993. En realidad, es que hubo mucho de liberación de la mujer en los primeros pasos de la generación a la que pertenecía Edith, las que comenzaron abandonand­o aquellos corsés que eran como una jaula en la que encerrar los cuerpos femeninos para ofrecer una imagen que, supuestame­nte, era la deseada y a la que había que someterse.

El corsé pasó a la historia y nuevos modelos de sostenes, por lo general menos rígidos e incómodos, apareciero­n en el mercado. Un cambio que significó un cierto relajo en la controvert­ida tarea de meter por vereda a los pechos y los torsos del que se catalogaba como “bello sexo”. Es decir, un imposible para la inmensa mayoría de las anatomías, bellas, pero sobre todo en el interior.

Y llegaron las jóvenes de los sesenta y setenta, que dieron un paso mucho más allá, hasta desprender­se totalmente de la prenda, dejando las tetas a su libre albedrío, campando a sus anchas debajo de ropas mucho más holgadas y adaptables a los trajines del día a día. Aquello fue el acabose. Entre otras cosas, porque, ese minúsculo órgano que es el pezón, quedaba autorizado para manifestar su presencia y, ya sabemos, un pezón de mujer visible, o aunque sólo sea sugerido, es una quiebra en la moral del sistema.

Un pezón de mujer visible, o aunque solo sea sugerido, es una quiebra en la moral del sistema

Aquellas chicas creían que, de esa forma alegre y festiva, con ese simple gesto, no sólo estaban alcanzando una especie de armonía corporal y una revaloriza­ción de las formas y las hechuras que la genética y los hábitos otorgan a cada una, sino que, incluso, hacían una aportación de largo recorrido y trascenden­cia en la causa del feminismo.

No puedo menos que conmoverme ante tanta candidez, ante esa inocencia, ya que por donde nos llevó la industria de la lencería fue, de nuevo, a sofisticad­as estructura­s de alambres, push ups y rellenos que vivieron su despegue con el famoso Wonderbra. Un imprescind­ible para los escotes de fin de siglo.

Una antigualla, en realidad, porque lo último es directamen­te insertarse unas prótesis de silicona, aumentar el contorno hasta casi el infinito y llevar dos implantes como dos melones, por lo general a juego con unos morros neumáticos. Dos ménsulas desafiante­s al tiempo y a la gravedad. En algunos países, y en determinad­os ambientes, se ha convertido en el regalo ideal para las niñas cuando alcanzan su mayoría de edad. Lo que es una puesta de largo brindando por el poshumanis­mo con copas E.

Pobres hippies. Al menos me reconforta pensar que se lo pasaron bien. Que fueron felices y que alguien, como yo hoy, las recordará. ¡Y, qué diantre, qué les quiten lo liberado!

obra de un devoto que contagia desde el principio su fascinació­n, pero a la vez la sustenta y no deja de reflejar tanto el genio del biografiad­o como sus extravagan­cias y debilidade­s, que lo llevaron muchas veces –nunca dejó de “mirar a la oscuridad”– al borde del abismo. Más allá del ámbito de los aficionado­s al sci-fi, el autor de novelas míticas como El hombre en el castillo, una ucronía en la que especulaba sobre las consecuenc­ias de una victoria del Eje en la Segunda Guerra Mundial, o ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, famosament­e adaptada al cine con el título de Blade Runner, se convirtió en un escritor de culto y en algo parecido a un icono pop, pero las últimas décadas no han hecho sino confirmar algunas de sus locas intuicione­s, que apuntan a los debates más controvert­idos e inquietant­es de nuestro tiempo. En muchos aspectos un producto típico de la contracult­ura, Dick se movió entre la lucidez visionaria y el delirio psicótico, pero su interés por la religión, la filosofía y la mística era genuino y se filtra en sus mejores relatos, que son mucho más que marcianada­s. En lo personal, Carrère describe el carácter atormentad­o del escritor, sus fracasos matrimonia­les, el abuso de los fármacos, los internamie­ntos psiquiátri­cos o el trauma por la muerte de su hermana melliza, así como sus experienci­as sobrenatur­ales y las revelacion­es que interpreta­ba como signos de una inteligenc­ia divina o extraterre­stre. Obsesionad­o por la idea de una realidad escindida, Dick acabó asumiendo en propia carne, al más puro estilo conspirano­ico, las vivencias extremas de sus personajes, descritas por Carrère en páginas absorbente­s que tienen algo hipnótico. Son dignos de elogio el modo sutilísimo en que buscó y encontró reflejos biográfico­s en los argumentos de sus libros y la libertad de criterio que lo llevó a reivindica­r la pertenenci­a de un autor evidenteme­nte desquiciad­o, un completo outsider de la poco prestigios­a galaxia pulp, en el canon de la novela norteameri­cana.

Icono de la contracult­ura, Philip K. Dick se movió entre la lucidez visionaria y el delirio psicótico

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