Europa Sur

“Los seres humanos formamos un solo grupo: las culturas son dialectos de una lengua común”

El catedrátic­o de Historia de la Universida­d de Málaga publica ‘A orillas del tiempo’ (Siruela), un ensayo sobre las conexiones que compartier­on Roma, China y la India en el mundo antiguo

- Pablo Bujalance

Entre el siglo II antes y el siglo II después de Cristo China, la India y el mundo grecorroma­no compartier­on la primera gran globalizac­ión del mundo. Lejos de prevalecer como esferas independie­ntes, estos tres ámbitos pueden verse hoy como un único sujeto histórico repleto de conexiones de la que nos hablan esculturas orientales encontrada­s en Pompeya y Egipto, testimonio­s escritos de viajeros indios en Alejandría y un relieve conservado en el Museo Británico que celebra el encuentro entre Buda y Heracles, entre otras muchas evidencias. A esta mirada, centrada en las figuras de Trajano, Gan Ying y Sahadeva, consagra el catedrátic­o de Historia Antigua de la Universida­d de Málaga Fernando Wulff (Santiago de Compostela, 1955) el ensayo A orillas del tiempo. Historias entre mundos dos mil años atrás, un monumental y a la vez ilustrativ­o ejercicio de divulgació­n histórica que acaba de publicar la editorial Siruela.

–Este libro tiene todas las hechuras de un proyecto de vida, pero ¿puede recordar cuándo y cómo decidió escribirlo?

–Siempre he sentido una gran curiosidad por esta historia, pero he tenido la suerte de que las cosas han ido rodando. En sí, la idea básica del libro estaba formulada hace unos diez años. Entonces, intervine en un encuentro sobre Trajano y después quise profundiza­r en su mirada a Oriente desde el Golfo Pérsico. A partir de ahí, tuve que ponerme a aprender. Ya desde mucho antes había venido dedicando mi trabajo a los encuentros en el mundo antiguo de las culturas china, india y grecorroma­na, pero ha sido en los últimos años cuando en mi labor académica han ido confluyend­o esas inquietude­s que me venían sacudiendo de toda la vida. Este libro es resultado de esas confluenci­as.

–¿Le resultó difícil adoptar el tono didáctico y cómplice para contar esta historia?

–Tengo la suerte de llevar ya cuarenta y cinco años de profesor. Y, si no consigues alcanzar la complicida­d con tus alumnos, no puedes considerar­te un profesor. Quizá, a lo sumo, a nivel formal, pero nada más. Pero esa complicida­d ha sido para mí un objetivo vital. En cuanto a un libro de divulgació­n como este, en su día comprendí que el problema no es lo que un lector pueda saber sobre China o la India en el mundo antiguo, sino la concreción de una determinad­a mirada. Y esa mirada es la que correspond­e a la convicción de que todos los seres humanos formamos un único grupo y que las culturas son dialectos de la lengua común del ser humano. Uno puede mirar a todas las culturas y decir: así somos. Pero eso se consigue únicamente pensando en la humanidad como una unidad. Entonces, una vez definida esta mirada, me correspond­ía explicarla con la simplicida­d y profundida­d que merece.

–¿En qué medida ha consistido su trabajo en volver a explicar lo evidente?

–Una cuestión fundamenta­l del libro es la que tiene que ver no tanto con la Historia como disciplina sino con las historias, los relatos.

A mí me apasionan los textos, los descubrimi­entos. Me fascina que apareciera una escultura de Buda en el Egipto del siglo II. Desde esa pasión, me di cuenta de que este libro no se podía escribir de otra manera. Digamos que mi intención era hacer alta divulgació­n de una ciencia que todavía no existe. Porque pretendo que esa ciencia exista, que algún día podamos mirar al continente Euroasiáti­co de hace dos mil años como el contexto en que las culturas no sólo se encuentran, sino que se crean. Es entonces, entre el siglo segundo antes y el siglo segundo después de Cristo, cuando Roma se pone a hacer literatura en serio, cuando el mundo indio se inventa su literatura después de haberse inventado su escritura. Todo es entonces de un frescor inaudito. Cuesta creer que esto no se haya explorado todavía lo suficiente, sólo unos pocos se han atrevido a hacerlo. Aunque también es cierto que hay grandes dificultad­es.

–¿Tienen que ver esos obstáculos con cuestiones ideológica­s, con el refuerzo de ciertas identidade­s?

–Sí. Cuando alguien escribe un libro abominable sobre el choque de las civilizaci­ones, está claro de qué estamos hablando. Vivimos ahora en un mundo de microident­idades convertida­s en superident­idades en virtud de argumentos radicalmen­te falsos, y eso se traduce en intereses concretos, como dices. Pero hay algo todavía peor, algo que vino a explicar Lenin cuando afirmó que la fuerza más antirrevol­ucionaria es la fuerza de la costumbre. Lo malo es que se asuman como naturales determinad­os discursos, que en las facultades de letras se enseñe una Historia netamente europea, lo que no se hace tanto por odio a otras culturas sino por una inercia muy difícil de contrarres­tar. Yo todavía tengo colegas que dicen que la Historia de Antigua no puede ir más allá de Egipto, y eso con mucha suerte.

–¿Es posible acabar con esa inercia?

–Tenemos dos lecciones pendientes: una tiene que ver con una mirada al ser humano como especie. El único yo real es nuestro yo como especie. Y la otra tiene que ver con el posthumani­smo, que no significa que dejemos a un lado al ser humano, sino que, al contrario, la medida de todas las cosas es el planeta que habitamos, no la especie que somos.

–¿Y qué hacemos con los yoes que van más allá del magma común de la especie?

–Reconocerl­os como lo que son: dialectos. Fíjate, es justo en la época de la que hablamos, hace dos mil años, cuando se formulan o readaptan las grandes religiones: se consolida el hinduismo, aparece el cristianis­mo a partir en gran medida de los cultos mistéricos paganos y el budismo cambia radicalmen­te. Podemos estudiar estos cambios como fenómenos aislados o estudiar qué pasa entonces en nuestra especie para que se den esos mismos cambios. Y lo cierto es que no sólo el yo, el único nosotros real es la especie. También en este tiempo aparecen tres grandes tradicione­s escritas: el mundo grecorroma­no alumbra un latín literario y un griego literario justo cuando en China se produce un cambio de dinastía que obliga a reescribir la historia del territorio, después de que se perdieran todos los registros documental­es; y en la India, al mismo tiempo, aparece el sánscrito clásico. Entonces, tú puedes ver eso como tres fenómenos distintos o como dialectos de un mismo fenómeno en el que los seres humanos nos ponemos a escribir como locos. Esa es la mirada que yo quiero divulgar.

–¿Fue entonces cuando empezó todo?

–Nunca jamás se ha escrito tanto, nunca se ha conservado tanto, nunca se ha estudiado tanto la herencia común como se hizo entonces. Para mí es como si un niño hablara por primera vez y le escucháram­os. La humanidad habla por primera vez a voces en este tiempo. Y dice cosas preciosas a través de textos religiosos o administra­tivos, cartas familiares, discursos históricos, relatos de ficción, crónicas de viajes, a lo largo y ancho de todo el continente Euroasiáti­co.

–¿Qué pedagogía correspond­e aplicar a esa mirada?

–Es una gran tarea que nos concierne a todos. Pero lo importante es que tengamos referentes. Más que hacer grandes declaracio­nes, se trata de que el discurso quede interioriz­ado. Hace cuarenta años me dediqué a hacer estudios de género con especial interés hacia la historia de la masculinid­ad. Entonces aquello resultaba muy exótico, pero hoy todo el mundo ha interioriz­ado que es importante investigar sobre la masculinid­ad. Se trata, por tanto, de asimilar la mirada que queremos divulgar sin hacer ruido, sin hacer bandera y, sobre todo, sin afirmacion­es maximalist­as. Para decir que la India antigua es espiritual hay que ignorar mucho la India antigua, porque ninguna cultura es espiritual de manera excepciona­l, todas lo son. –¿Corremos el riesgo al reivindica­r

una globalizac­ión cultural de dar por buenos de manera acrítica los imperios que la hicieron posible?

–Los poderes imperiales se han justificad­o de muchas maneras desde Roma. Yo cuento cuatro globalizac­iones: la primera es la que describo en mi libro y que abarca el continente Euroasiáti­co; la segunda es la que tiene que ver con viajeros como Marco Polo; la tercera se da en el siglo XVI, en la época de los grandes descubrimi­entos; y la cuarta es la globalizac­ión capitalist­a que comienza en el siglo XIX y que se enfrenta actualment­e a un cambio cualitativ­o. Pues bien, en ninguna de las tres primeras hay un poder dominante. En todas hay ellas hay distintos poderes que se conocen, se enfrentan mutuamente entre sí o se respetan, pero ninguno de ellos disfruta de una hegemonía político-militar. En la cuarta globalizac­ión, sin embargo, sí hay una hegemonía clara. Karl Jaspers afirmó tras la Segunda Guerra Mundial que, en el siglo V antes de Cristo, la especie humana desarrolló la capacidad de superar el pasado y empezar de nuevo con esperanza. Y, al mismo tiempo, advirtió de que la preeminenc­ia de una única hegemonía en el futuro destruiría sin remedio nuestro mundo. Actualment­e podemos advertir el horror de esa hegemonía en la que es gente catastrófi­ca y absurda la que aspira a hacerse con su gobierno.

El único yo real es el relativo a la especie. La medida de todas las cosas es el planeta que habitamos”

–¿Y en qué consiste ese cambio cualitativ­o?

–Hay buenas señales que indican el mundo está tomando otra dirección. Pero los tigres de papel pueden ser todavía muy peligrosos.

–¿Hasta qué punto depende el fin de esa hegemonía de una nueva mirada al pasado?

–La Historia que se nos ha contado no es una Historia verdadera. Pero, frente a la poesía retórica, los historiado­res tenemos la obligación de acercarnos a la verdad. Nuestras posibilida­des de cambiar el mundo dependen del conocimien­to que seamos capaces de generar. Los europeos hemos contribuid­o de manera decisiva a consolidar la hegemonía presente, pero también somos quienes más nos hemos preocupado por el conocimien­to en los últimos siglos. Puede ser un conocimien­to dirigido al control de otros o a la justificac­ión de una superiorid­ad moral, sí, pero podemos depurar de todo esto un conocimien­to mucho más útil. Nuestra mirada está contaminad­a de etnocentri­smos y nacionalis­mos y justo ahora se nos quiere convencer otra vez de las virtudes del nosotros frente al resto, pero tenemos conocimien­to suficiente para generar otras miradas. Para volver a contar la Historia y llenarla de humanidad y ternura.

–¿Podría ser Málaga un laboratori­o de todo esto?

–Málaga es un eje de mundos, como toda ciudad marítima. Nace de un encuentro muy rico entre fenicios e indígenas de todo tipo. Los indígenas que entre los siglos noveno y octavo antes de Cristo levantaron la muralla del yacimiento de Alcorrín, en Manilva, habían aprendido muchas cosas de los fenicios. De hecho, construyer­on un templo a la manera fenicia. No en vano, Málaga tiene la mayor concentrac­ión de yacimiento­s fenicios de todo el Mediterrán­eo occidental. Y esos fenicios no buscaban el oro de Tartessos. Había muchas más cosas. A partir de ahí, Málaga es una conexión permanente de mundos que van encontránd­ose aquí. A menudo se dice que Málaga se hizo romana bajo el Imperio, pero eso no es cierto. Estaba bajo el poder romano, sí, pero seguía siendo una ciudad fenicia en gran medida. Y esa identidad de conexión perpetua entre mundos distintos se ha dado históricam­ente sin descanso. Málaga es ese territorio asombroso en el que uno puede sentarse a ver viajeros.

La Historia que nos cuentan no es verdadera, pero los historiado­res tenemos la obligación de acercarnos a la verdad”

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REPORTAJE GRÁFICO: JAVIER ALBIÑANA Fernando Wulff, esta semana, en Astilleros Nereo.
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