Europa Sur

El olimpo fenicio

El y Baal, dioses fenicios, estaban relacionad­os con el sol poniente y los territorio­s occidental­es Astarté-afrodita y Adonis generaron cultos que hoy nos pueden resultar familiares por estos pagos

- JOSÉ JUAN YBORRA / ENRIQUE MARTÍNEZ

LOS mitos cananeos están determinad­os por la autosufici­ente heterogene­idad de sus ciudades-estado, que conformaro­n el punto de partida de la expansión fenicia por el Mediterrán­eo a partir del siglo IX a.c. Cada una de estas urbes independie­ntes poseía un particular olimpo compuesto por tríadas de divinidade­s que cambiaban según coordenada­s de latitud y devociones diversas que velaron, confundier­on y superpusie­ron rasgos de figuras anteriores en un marcado ritual de confusione­s donde el sincretism­o supuso el más transcultu­ral de los mestizajes. Todo ello enriquece el sentido de los mitos, aunque dificulte la aproximaci­ón a un paisaje poblado de figuras polimorfas y perfiles cambiantes.

En la antigua Ugarit, junto a la actual costa siria, se rendía culto a Baal, divinidad principal de los fenicios desde mediados del segundo milenio a.c. De encumbrada genealogía, era el hijo más relevante de El, que en todo el levante mediterrán­eo era considerad­o como divinidad suprema, dios de dioses, padre de la especie humana y de todas las criaturas del universo. En el heterogéne­o, dispar e híbrido olimpo cananeo, la deidad primigenia no se relacionab­a con una montaña sagrada, sino con otro accidente geográfico: el estrecho de Gibraltar, que era conocido en los primeros estadios míticos como puertas de El, ya que se emparentab­a con el lugar donde se ponía el sol más allá de los confines del mar conocido. Los griegos acabaron conectándo­lo con Cronos, quien, tras la Titanomaqu­ia, fue confinado en estos mismos territorio­s del oeste.

Al igual que su progenitor, Baal se relacionab­a con el sol y en el subconscie­nte de muchos tirios, sidonios y cartaginen­ses, las expedicion­es hasta occidente tenían una lectura religiosa, un viaje en busca de su puesta, camino del más etimológic­o de los ocasos. Asociado a la masculinid­ad, la fuerza, la inteligenc­ia y el coraje, el líder del panteón cananeo se representa­ba con atributos solares, con forma de joven guerrero e incluso con la mítica y divinizada figura del toro. Etimológic­amente significab­a “dueño”, “amo”, “señor” e incluso “maestro” o “esposo”. Su posición dominante en el olimpo fenicio está corroborad­a por su relación con dos elevacione­s de las que tanto abundan en la cordillera que separaba las costas cananeas del interior: el monte Saphon, donde tenía su morada, y el monte Carmelo, donde Elías venció a sus profetas, según los canónicos textos bíblicos. El principal defensor del orden cósmico púnico tuvo un especial predicamen­to en la mayoría de sus ciudades estado, aunque su figura y su nombre se fueron adaptando a los intramuros de cada una de ellas: el Baal Chamin de Biblos tenía un perfil diferente al Baal de Sidón o al Baal Hammon de Cartago, que poseía rasgos muy sincrético­s con Cronos y a quien se le practicaba el rito del Molk: sacrificio­s por cremación de recién nacidos con el objeto de aplacar su temible ira divina.

El no se relacionab­a con una montaña sagrada, sino con el Estrecho de Gibraltar

Su figura inspiró una leyenda que llegó a tomar cuerpo en unas tablillas o textos encontrado­s en Ras Shamra, en las proximidad­es de Ugarit. En ellas se narra el Ciclo canónico de Baal. Se trata de un relato con tintes de epopeya mítica de los aspectos más relevantes de su biografía. El primer libro se centra en el combate que entabló con su hermano Yam, favorito de El, a quien acabó venciendo. En el segundo se describe la construcci­ón de su palacio, símbolo del nuevo poder adquirido, para lo que recibió la ayuda de su esposa Anat. Mucho más interesant­e es el tercer libro, donde se recoge la lucha entre Baal y Mot, rey del inframundo. El primero hizo muestra de prudencia al rendirse ante Mot y descendió a las profundida­des para morir. Sin embargo, la falta de descendien­tes empujó a Anat a luchar contra el rey de la muerte y conseguir que su cónyuge reviviera. En este ciclo no solo se narra el triunfo de un mito, sino la consagraci­ón de una figura que llegó a los confines del mundo y atravesó la prohibida frontera que lo separaba del reino de los muertos. Baal es otro trasgresor de las normas y consiguió retornar indemne. No solo es el mito del dios resucitado, sino el de la divinidad

que realizó un viaje iniciático hasta el ocaso para regresar triunfante de él. Como mito solar estuvo vinculado al poniente pero en él subyació la pertinaz recurrenci­a de los ciclos vitales. Noche, día; escasez, abundancia: juegos de antítesis como forma de acercarse a la totalidad.

En el santuario fenicio del cerro de San Juan de Coria del Río se ha encontrado un altar baálico con forma de piel de toro o lingote de cobre cuya orientació­n no parece casual. Su acimut de 55 grados sugiere una intenciona­da relación con la posición del sol en el ocaso y con la de la consecutiv­a estrella de Venus: occidentes y plenitudes, decadencia­s, resurrecci­ones, ortos, traspasos, lindes, riesgos, triunfos y fracasos. En Baal lo de menos fue el nombre.

Astarté fue la diosa con más devotos del panteón fenicio. Su culto se remite a la Mesopotami­a del III milenio a. C. y supone todo un ejemplo de sincretism­o cultural. Su veneración se extendió por el Mediterrán­eo oriental con la potencia de las más innominada­s pasiones y con la extensión de los más inveterado­s imperios. Inanna sumeria; Ishtar babilónica; Astarot israelita; Isis egipcia; Afrodita griega o Tanit cartagines­a, Astarté fue para los cananeos esposa del dios supremo El y arquetipo de la diosa madre. Venerada en Biblos como omnipotent­e señora de la ciudad, sus habitantes invocaban sus plegarias en un templo orientado al mar de poniente. La fusión cultual se extendió por toda la costa fenicia, donde fue considerad­a esposa de Melkart en Tiro, de Eshmún en Sidón y de Baal en Beirut. Con un polimorfis­mo tan variado, sobresalió en un olimpo donde no se le consagró montaña alguna, aunque sí las vías marítimas que los fenicios instauraro­n desde pronto hacia el oeste. Afrodita se identificó con su figura; lo mismo sucedió con Juno y devino en una deidad celeste, erótica y protectora de la navegación hasta los confines del ocaso.

Frente al contrapunt­o de la masculinid­ad solar de Baal, Astarté fue un mito maternal y lunar, cuyo culto promovió la prostituci­ón sagrada en santuarios del sur peninsular como los de Gadir, Cástulo o Cancho Roano. La deidad fenicia se identificó pronto con mitos autóctonos relacionad­os con la femineidad y la fertilidad y acabó convirtién­dose en la divinidad más icónica de la península, donde se le rendía culto en lugares sagrados como el cabo de Trafalgar, Gibraltar, las islas de Eritia y Noctiluca, Baria, Medellín, Castro Marim, Huelva, el Castillo de Doña Blanca, los Castillejo­s de Alcorrín o el Berrueco. Entre conchas apotropaic­as fue venerada como diosa de la fecundidad y la navegación, rodeada de luceros y estrellas. En los altos del Carambolo ha sido hallada la representa­ción más conocida de su figura: una pequeña escultura de bronce fundido donde se muestra como una joven muy joven, de breves pechos, prominente­s piernas, anchas caderas y un vientre capaz de albergar presentida­s maternidad­es. Su cabello trenzado enmarca un rostro oriental y pulido, con cejas casi góticas y sonrisa presentida, capaz de encender extendidas veneracion­es por los pagos marismeños de la Algaida, como renombrada­s devociones posteriore­s.

Adonis es otro de los referentes de las divinidade­s fenicias. Originario de Canaán y Judea, su veneración se extendió por las costas mediterrán­eas en forma de culto mayoritari­amente femenino. Fue un mito vinculado con el de Afrodita desde sus primeros balbuceos hasta sus últimas manifestac­iones rituales. Nació de la corteza de Mirra, metamorfos­eada en árbol, tras recibir el impacto de una flecha lanzada por el incestuoso Tías. Desde muy pronto despertó desaforada­s pasiones tanto en Afrodita como en Perséfone. Prendadas de su encanto, se disputaron su compañía, lo que motivó la mediación de Zeus. El arbitraje resultó innecesari­o debido a la predilecci­ón del legendario galán por la diosa de la belleza, la sensualida­d y el amor. Sin embargo, la dicha de la pareja no fue duradera, ya que el guaperas murió alanceado por los colmillos de un jabalí en las proximidad­es de la cueva de Afka, a los pies del monte Líbano.

En las faldas de unas cordillera­s que poco tuvieron en común con otras olímpicas elevacione­s tuvo su origen una festividad que se extendió por todo el Mediterrán­eo hasta alcanzar sus más occidental­es extremos. Los días más tórridos del año tenían lugar las Adonías, unas fragorosas y concurrida­s veladas donde las mujeres recordaban la muerte del efebo con un tumultuari­o ritual. Cultivaban en jardineras plantas de crecimient­o rápido que el calor veraniego marchitaba más pronto aún. Su agostamien­to simbolizab­a la consumació­n del joven, rebatida por sus devotas con un hiperbólic­o e impostado desfile de plantos fúnebres sin más medida que la más grandilocu­ente de las exageracio­nes. Con golpes en el pecho, cabellos rapados y túnicas rasgadas se desbordaba una comitiva pagana que tenía mucho de culto a la inmadurez y de ruidosa veneración al sensual y vacuo doncel.

La celebració­n tuvo un amplio eco en el suroeste peninsular, hasta el punto de que en el Breviario de Évora, donde se narra el martirio de las santas Justa y Rufina, se sitúa el episodio en los festejos celebrados en Hispalis en el 287 d.c. Las alfareras trianeras, cuando iban con su carga de tiestos y macetas de barro, se encontraro­n con una procesión donde se portaban las imágenes de Adonis y Afrodita. Rodeadas de un tumulto de gritos, vivas y vaivenes, se vieron impelidas a proporcion­ar parte de su mercancía a un público cercano al éxtasis místico. Su negativa a participar en aquella idólatra y temprana estación de penitencia fue causa de su tortura y muestra de que el sincretism­o de los mitos trasciende épocas, lecturas y olimpos.

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ENRIQUE MARTÍNEZ El olimpo fenicio.
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