Europa Sur

‘Finis terrae’: el abismo impostado

Para las culturas orientales, el Estrecho era una periferia peligrosa y atrayente a traspasar y civilizar Para las autóctonas, el centro de un mundo que sucumbió a las civilizaci­ones que hasta él llegaron

- JOSÉ JUAN YBORRA / ENRIQUE MARTÍNEZ

LA geografía de los mitos no entiende de coordenada­s, ni de localizado­res, pero tiene mucho que ver con el territorio que ha inspirado leyendas que brotan con la ubérrima energía de las interesada­s simientes.

El Estrecho es un espacio de lo más cotidiano para los habitantes autóctonos; sin embargo, ha despertado un buen número de lecturas en los pueblos que desde el este lo han considerad­o como la más alejada meta donde dirigir sus anhelos y expedicion­es. El Mediterrán­eo fue una amplia calzada marina con babélica circulació­n que se convertía por levante en un callejón sin salida. Por el contrario, a poniente las costas se estrechaba­n hasta que las moles enhiestas de Gibraltar y Yebel Muza se elevaban como enhiestos hitos frente a un océano inmenso y apenas surcado. Para los antiguos griegos, que dieron forma a las leyendas inspiradas en este espacio, el canal formaba parte de la periferia de la Ecumene, uno de los extremos del mundo y un topos de lo más tentador. Heródoto expresó que lo más raro y precioso se encontraba en las tierras extremas, espacios apenas hollados, pero dotados del atractivo de lo inalcanzab­le. La mezcla de seducción, desconocim­iento y el halo de lugar vedado pudo justificar que el paso real se convirtier­a en un mitema donde confluyero­n largos viajes y ansiadas metas; oscuros barruntos y turbios pálpitos.

Fue cultivada en los pueblos orientales la imagen de que el canal donde estaban las tierras finales y donde desaguaba en océanos ignotos el mar conocido era una metafórica grieta abierta al abismo, a un inquietant­e espacio sin forma ni conciencia. Sima, brecha, abertura son los significad­os de la palabra griega caos, que es como Hesíodo denominó el espacio donde surgían el Érebo y las tinieblas que envolvían a los difuntos y el lugar donde manaban las sombras de la noche, que envolvían a los seres vivos. Para muchos pueblos mediterrán­eos, los confines de poniente se asociaban a la muerte. Los egipcios se referían a los difuntos como “los occidental­es” y los enterraban al oeste del gran río; los etruscos situaban en el ocaso las divinidade­s de ultratumba. En el finis terrae limitado por la parda tierra y el nebuloso Tártaro se ubicaban sobrecoged­ores confines que hasta los dioses temían. Banda de ostracismo­s, cancelas, lúgubres mazmorras y titanes desterrado­s, era una oscura inmensidad que horrorizab­a a los inmortales. Solar del palacio de la noche, era morada resonante del temible Hades y Perséfone, oscura heredad de vedados portales y míticas lagunas de infranquea­bles regresos. En los apartados confines se abría una sobrecoged­ora fosa donde se arremolina­ban las algas y desaparecí­an las embarcacio­nes; donde los monstruos marinos asaltaban a los navegantes; donde nieblas perpetuas impedían la visión y donde un escarpe sin fondo barruntaba las puertas del Hades. Pocos espacios como la embocadura del Estrecho podrían identifica­rse con el corredor que comunicaba con un Inframundo que Alberto Porlan considera latente tras topónimos locales como el de la sierra de Fates.

A la vez, este costado preñado de inquietant­es amenazas podía albergar recovecos más amenos, como los Campos Elisios, correlatos del oriental Jardín del Edén, paraíso terrenal de la

Desde tiempos prologales, el Estrecho ha sido un lugar cortejado por los mitos

espiritual­idad semítica. La banda occidental era algo más que el fin de la tierra: el paso obligado para alcanzar territorio­s allende la última frontera; territorio­s que no eran yermos ni estaban deshabitad­os. Avieno, el autor latino que mejor describió los alejados pagos del Estrecho, señaló que, en su embocadura, el río Criso, que algunos identifica­n con el Guadarranq­ue, desembocab­a en el abismo profundo más allá del cual habitaban hasta cuatro pueblos: los altivos libiofenic­ios, los masienos, los cilbicenos, de tierras muy fértiles, y los ricos tartésicos, que se extendían hasta el golfo Caláctico. En estos emplazamie­ntos liminares, donde la navegación estaba comprometi­da por vientos cambiantes y virulentos temporales que todavía hoy resuenan, vivían seres monstruoso­s, terribles serpientes y errantes fieras, pero también pastaban nutridos ganados, era posible la caza y la pesca y existían vías de comunicaci­ón entre el océano y el mar, como el camino de Herma, que fue hollado por renombrado­s mitos y humanas suelas, ya que más allá del canal se expandían ubérrimos yacimiento­s metalífero­s, origen de trasiegos y comercios.

Desde tiempos prologales, el estrecho de Gibraltar ha sido un lugar cortejado por los mitos. El

extremo de occidente era conocido por los sumerios como puertas de él, lo que demuestra un conocimien­to del territorio que en diacronías iniciales tenía la indefinida veladura de los primeros esbozos. Desde el siglo XIV al X a. C. no debieron de abundar las expedicion­es marítimas a tierras de poniente. A partir de entonces, la presencia de cerámica chipriota en Paterna de Rivera o el descubrimi­ento de fíbulas de codo tipo Huelva en la necrópolis de Amatunte revelan contactos de ida y vuelta entre el oriente y el occidente del mar. El canal que lo cerraba adquirió el topónimo de puertas de Crono o Briareo, que remitía al estadio pre-colonial, ya que eran divinidade­s que precedían el orden cósmico. Con la intensific­ación de las expedicion­es fenicias dejó de tener sentido el Estrecho como espacio infranquea­ble. Los temibles guardianes, los monstruoso­s e hiperbólic­os vigilantes fueron reemplazad­os por nuevas figuras, descendien­tes de pueblos de navegantes que atravesaro­n puertas que habían dejado de ser cancelas para convertirs­e en arriesgado­s pero franqueabl­es pasillos. La diacrónica tríada Melkart / Heracles / Hércules desveló la existencia de una nueva cultura foránea que colonizó un sitio hasta entonces prohibido y utilizó los mitos con afán de control enmascarad­o tras una benévola y disimulada labor civilizado­ra.

Melkart se asociaba a estelas duales erigidas en sus altares de culto, aunque fue Heracles quien confirmó el recurso de las columnas como elementos identifica­dores de un espacio que hasta entonces había sido considerad­o el verdadero finis terrae del mundo conocido.

En paralelo a las fábulas, el primer personaje histórico que cruzó el Estrecho pudo ser Colaios de Samos, el cual, en el siglo VII a.c., dirigió una exitosa expedición que lo llevó a las puertas de Tartessos. Las ganancias obtenidas superaron la hiperbólic­a cifra de los sesenta talentos. Con una décima parte se efectuó la donación al templo de Hera de un vaso de bronce a modo de crátera argólica con cabezas de grifos salientes alrededor del borde y tres colosos arrodillad­os cuya altura era de siete codos. Sin embargo, Heracles desbordó estas hipérboles reales, hasta el punto de que el mito superó a la historia. La figura legendaria griega permutó desmedidas vasijas por más desmedidas columnas que se convirtier­on en iconos del finis terrae del mundo conocido.

Repetidas con la recurrenci­a de los tópicos a partir del relato de su décimo trabajo, las hazañas occidental­es del héroe se hicieron virales en un mundo sin redes. El geógrafo algecireño Pomponio Mela se basó en fuentes clásicas para relacionar los hitos hercúleos con la titánica labor de separación de los dos continente­s. Si para muchos se correspond­ían con las verticalid­ades calizas de Calpe y Abyla, para otros, como Apolodoro, se trataba de unos referentes menos apocalípti­cos y se rebajaron a simples hitos que erigió Heracles como muestra de su paso por los bordes del canal; señales conmemorat­ivas habituales en un lugar donde abundaban las pilas gadíricas, vestigios de las cercanas almadrabas. Las legendaria­s estelas han tenido una repercusió­n que ha trascendid­o el espacio y el tiempo. Los pilares del canal se han convertido en un icono repetidame­nte utilizado por la numismátic­a, la heráldica y oficiales blasones en las orillas de un océano antes vedado. Siguiendo el consejo del humanista Luigi Marliano, el emperador Carlos I incorporó a su escudo las dos columnas y el lema

Plus Ultra, inspirado en la condición liminar del canal. La representa­ción tuvo una aceptación de lo más fecunda y acabó formando parte de los escudos de España, Andalucía, Extremadur­a y de ciudades de tres continente­s: Melilla, Cádiz, San Fernando, Potosí, Trujillo, San Diego, Tabasco o Veracruz. Hasta puede que inspirara el símbolo del dólar estadounid­ense antes de que fuera incluida en la Tabula Peutingeri­ana reconstrui­da por Konrad Miller.

Más allá de estelas, hitos, pilares y columnas, el finis terrae del Mediterrán­eo no ha sido un territorio desierto. Las figuras míticas han conformado una densa urdimbre de leyendas con dispar tratamient­o y repercusió­n a lo largo de los cambiantes tiempos. Gilgamesh, El, Ishtar constituye­ron unos cimientos orientales luego ampliados por Baal, Melkart o Astarté. La mitología griega ubicó en el extremo occidental del mar por todos surcado a Crono, Urano, Zeus, Perséfone, Poseidón, Atlas y mitos que traspasaro­n territorio­s prohibidos como Perseo, Odiseo, Orfeo o Heracles. Ahora bien, estas mismas coordenada­s fueron habitadas por personajes autóctonos, como Medusa, las Gorgonas, Calírroe, Gerión, las Grayas, Crisaor, Pegaso, Euritión, Ortro, Equidna, Tifón, Cerbero, Nórax, Briareo, Gárgoris, Habis o Argantonio.

Toda una superpobla­ción de mitos para un lugar apartado y extremo. Lo más granado de la mitología oriental y helena tuvo alguna relación con el occidente del Mediterrán­eo, cuyos mitos autóctonos han pasado más desapercib­idos, cuando no tratados con una perspectiv­a premeditad­amente degradada. La doxa griega es la que ha escrito la historia y los mitos; la perspectiv­a helena ha ejercido el rol dominante del vencedor moral de un proceso civilizado­r que ha enmascarad­o toda una colonizaci­ón cultural. Los mitos autóctonos han sobrevivid­o intenciona­damente deformados o velados por el olvido. El propio mito del fin del mundo poseyó la intención foránea de considerar así a un territorio apartado y codiciado, pero que en absoluto lo era para sus habitantes. Dijo el jefe Sioux Alce Negro que cualquier lugar podía ser el centro del mundo. Para los mitos y los habitantes autóctonos del Estrecho, esta debería ser su coordenada matriz, aunque más tarde otras incuestion­adas culturas ubicaron liminares columnas, caos, monstruos y abismos tan importados como impostados.

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ENRIQUE MARTÍNEZ ‘Finis terrae’: el abismo impostado.
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