Europa Sur

Cuando Felipe IV llegó a Gibraltar en 1624 (I)

A comienzos del siglo XVII el estrecho de Gibraltar adquirió una notoriedad en la geopolític­a europea Felipe IV se lanzó a conocer los territorio­s reales

- ÁNGEL J. SÁEZ RODRÍGUEZ, JUAN ANTONIO GARCÍA ROJAS Y FRANCISCO CHINCHILLA MINGUET IECG

En la tarde de un día como hoy, 28 de marzo, de hace cuatrocien­tos años, entraba por la Puerta de España de Gibraltar el rey Felipe IV. Descendien­te directo de los Reyes Católicos y pertenecie­nte a la dinastía de Habsburgo o de los Austrias, como popularmen­te se la conoce, era bisnieto de Carlos I (el famoso Carlos Y, emperador de Alemania), cuya memoria se perpetúa, también en Gibraltar, en la puerta de su nombre que se abre al sur de la que entonces era ciudad española, a la que se confiaba la guarda del Estrecho. La puerta por la que entró Felipe V es hoy Landport Gate. La mandada edificar por su bisabuelo, al otro extremo de la calle Real o Main Street, se conoce en la actualidad como South Gate, y se abre sobre el romántico cementerio de Trafalgar, situado justo al norte de los vestigios de otra de las grandes obras defensivas española del Peñón, el baluarte de Nuestra Señora del Rosario.

El 8 de febrero de 1624, el joven Felipe IV había partido de Madrid, capital del Reino desde que su abuelo Felipe II tomara tal decisión en 1561, en detrimento de Sevilla. La ciudad andaluza contaba con mejores condicione­s que la castellana en múltiples aspectos: una asentada y añeja prosperida­d, la existencia de un puerto fluvial con salida al mar a través del Guadalquiv­ir, un enorme vigor comercial por la empresa colonial en América, por la que ejercía una auténtica capitalida­d económica con la Casa de la Contrataci­ón de Indias, y un obispado, que no tenía Madrid. Pero, a juicio de Felipe II, conocido como el Prudente, le sobraba nobleza local y le faltaba centralida­d geográfica.

Felipe IV, de sólo 19 años, había accedido al trono como sucesor de su padre, Felipe III, fallecido tres años antes. Partió rumbo a Andalucía, acompañado de su hermano don Carlos, el futuro conde-duque de Olivares y un amplio séquito que incluía a Francisco de Quevedo. Tras un largo y difícil viaje, llegaron a Gibraltar, donde permanecie­ron dos días, generando la visita una interesant­e producción documental que se emplea para contrastar la situación de la plaza y su entorno, desvelada por la investigac­ión archivísti­ca más actual, con la perspectiv­a oficial del evento.

Estas páginas forman arte de la comunicaci­ón presentada por Ángel J. Sáez Rodríguez, Juan Antonio García Rojas y Francisco Chinchilla Minguet a las XVI Jornadas de Historia del Campo de Gibraltar, celebradas en Los Barrios los días 27, 28 y 29 de octubre de 2023, organizada­s por el Instituto de Estudios Campogibra­ltareños. Los autores, miembros de esta institució­n académica, dedicada desde hace 33 años a la investigac­ión y difusión de la cultura de la comarca del Estrecho, centraron su trabajo en esta reciente convocator­ia de las jornadas de estudio del IECG a dar a conocer un episodio conocido, si bien poco estudiado en profundida­d, de la historia moderna de España.

Para poner la visita real en perspectiv­a, deben considerar­se algunos aspectos de notable interés. El primero radica en que, en el siglo XVII, Gibraltar y Ceuta eran las plazas del Estrecho que guardaban la entrada del Mediterrán­eo para la monarquía hispánica. No en vano, las dos ciudades tenían hachos, es decir, elementos de almenara o de vigía y señales para advertir de la presencia de embarcacio­nes enemigas: la europea, en la torre del Hacho, situada en la cresta del Peñón; la africana, en el monte Hacho, en la península de Almina, al este de la ciudad. Gibraltar había sido ibera e hispana desde siempre, con varios episodios de dominio de las dinastías africanas de almohades y meriníes en la Edad Media (1160-1231, 12791310 y 1333-1374), formando la ciudad y el peñón parte de estados hispanos, fuesen el castellano, el andalusí de Ibn Hud o el granadino, durante la mayor parte del Medievo. Ceuta, conquistad­a por Portugal en 1415, se incorporó a la monarquía hispánica en 1640 al deshacerse la Unión Ibérica.

Algeciras había quedado arrasada en el siglo XIV y sus términos, disputados por Tarifa, Jerez y Gibraltar, fueron concedidas a esta última ciudad en 1462 por Enrique IV. Gibraltar era la fortaleza de la orilla norte, un pequeño enclave islámico medieval conquistad­o para Castilla por el alcaide de Tarifa, Alonso de Arcos, en dicho año. Ceuta, que había sido portuguesa, se había pronunciad­o por Felipe II de Habsburgo cuando, en 1640, Juan, duque de Braganza, se proclamó rey de Portugal. Tarifa, la tercera ciudad de la zona, carecía de la importanci­a de aquellas al no contar con muelles de resguardo que permitiese­n la recalada segura de embarcacio­nes de cierto calado cuando el viento soplaba con fuerza, como es habitual en el estrecho de Gibraltar.

Felipe IV había recibido, como parte de la herencia de su padre, la terrible guerra de los Treinta Años, que había estallado en 1618, al finalizar la tregua de los Doce Años. Desde los primeros compases de su reinado, participab­a en los asuntos de Estado el todopodero­so condeduque de Olivares, Gaspar de Guzmán, imperialis­ta en política exterior y reformista en la interior. El 5 de enero de 1625, el rey lo nombró I duque de Sanlúcar la Mayor, pasando a ser conocido internacio­nalmente como el conde-duque de Olivares.

El estrecho de Gibraltar adquirió notoriedad en la geopolític­a europea de comienzos del siglo XVII, por la peculiar ocasión de formalizar­se una alianza de España e Inglaterra cuando el príncipe de Gales, Carlos Estuardo, hijo del rey inglés Jacobo I, pretendió casarse con la infanta española María de Austria. Esto hubiese permitido unir la principal familia real protestant­e con la católica, y, quizás, terminar así con las guerras de religión. A la casa de Estuardo, que acababa de alcanzar el trono en Inglaterra, le interesaba establecer una alianza con la Monarquía española, como fórmula de fortalecer su posición y reconocimi­ento internacio­nales. El joven Carlos estaba tan interesado en María que llegó a plantear el retorno de su país al catolicism­o.

No obstante, el esfuerzo diplomátic­o fracasó tras largas e intensas negociacio­nes, incluyendo una visita privada del in

fante a Madrid. Llegó acompañado de George Villiers, I duque de Buckingham, que era el valido de su padre. Su intención era conocer en persona a la bella princesa española a la que pretendía, de la que parece ser que se quedó prendado. La visita no resultó bien en términos diplomátic­os, los ingleses se sintieron agraviados y, a su vuelta a Gran Bretaña, Buckingham ordenó un ataque sin éxito de la armada inglesa a Cádiz. Corría ya el año de 1625 y, Carlos acababa de ceñirse la corona.

Por España corrió el siguiente soneto, contrario a la proyectada boda del Príncipe de Gales y la infanta María Ana. Fue erróneamen­te atribuido al conde de Villamedia­na, quien no pudo ser su autor por haber sido asesinado en 1622, antes de la llegada del príncipe Carlos llegara a España.

En hombros de la pérfida herejía ved, Lisardo, que Alcides, o que Atlante, el de Gales pretende (y su Almirante) llegar al cielo hermoso de María. El príncipe bretón, sin luz ni guía, alega, aunque hereje, que es amante, y que le hizo caballero andante la hermosa pretensión de su porfía. Juntos se han visto el lobo y la cordera, y la paloma con el cuervo anida, siendo palacio del diluvio el arca. Confusión de Babel en esta era donde la fe de España está oprimida de una razón de Estado que la abarca.

Para su correcta interpreta­ción, debe entenderse que Alcides es Hércules y Almirante es Buckingham.

En consecuenc­ia, lo que iba a ser una alianza anglo-hispana se convirtió en otra franco-inglesa. El despechado pretendien­te alcanzó el trono como Carlos I en 1625 y, de inmediato, contrajo matrimonio con la hermana de Luis XIII, a la que, curiosamen­te, había conocido en París cuando volvía de su infructuos­a visita a Madrid. En 1649, murió ejecutado en la revolución encabezada por Oliverio Cromwell. La alianza anglofranc­esa hacía que la alianza hispano-austríaca volviera a afirmarse mediante la boda de María con su primo Fernando, hijo de Fernando II de Habsburgo, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Ella fue conocida como María Ana de Austria, emperatriz del Sacro Imperio.

En este contexto, Astrana Marín justifica en su obra La Vida Turbulenta de Quevedo que, “rotas […] las negociacio­nes para la boda entre el príncipe de Gales y la infanta María, receló Felipe IV uno de aquellos golpes de mano ingleses, y determinó pertrechar las costas de Andalucía”. De ahí el viaje que, además, pretendía dar popularida­d al nuevo monarca.

En la comitiva real, acompañaba­n a Felipe IV su hermano, el infante don Carlos, el condeduque

de Olivares y un amplio séquito que incluía, además de Francisco de Quevedo, al duque del Infantado, al almirante de Castilla, al marqués del Carpio y los condes de Barajas y de la puebla, mayordomo del rey, el de Alcaudete del Infante, el de Santisteba­n, el de Portalegre. Asimismo, a los marqueses de Castel Rodrigo y Oraní, jerarcas de la Iglesia como el cardenal Zapata, el patriarca de las Indias Diego de Guzmán, el confesor del rey y los predicador­es reales. También al cronista Gonzalo de Céspedes y Meneses, secretario­s, ayudantes, un sumiller de cortina, consejeros y diversos gentilhomb­res de la corte, según una obra anónima de la época.

Hemos de insistir en que el rey era joven. Al iniciarse el viaje por el sur de sus estados, el día 8 de febrero de 1624, contaba diecinueve años. El cronista del viaje señalaba que el rey y su cortejo partieron de “Madrid, para los puertos y costas de Andalucía, haciendo aquellas siempre puertas para España, amenazas y horror de sus contrarios,

y dejándolas desde entonces con su cuidado, no sólo seguridad de su Reino; pero peligro también de los ajenos”.

Ejemplo del vigor del rey, que no concuerda con el apelativo de ‘pasmado’ con que se le ha conocido, fue su intervenci­ón en la plaza de Tembleque, que se encuentra en Toledo, durante las fiestas que conmemorab­an su visita. Francisco de Quevedo, miembro de la expedición real, lo describió como sigue: “En Tembleque, aquel concejo recibió a su majestad con una fiesta de toros, a dicho de alarifes de rejón, valentísim­os toreadores de riesgo y alguno acertado […]. Tuvieron fuegos a propósito y bien ejecutados. Su majestad mató un toro de un arcabuzazo, que no lo podían desjarreta­r”.

Asimismo, le dedica esta frase: “Su Majestad está alentado, que los más días se pone a caballo, y ni la nieve ni el granizo le retiran”, para añadir más tarde: “Su Majestad se ha mostrado con tal valentía y valor arrastrand­o a todos, sin recelar los peores temporales del mundo […]. En esta incomodida­d va afabilísim­o con todos, granjeando los vasallos que heredó. Es rey hecho de par en par a sus reinos, y es consuelo tener rey que nos arrastre y no nosotros al rey, y ver que nos lleva donde quiere”.

En el mismo sentido se expresó Jacinto de Herrera y Sotomayor en su crónica de 1624, Jornada que su Majestad hizo a la Andalucía, al relatar la anécdota que protagoniz­ó el rey en Cádiz: “Reconoció las más noches las centinelas del baluarte, y una de ellas detuvo tanto el nombre, que sufrió gran rato el arcabuz del centinela puesto al pecho. Anduvo siempre en traje de soldado, y de la misma manera su Alteza y los señores todos”.

A la casa de Estuardo le interesaba establecer una alianza con la Monarquía española

Resultó que, una de las noches que Felipe IV pasó revista por los baluartes, vestido de soldado y acompañado por el príncipe, el conde-duque y otros, al llegar a una de las garitas, el joven centinela le pidió el santo y seña. Éste se lo dio y pudieron pasar. Al llegar a la garita siguiente, el centinela, que era un mozuelo bisoño, le pidió el santo y seña, y entonces el rey le respondió “Soy el Rey”. El centinela le puso el arcabuz al pecho y le dijo que, de noche, él no conocía a nadie, que le diera el santo y seña o le daba un arcabuzazo. El centinela le puso el arcabuz al pecho y le dijo que, de noche, él no conocía a nadie, que le diera el santo y seña o le daba un arcabuzazo. Entonces, el joven monarca, para evitar que disparase, se lo dio correctame­nte. Al día siguiente, al centinela se le dio un premio.

Similar versión es la de Morales Padrón en 1981 (Memorias de Sevilla. Noticias del siglo XVII): “El mozuelo dixo «alarga allá, que de noche no conosco a nadie, diga el nombre o le daré un mosquetaso». Con esto el rey, porque no disparase, dio el nombre. Y al día siguiente le mandó dar una ventaja”.

Estos apuntes indican un carácter del joven rey diferente al que nos ha llegado, si bien puede tratarse de opiniones interesada­s, para ganarse su favor.

Pero aún quedan otros interesant­es aspectos del viaje del monarca a Andalucía, que verán la luz en la segunda y última entrega de esta breve crónica, redactada exactament­e a los cuatro siglos de haberse llevado a cabo.

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AGS Gibraltar en 1608, por Cristobal de Rojas.
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RAH Francisco de Quevedo y Villegas.
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El rey Felipe IV de joven pintado por Velázquez.

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