Europa Sur

Verbos transitivo­s SONIDOS DE VIERNES SANTO

- JAVIER CHAPARRO JOSÉ JUAN YBORRA

LOS Viernes Santos de la infancia resonaba el silencio de los lutos sagrados, que eran más solemnes, breves y oficiales que los de andar por casa. Los escasos televisore­s enmudecían. Cuidadosas manos cambiaban los paños de ganchillo de sus tapas por tejidos tupidos que cubrían sus pantallas, ciegas aquellos días de duelo. Los transistor­es se oían, pero a escaso volumen. Eran días de Haendel y misereres, de adagios y andantes ma non troppo, días en los que sonaban cercanas y fúnebres las contadas campanas de la ciudad, bajo un cielo de aborregado­s cúmulos arropados por el sol y teñidos por el sigilo.

Cada Viernes Santo la vida parecía detenerse: las calles enmudecían, no sonaban las sirenas de los barcos, el escaso tráfico menguaba y hasta los trenes que llegaban a la Marina parecían hacerlo con más cautela. En las aceras se amortiguab­a el sonido de los pasos y en las casas el ajetreo se refugiaba en las cocinas, donde se oía el chisporrot­eo de sartenes y el bullir de cazos donde miel de los panales de la Chorrosqui­na se licuaba para hacer unas torrijas cuyo sabor forma parte de los recuerdos más añorados. Era un día donde el sonido de los tacones maternos, sobrios y negros, chocaba contra las baldosas de alcobas y pasillos camino de las siete preceptiva­s visitas a sagrarios: el majestuoso de la Palma, el familiar y monjil de la

Caridad, el esquinado de la

Cada Viernes Santo la vida parecía detenerse: las calles enmudecían

capilla de Europa, el alto, cuidado e impoluto del Asilo, que entonces tenía fama de ser el mejor presentado… y para muchos, vuelta a empezar hasta cumplir los siete. Había quien se acercaba hasta el patio del Cristo a la vera del Gobierno. Allí, entre cuidadas monsteras y aspidistra­s, se veneraba una pintura desvaída de hondas devociones y susurrante­s fervores. Era un día de contenidas procesione­s: de yacentes urnas doradas y nacarada soledad bajo un palio azabache, manto de estrellas, velas eléctricas y jarrones lisos con claveles, gladiolos y buscanovio­s.

Pero en casa, el Viernes Santo sonaba un fragor contenido: el de las compañías de teatro que allí se hospedaban compartien­do mesa y mantel con viajantes de comercio y profesores de instituto. A partir del mediodía arribaban en viejos autocares desde donde bajaban baúles de mimbre con un vestuario deslumbran­te para los ojos de un niño: falsas gorgueras, sombreros con plumas, casacas, miriñaques, zapatos de hebilla, telas y atrezo de cartón piedra que al día siguiente subían a escenarios locales junto a un renacer de los sonidos festivos a cargo de violines sin brillo, teclas cansadas, guitarras que un día sonaban a jotas y otro a peteneras. El Viernes Santo era día de silencios, pero también la antesala de la vuelta de la música, del espectácul­o, de los estrenos, del teatro y del cine como cada Sábado de Gloria.

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