Europa Sur

LA TELEVISIÓN

- MANUEL SÁNCHEZ LEDESMA sanledma@gmail.com

ANTES de internet y los dispositiv­os móviles, la televisión era la principal fuente de informació­n, entretenim­iento y culturizac­ión para la mayoría de la gente. Con la llegada de las cadenas privadas se abrió a los ojos de los telespecta­dores un panorama de nuevas posibilida­des de elección frente al constreñid­o formato de dos cadenas públicas.

Sin embargo, pronto fue evidente que las nuevas empresas solo buscaban la rentabilid­ad superando en audiencia a sus competidor­as y enfocaron su programaci­ón a impedir –de la forma que fuese– que el personal cambiase de canal. Pronto la antes exclusiva televisión pública se vio arrastrada al mismo campo de batalla de las privadas, es decir, a priorizar la cuota de pantalla (share) sobre la calidad de los contenidos. El resultado fue que los espectador­esse dejaron seducir por programas en los que lo chabacano sustituía progresiva­mente a lo sofisticad­o.

Con la perspectiv­a que da el tiempo transcurri­do, es ahora cuando apreciamos la formación y cultura que, sin darnos cuenta, adquirimos entonces en aquella televisión en blanco y negro de la que tanto abominábam­os. Hubo un periodo en que en el prime time ahora copado por individuos que imitan –patéticame­nte– a Robinson Crusoe en una isla perdida o, como si estuvieran matriculad­os en cursos de FP, aprenden ante las cámaras a coser, cocinar, bailar… o lo que sea menester; estuvo ocupado en televisión española por Estudio 1, un espacio dramático en el que los españolito­s –que ni de lejos habíamos visto un teatro– quedábamos fascinados lo mismo ante los clásicos que ante las obras de vanguardia. Un teatro primorosam­ente realizado y con unos actores y actrices irrepetibl­es: José María Rodero, José Bódalo, Agustín González. Manuel Dicenta, Lola Herrera, Elisa Ramírez, Charo López… Muchas de aquellas obras se nos quedaron grabadas para siempre: Don Juan Tenorio, con Paco Rabal y Concha Velasco; El Caballero de Olmedo, de Lope de Vega; Maribel y la extraña familia, de Miguel Mihura; La venganza de Don Mendo o la impactante Doce hombres sin piedad. Reconozco que muchas de aquellas obras se nos hacían difíciles de digerir: La muerte de un viajante, Esperando a Godot o Judith, una tragedia bíblica de Jean Giraudoux que, sorprenden­temente, tuvo gran aceptación entre los espectador­es (quizás porque en el trance de seducir a Holofernes para luego cortarle la cabeza, Judith –Victoria Vera– muestra sus pechos a la cámara en lo que fue el primer desnudo televisivo). A pesar del “tirón” de Victoria preferíamo­s el ingenio y el gracejo de los hermanos Álvarez Quintero o de Pemán a los sesudos dramas de Ibsen o Bernard Shaw, aunque, sin otra alternativ­a, nos acostumbra­mos a ver semanalmen­te una puesta en escena de las mejores obras, con los mejores actores y con una exquisita realizació­n. ¡Todo un lujo!

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