Europa Sur

ZURBARÁN Y LA NADA

- MANUEL GREGORIO GONZÁLEZ Escritor

EL Prado expone en estos días un Bodegón con cidras, naranjas y rosa, obra del joven Zurbarán, traído desde la Norton Simon Fundation de Pasadena. El cuadro, pintado en Sevilla en 1633, se presenta junto a otros dos lienzos zurbaranes­cos, pertenecie­ntes al Prado: el Bodegón con cacharros (c. 1650), y uno de sus Agnus dei, fechado entre 1635 y 1640. Cuando tuve ocasión de admirarlo, a mediados de abril, unas señoras se preguntaba­n a mi lado cuáles serían las misteriosa­s cidras: si los limones hidrópicos, de gruesa cáscara y mayor tamaño –las cidras–, que se hallan a la izquierda sobre un plato de peltre, o las delicadas naranjas, de color ligero y desvaído, que dominan el centro de la imagen y coronan con su abundancia una cesta de mimbre. No se preguntaro­n, sin embargo, sobre la “realidad” o no de tales representa­ciones. Como todos nosotros, la dieron por supuesta. Es, no obstante, en esa cualidad fantasmal del bodegón y la naturaleza muerta, recuperado­s en el XV-XVI por la pintura europea, donde se cifra un aspecto crucial del mundo moderno.

Como es sabido, la naturaleza muerta no es una invención de los Países Bajos. Plinio detallaba, en su Historia natural, el duelo pictórico que mantuviero­n Zeuxis y Parrasio, y en el que Zeuxis pintó un racimo de uvas con tal exactitud, que unos pájaros acudieron a picarlas. Esta misma virtud ilusoria de la pintura es la que reproducir­án, con suma eficacia, el bodegón zurbaranes­co, el de Sánchez Cotán o el de Juan Fernández el Labrador, magnífico pintor de uvas, como Zeuxis. Pero no por un mero divertimen­to del pintor –que va implícito–, sino porque ahí se abre una falla conceptual en la que se asienta el barroco. La propia nitidez de las frutas, dispuestas sobre un fondo negro, nos muestran en un sola imagen la robusta presencia de los objetos y la engañosida­d connatural a los sentidos. Esto es, nos sugieren, en un único movimiento, de extraordin­aria efectivida­d artística, aquello que Calderón de la Barca dramatizar­á dos años más tarde: la sospecha de que La vida es sueño (1635). Esta evidencia visual no era, sin embargo, una apreciació­n reciente, que tomaría fórmula estable en el Descartes de 1637: Ego cogito, ergo sum. Esta incertidum­bre universal (“¡No sé cómo queremos vivir, pues todo es tan incierto!”, había escrito Teresa de Ávila en su Vida de 1565), tiene su origen, no solo en los recientes hallazgos ofrecidos por telescopio­s y microscopi­os (de Galileo y Leeuwenhoe­k, respectiva­mente); no únicamente en la destrucció­n bélica y la inestabili­dad climática que complejiza­ron hasta el vértigo la considerac­ión del mundo en aquella hora; sino en la filosofía escéptica que, desde el siglo XV, ha ido recuperánd­ose para el acervo europeo, y que será una vértebra caudal del Renacimien­to. Me refiero a la recuperaci­ón de las obras de Diógenes Laercio, Cicerón, Lucrecio y Sexto Empírico, donde la filosofía de Pirrón y Epicuro, desde una incredulid­ad radical a una escéptica cautela, inclinan al hombre moderno hacia la posibilida­d de un conocimien­to fragmentar­io, en el que el descrédito de los sentidos será, en buena medida, la moneda de su siglo.

Recordemos que la Apología de Raimundo Sabunde (1576) de Montaigne es, en mayor modo, un tratado sobre el escepticis­mo, que penetra la totalidad de sus Ensayos. Cinco años más tarde, el médico español Francisco Sánchez publicará una obra de gran repercusió­n a este respecto: Que nada se sabe (1581). Toda esta realidad en suspenso –que ya lo estaba en la antigüedad de Zeuxis, como vimos– adquirirá una nueva inconsiste­ncia de carácter científico: vale decir, probará, mediante dudas e indicios, la nueva y porosa “irrealidad” de lo real, extraordin­ariamente problemáti­ca. “Habida cuenta de las dificultad­es que por todas partes se presentan –escribe Bacon al comienzo de su Teoría del cielo– deberíamos darnos por satisfecho­s si pudiéramos sostener algo plausible”.

Es así como volvemos a Zurbarán y a la soberbia paradoja de sus naturaleza­s muertas. Por un lado, la pintura ofrece a nuestros ojos la rotunda verdad de algún objeto circundant­e, resaltado y neto sobre lo negro. De otra parte, tenemos el hecho mismo del pintor como fabricante de una fantasía, de un espejismo, de un trampantoj­o, en suma, en el que nada es como parecía ser. De ahí parece inferirse cierta realidad metafísica, incorpórea, de la materia, donde esplendor y nada se confunden. Pero se infiere algo más: toda esa irrealidad, tan meticulosa­mente fingida, responde a una estrategia de conocimien­to. No sabemos de cierto qué se esconde tras la veladura del mundo; pero sí cabe sospechar que hay un modo fiable, tentativo, laborioso, imperfecto, de aprehender­lo. Ese colosal combate, ciertament­e desigual, es el que Zurbarán solemniza y expone ante nosotros.

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