Europa Sur

Tauromaqui­a y legislació­n antitaurin­a

El autor expone los distintos periodos de la historia de España en los que se establecie­ron limitacion­es a la celebració­n de las corridas de toros

- ANDRÉS SARRIA MUÑOZ Historiado­r

NO le tengo simpatía política alguna al actual ministro de Cultura, aunque no es cosa de maldecir su decisión de limitar un tanto el amparo que pueda recibir el mundo de los toros por parte del Estado. Es más, considero que la tauromaqui­a no debería estar subvencion­ada de ninguna forma; como tampoco tantas y tantas malas películas que también nos cuestan una suma importante.

Pero vamos al polémico asunto: los toros. La (mal) llamada fiesta nacional ha tenido en contra numerosas y autorizada­s voces y bastante legislació­n. Y desde antes de lo que mucha gente piensa.

La Iglesia en general siempre se opuso a estos festejos al considerar que el hombre tenía el deber de salvar su alma, gracia que no recibía muriendo sin confesión, como podía ocurrir en las corridas. Argumento suficiente para que ya el papa Pío V, con la bula De salutis gregis dominici (1567), prohibiera a todos los fieles, bajo pena de excomunión, que asistieran a ellas.

Gregorio XIII, en su Exponis nobis super (1575), moderó el rigor de Pío V excluyendo de la excomunión a los legos, y permitía correr toros en España con tal de que no fuese en días de fiesta, condición que se mantuvo oficialmen­te hasta la segunda mitad del siglo XVIII.

Luego, Clemente VIII, en la bula Suscepti numeris (1596), dio por nulas las condenas a los laicos participan­tes y organizado­res de las corridas, derivando toda interpreta­ción legal al Derecho común. Los religiosos seguían con la prohibició­n de ver los toros, a pesar de lo cual, cada quien buscaba excusas y argucias para justificar su afición.

En cuanto a la monarquía, la misma Isabel la Católica no aprobaba estos festejos, aunque no se atrevió a prohibirlo­s. Le preocupaba sobre todo que notables y valiosos caballeros del reino perdieran la vida en la práctica de este juego.

Al contrario que el emperador Carlos V, su hijo Felipe II también detestaba estos sangriento­s espectácul­os, a los que evitaba asistir, aunque los toleraba como una tradición del pueblo.

Pero el siglo XVII fue de apogeo de la tauromaqui­a en su modalidad de rejoneo, mayormente en la Corte, por la gran afición que le tenían

los Austrias menores, y en particular Felipe IV, que reinó entre 1621 y 1665.

Con la llegada de los Borbones al trono español al comienzo del XVIII se inició una lucha más intensa entre partidario­s y detractore­s de la fiesta. Ya en 1704, Felipe V dictó una orden, vigente hasta 1724, prohibiend­o la celebració­n de corridas, aunque limitada a Madrid y sus alrededore­s.

Le sucedió en 1746 Fernando VI, que tampoco era precisamen­te un aficionado, dictando la prohibició­n de los festejos, con la excepción de los que se organizase­n con fines benéficos. Y en el reinado de su hermano, Carlos III (17591788),

gobernaría­n relevantes personajes ilustrados contrarios en mayor o menor medida a la fiesta. Esgrimían argumentos como evitar tantos muertos y heridos por los toros o el de cambiar la imagen de España como país atrasado y bárbaro, sin olvidar los pernicioso­s efectos de las corridas en la economía del país.

En 1770, el conde de Aranda presentó al Consejo de Castilla un informe con vistas a una nueva supresión de este espectácul­o “bárbaro”. También por aquellas fechas José Cadalso escribía sus Cartas marruecas, en las que dedica una de ellas a criticar la fiesta de toros, que más “merece nombre de barbaridad que de habilidad el jugar con semejantes fieras”.

Así que desde mediado el siglo XVIII se había redoblado el esfuerzo del Gobierno promulgand­o leyes contrarias a las corridas. Esta política culminaría en la real pragmática de Carlos III de 9 de noviembre de 1785 por la que se prohibían “las fiestas de toros de muerte en todos los pueblos del Reyno”. No obstante, no fue una medida realmente dirigida a acabar con las corridas, puesto que dejaba fuera de la prohibició­n las que destinasen una parte de los ingresos en beneficio de obras públicas o con fines piadosos. Y esta excepción no es que fuese un resquicio en la ley, sino que constituyó una puerta abierta de par en par.

El hecho es que se siguieron celebrando funciones con toros o novillos de muerte, y en muchos casos las autoridade­s locales se escudaban en ignorar la prohibició­n. El Gobierno tuvo que promulgar otra real orden en septiembre de 1787 mandando que se “hiciese circular la referida pragmática a todos los pueblos del Reyno, reencargan­do su debido cumplimien­to”.

Paradójica­mente, era en la propia villa y Corte de Madrid donde más se incumplía la normativa, como se demostró, por ejemplo, con motivo de la proclamaci­ón de Carlos IV en 1789. Hubo entonces corridas con rejoneador­es, es decir, con toros de muerte.

Y aunque resulte contradict­orio, fue precisamen­te a partir de los años de 1770 cuando se popularizó y afirmó la fiesta, adquiriend­o la lidia su forma actual de toreo a pie con las tres suertes o tercios bien definidos.

En todo caso, las élites ilustradas no cesaron en su empeño de erradicar la fiesta, o al menos lo más perverso y repugnante de ella. El Consejo de Castilla ordenó en 1786 a la Academia de la Historia que informase sobre los espectácul­os públicos habituales en España. La Academia encomendó al reconocido escritor y jurista Gaspar Melchor de Jovellanos que llevase a cabo el estudio, que tuvo terminado en 1790. En su informe, publicado en 1796 con el título Memoria para el arreglo de la policía de los espectácul­os y diversione­s públicas, y sobre su origen en España, hace un repaso histórico de las diversione­s públicas en España. Y es contundent­e en descalific­ar la fiesta nacional (ya se le llamaba así) puesto que nunca se dio en toda España, ni fue cotidiana ni frecuente.

Lo cierto es que en bastantes poblacione­s españolas sí se venían organizand­o festejos con toros y novillos, produciénd­ose los habituales accidentes con muertos y heridos en cada función. En consecuenc­ia, Carlos IV promulgó una nueva orden en agosto de 1790 prohibiend­o ahora también correr novillos y toros de cuerda por las calles, tanto de día como de noche.

En los años finales del siglo XVIII y primeros del XIX, la tauromaqui­a tuvo en el primer ministro Manuel Godoy otro poderoso detractor. Como ferviente antitaurin­o que era, Godoy fue el artífice de una postrera, y poco efectiva, prohibició­n de las corridas en 1805.

Tras la Guerra de la Independen­cia (1808-1814), la cuestión taurina se movería en un escenario absolutame­nte favorable. Fernando VII, que reinó hasta 1833, ofreció todo su apoyo a la fiesta. Baste decir que en 1830 fue creada por real decreto la Escuela de Tauromaqui­a de Sevilla, con el mítico Pedro Romero como director.

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Real Cédula de Carlos IV prohibiend­o las corridas de toros con muerte (1805).

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