Conexión directa
CUANDO PROBAMOS VEHÍCULOS deportivos, muchas veces nos planteamos una duda recurrente que trasladamos a la portada de este número. ¿Cambio manual o automático? Hace algunos años, la respuesta estaba más que clara si lo que de verdad valorabas eran las sensaciones deportivas. El cambio manual se imponía por goleada, ya que los cambios automáticos no ofrecían ni la rapidez, ni la suavidad, ni la finura de funcionamiento para que resultaran recomendables. Recuerdo casos muy concretos como el cambio tiptronic en los Porsche más deportivos o el R tronic en el primer Audi R8.
Sin embargo, en los últimos tiempos la evolución de las transmisiones automáticas ha sido tan salvaje, que realmente ofrecen un gran equilibrio en su funcionamiento, y desde luego no cercenan radicalmente las virtudes de un buen automóvil deportivo.
No obstante, he de decir que en mi caso sigo prefiriendo la conexión que ofrece una buena transmisión manual. El hecho de contar con tres pedales y una palanca sobre la que constantemente poner la mano derecha para seleccionar las marchas genera un vínculo difícil de igualar por un cambio automático, por mucho que ahora tengan levas y sean mucho más rápidos en su funcionamiento.
Llegar a una curva, frenar mientras giras el pie para dar un toque al acelerador y engranar una marcha inferior para afrontar el giro con la cantidad correcta de revoluciones para salir de la manera más eficaz en cuanto pasas el vértice es un acto mágico. Es como si tus brazos y pies fueran piezas fundamentales para el correcto funcionamiento de la máquina. Y te invade un torrente de sensaciones que quieres repetir una y otra vez.
La clave está en la implicación en el propio acto de conducir. Es evidente que los mejores cambios automáticos hacen que los coches sean todavía más rápidos, ya que ahorran al conductor muchos gestos que no hacen sino añadir segundos al cronómetro. Si sólo tienes que preocuparte de acelerar, frenar y girar, la cosa se simplifica mucho. Pero si en la ecuación metemos el cambio manual, la intervención del conductor resulta vital; es totalmente necesario para conseguir que un automóvil sea rápido y eficaz. Si lo manejas mal, la penalización a pagar es altísima. Pero si lo haces bien, la recompensa es tan gratificante que generarás un vínculo indisoluble con tu máquina. Y eso no tiene precio. Es algo que no se explica con palabras, sino con sentimiento.