Excelencias Turísticas del caribe y las Américas
Pánico en el fondo de la bahía
HABÍA LOGRADO ESTAR EN CONTACTO CON TODOS LOS PECIOS DE LOS BARCOS DE LA ESCUADRA DE CERVERA QUE YACEN EN LAS PROFUNDAS AGUAS DE SANTIAGO DE CUBA DESDE 1898, SOLO ME FALTABA BUCEAR EN EL PECIO DEL CARBONERO NORTEAMERICANO USS MERRIMAC PARA CERRAR EL CÍRCULO
Liderado por el Dr. Vicente González, un grupo de buceadores nos dispusimos a afrontar el buceo en el pecio del carbonero norteamericano USS Merrimac, hundido exprofeso el 3 de junio de 1898, en una acción de comando llevada a cabo por la Marina de Estados Unidos con la intención de embotellar a la escuadra española del almirante Cervera, sitiada en el interior de la bahía de Santiago de Cuba durante el bloqueo de la Guerra hispano-cubano-norteamericana de 1898. El intento se tornó en fracaso. Resulta ahora un hecho largo de explicar, pero es obvio que se trataba de una oportunidad única.
Lo había intentado en otra ocasión, mas las difíciles caractéristicas de esta bahía de bolsa sometida a grandes corrientes provocadas por las mareas, y la poca visivilidad de sus aguas en superficie me lo habían impedido: no se pudo localizar el pecio y hubo que desistir.
Esta vez nos acompañaba un equipo del prestigioso programa Thalassa de TV3 de la Televisión de Cataluña, dedicado al mar y a sus gentes, lo cual me permitiría difundir mi pasión por el buceo en los pecios de la escuadra de Cervera, tema sobre el cual versaría el documental. También representaba un reto personal muy importante: ya había estado en contacto con todos los pecios de los barcos españoles que yacen en las profundas aguas de Santiago de Cuba, únicamente me faltaba el norteamericano para cerrar el círculo, algo difícil de conseguir, en verdad, para un extranjero. De conseguirlo, solo me restaría el Infanta María Teresa, el buque insignia que descansa en Cat Island, en Bahamas, mas esa es otra larga y gran historia.
Ese día me sonrió la suerte. Y, no obstante, me llevé uno de los mayores sustos
que he tenido bajo el mar. Si bien esta vez estábamos mucho mejor preparados, porque disponíamos de una embarcación que se pudo emplazar sobre el pecio y logramos realizar la inmersión descendiendo a través del cabo del ancla, debo decir que costó bastante localizar el Merrimac. Por fin lo encontró el sonar tras varios intentos. Sin esa ayuda electrónica seguramente hubiéramos vuelto a fracasar.
Pertrechados con nuestros equipos de buceo, cuando se dio la señal para saltar nos lanzamos al mar. Bajamos en parejas por el cabo hacía el fondo para reunirnos en el pecio, como se había previsto en la charla previa a la inmersión. El descenso resultó muy angustioso: aunque me hallaba distante medio metro de mi compañero, no le veía la cara. El agua, de color marrón, me hacía pensar que buceaba en el interior de una taza de chocolate. Increíblemente, después que alcanzas 5 o 6 m, se torna transparente. Recuerdo que miraba hacia arriba y parecía que sobre mi cabeza había una bóveda a través de la cual se colaban los rayos de sol de la tarde, dándole un aspecto místico a la superficie.
Debajo de mis aletas pude por fin ver el pecio en toda su dimensión. Era impresionante. Habíamos elegido la tarde porque a esa hora, por el paro de marea, es cuando el mar está en calma sin corrientes.
El barco carecía de arboladura, sin embargo, por ser de acero se mantenía muy conservando, a pesar de los más de 100 años que llevaba tumbado debajo del agua: la bahía lo había protegido de los embates del mar.
Una vez en el fondo y todos los submarinistas reunidos, Vicente me llamó y por señas me explicó dónde se hallaban situadas las cargas sin explotar, emplazadas por los marinos norteamericanos a babor y a estribor del carbonero para hundirlo. Me sentía extasiado cuando de pronto todo empezó a temblar y a escucharse un sonido ensordecedor.
Es importante señalar que lo que ahora narro ocurrió a mediados de marzo de 2010, justo dos meses después del mortífero terremoto que asoló Haití. No tardé en convencerme de que estaba asistiendo a un seísmo submarino. Mi intención fue ascender a la superficie, pero Vicente me lo impidió sujetándome con firmeza. Como no podíamos hablar, me tranquilizó a base de señas e hizo que me agarrara al barco que se movía como un flan.
Poco a poco pude calmarme y cuando volvió el silencio y el barco dejó de sacudirse, volví a disfrutar de la inmersión, aunque, debo confesar, con un sesgo de preocupación. Me resultaba inquietante permanecer en el fondo, de veras tenía ganas de que todo acabara.
Alcancé a ver el interior del pecio sin entrar en él. Puedo asegurar que es lo más oscuro que he visto bajo el mar en mi vida, ni el haz de la linterna alumbraba por la cantidad de limo en suspensión que había y le daba un aspecto fantasmagórico. Si existe el infierno debe ser parecido. Creo que sería incapaz de entrar ahí aunque se escondiera en su interior todo el Oro de los Incas.
Ya en la superficie, Vicente se reía de mí, mientras me explicaba que el temblor y el ruido lo habían producido el paso sobre nosotros del Royal Caribbean. Que yo estaba haciendo el cuento porque me había sujetado, pues en mi ascensión las hélices del crucero, con sus más de 3 m de radio, me hubieran provocado una muerte segura. Esta es mi experiencia en el pecio del Merrimac que me heló la sangre y despertó mi pánico en el fondo de la bahía de Santiago de Cuba.