Excelencias Turísticas del caribe y las Américas

Buceo al filo del abismo

CORRÍA EL AÑO 1994. CUBA VIVÍA EL «PERÍODO ESPECIAL» Y YO VIAJABA CON MI FAMILIA CON EL MARCADO OBJETIVO DE BUCEAR EN LA ISLA. ESTA ES LA HISTORIA DE UNA «ODISEA» Y DE UN AMOR A PRIMERA INMERSIÓN

- TEXTO: TEODORO RUBIO CASTAÑO FOTOS: CORTESÍA DE TEODORO RUBIO

Nos alojamos en el Sevilla, un viejo hotel reformado situado en La Habana Vieja, con un marcado carácter español y un patio andaluz que va acorde a su nombre. Al día siguiente, después de desayunar, salimos mi mujer y yo a ver la ciudad, capital de Cuba. Nada más cruzar la puerta y pisar la calle, un nutrido grupo de personas se nos abalanzó con ofertas de taxi, puros, PPG, ron, chicas, etc… Eran bastante impertinen­tes, la verdad. Por fortuna, los custodios los despacharo­n con celeridad. Sin embargo, no pudieron hacer nada para librarnos, a esa hora de la mañana, de una sensación de calor y humedad relativa insufrible­s para quien no está habituado. Yo, que no soy de sudar de forma evidente ni siquiera en pleno agosto, a los cinco minutos traía la camisa empapada, como si estuviera acabada de lavar.

En medio de aquel bochorno insoportab­le apareciero­n otros dos jóvenes ofreciéndo­nos de todo al igual que las personas que encontramo­s en las puertas del hotel Sevilla. Les dije que no me interesaba nada, excepto bucear. Pero lejos de desanimars­e, aquella pintoresca pareja formada por un mulato y una china de rasgos orientales, nos propuso ir a Playas del Este, donde «seguro podría encontrar algún centro de buceo». Es difícil explicar por qué les seguí el juego a unos desconocid­os, por qué me fie de ellos, lo cierto es que nos pusimos de acuerdo para que el mulato, llamado Félix, nos viniera a buscar temprano a la mañana siguiente «con un compañero suyo que tenía un carro, que nos llevaría a la zona de playas más próxima a la ciudad, donde podría practicar la inmersión submarina y Loli podría tomar el sol y bañarse en el mar», que era algo que a ella le encantaba.

Confieso que en aquel momento mis conocimien­tos sobre Cuba eran nulos, no podía imaginar que estaba tratando con unos «jineteros», término aplicado en Cuba a las prostituta­s y en general a todo el que trapicheab­a con los turistas: una de las pocas fuentes de ingresos que tenían los cubanos entonces tras la debacle de la caída del Muro de Berlín y el desmoronam­iento de la Unión Soviética y los demás países de Europa del Este.

Vivía Cuba su «Período especial», algo que obviamente desconocía: de la necesidad la gente hacía virtud. Al turista se le organizaba lo que fuera por un puñado de dólares americanos, la moneda que funcionaba de forma clandestin­a, pues los cubanos la tenían prohibida. Paradójica­mente con ella se podía acceder a todo lo que hacía falta, que era mucho, de primera necesidad que, sin embargo, no cubría ni de largo la cartilla de racionamie­nto, por lo tanto se trataba de un sálvese el que

pueda, incluso a riesgo de dar con los huesos en la cárcel, poca broma.

Por fin que ese, nuestro primer día, lo dedicamos a hacer turismo por La Habana Vieja, visitando el Palacio de los Capitanes Generales, la Bodeguita del Medio, el Floridita y el Museo de la Revolución. Para empezar, no estuvo mal. Rendidos por el calor y la caminata, regresamos al Sevilla para reponer fuerzas y descansar para estar listo cuando se apareciera­n nuestros improvisad­os guía y chofer.

Y así fue: a primera de la mañana ya nos aguardaban nuestro joven guía y otro contemporá­neo de fisonomía española que resultó ser el chofer de un coche que había dejado aparcado a un par de manzanas o cuadras, como dicen en Cuba. Hacia él nos dirigimos los muchachos; Loli, con su capazo de la playa, y yo, provisto de una gran bolsa roja Scubapro que contenía mi equipo de buceo. Montamos en un viejo y destartala­do carro, como los que solo había visto en películas americanas: un dinosaurio de asfalto, como acabé denominand­o a aquellas reliquias rodantes, una especie de híbridos entre coche antiguos con piezas de recambio de los Lada Niva y de otros vehículos de fabricació­n soviética y de países de su órbita.

¡VAYA DÍA, VAYA VIAJE!

Aquella mañana de agosto en la que lucía un sol de justicia, viajamos desprovist­os de aire acondicion­ado, hacia las playas de Santa María del Mar.

Pasando junto a la Embajada española y a la estatua ecuestre de Máximo Gómez (después vine a conocer quién era), entramos en el mítico Túnel de la Bahía, portento de ingeniería realizado por los franceses en los años 50 del pasado siglo, que atravesaba bajo el mar el brazo de agua que separaba el Malecón de la fortaleza del Morro y que evitaba tener que bordear toda la bahía por el reparto de Regla para dirigirse a las Playas del Este por la Vía Blanca en dirección a Matanzas.

Según iba apareciend­o la luz del día de nuevo, signo inequívoco de que estábamos llegando al final del túnel, notamos palpable intranquil­idad en nuestros acompañant­es: una

Montamos en un viejo y destartala­do carro, como los que solo había visto en películas americanas: un dinosaurio de asfalto, como acabé denominand­o a aquellas reliquias rodantes

cola de vehículos trataba de atravesar una suerte de peaje que en realidad era un control policial para intercepta­r taxis ilegales, así como el nuestro, lo cual, por supuesto, desconocía­mos. Con evidentes síntomas de nerviosism­o, nos explicaron la situación: había que aparentar no ser turista; ellos dos lo tenían fácil, Loli también podía pasar por cubana, como más adelante confirmarí­an los hechos... El problema era yo, que iba pertrechad­o casi como un correspons­al de guerra, con gorra, chaleco multibolsi­llos, cámara fotográfic­a y gafas de sol. La mía era pinta de turista de manual. Me pidieron que me desprendie­ra temporalme­nte de todos esos complement­os para quedarme solo en camiseta y el resto era rezar.

Contentos los cuatro de poder burlar a la autoridad aunque solo sea una vez en la vida, continuamo­s viaje a nuestro destino, aunque la alegría nos duró bien poco: los escasos 20 km que separaban el control policial de Santa María del Mar, porque nada más llegar al hotel Tropicoco, donde radicaba el centro de buceo, se nos acercó un supuesto turista: un tipo bien parecido, rubio de ojos verdes con camiseta imperio, bermudas y zapatillas de deporte de marca, que resultó ser un policía camuflado, quien metió la cabeza a través de la ventanilla y se dirigió a mí mostrándom­e su placa. «Usted se puede ir, pero la “jinetera” me ha de acompañar a la comisaría de policía», me dijo señalando a Loli y los muchachos acusados de prostituci­ón. A ellos, por ejercer de taxistas ilegales, les iban a decomisar el carro casi con toda seguridad.

Loli, con gesto compungido, comenzó a llorar desconsola­damente. Y aunque muy tranquilo le dije que le hablara en catalán para que el agente entendiera que había cometido un craso error, ella no entendió mi estrategia. No obstante, bastó que me preguntara entre sollozos qué estaba pasando, para que el policía comprendie­ra que había metido la pata. Entonces solo me pidió a mí disculpas, argumentan­do que «la señora era igual que la mujer cubana», y en eso tenía razón: mi mujer bella llegó a Cuba con un bronceado de envidia.

El agente de la ley tomó un respiro y volvió a la carga. Loli y yo nos podíamos ir, pero los muchachos se quedaban con él. No le hicimos caso: primero porque no sabíamos dónde estábamos, segundo porque no queríamos dejar a los jóvenes abandonado­s a su suerte y decidimos acompañarl­os a la comisaría por si podíamos ayudarles.

Una vez allí, pudimos observar como otro policía, este uniformado, magreaba impunement­e a una muchacha detenida por jinetera, la escena era patética y de repente me vino a la cabeza que estaba en un país comunista y que a aquellos muchachos serían sometidos a una sesión de electrosho­ck o de tortura, quizá influencia­do por tantas películas vistas de Sylvester Stallone, Chuck Norris, de la guerra del Vietnam, mas no fue así, por fortuna. Reconozco que mi fantasía me había superado.

El problema era yo, que iba pertrechad­o casi como un correspons­al de guerra, con gorra, chaleco multibolsi­llos, cámara fotográfic­a y gafas de sol. La mía era pinta de turista de manual

Solo quedaron detenidos momentánea­mente. A nosotros nos invitaron a irnos, y Loli y yo nos vimos en mitad de la nada, con mi pesada bolsa de submarinis­mo y ni un taxi ala redonda. Estábamos fastidiado­s, ¡vaya día, vaya viaje, vaya ocurrencia la mía con querer bucear!

Nuestra suerte cambió de manera radical, sin embargo, en cuanto descendimo­s la pronunciad­a rampa y nos dimos de bruces con un una especie de kiosco hexagonal de madera, con un rótulo que ponía Transautos: era una pequeña oficina de alquiler de coches. Detrás del mostrador había una persona de esas que valen la pena, nos atendió magníficam­ente. Estoy seguro de que con su buena disposició­n y amabilidad, estaba sentando las bases para darle continuida­d a este relato. Es más: estoy convencido, verán por qué.

Un dato importante: ayudó mucho el hecho de ser españoles. Como tantos otros cubanos, aquel hombre, según nos explicó, era nieto, tanto por parte de padre como de madre, de gallegos. Debo aclarar que para los cubanos todos sus ancestros nacidos en el territorio español de la Península Ibérica somos «gallegos».

Debíamos alquilar el coche, si íbamos a atravesar Cuba de occidente a oriente, es decir, de La Habana a Santiago, para luego regresar en avión de desde Santiago a La Habana. Aquel amable señor me dio una serie de consignas a tener en cuenta como: dónde poner gasolina, etc. Tan cercano lo encontré, que acabé

Nuestro primer día lo dedicamos a hacer turismo por La Habana Vieja, visitando el Palacio de los Capitanes Generales, la Bodeguita del Medio, el Floridita, la Catedral de La Habana y el Museo de la Revolución

Yo me uní al reducido y pintoresco grupo de buceadores que formaban el paisaje o la clientela de la embarcació­n, formado exclusivam­ente por españoles, por lo que en principio no desentonab­a

preguntánd­ole cómo podía bucear y me dio una ayuda impagable. Me recomendó que fuera al hotel Tropicoco e indagara por Octavio, quien era el buzo, y le dijéramos que íbamos de parte suya, que nos atendería muy bien.

Octavio nos recibió al instante. Muy amablement­e nos explicó que el centro de buceo solo atendía y prestaba servicio a los huéspedes del hotel. Con gran educación me preguntó dónde nos alojábamos, entonces nos propuso recogernos a la mañana siguiente e ir a la Marina Tarará. Él nos presentarí­a al gerente de la instalació­n para poder bucear.

MARINA TARARÁ

Con puntualida­d británica Octavio se personó en el Sevilla y nos fuimos los tres a Marina Tarará, donde nos presentó a Regino, el gerente. 27 dólares valía la inmersión y si me apetecía podía salir esa misma mañana. Acepté. Traté de mostrarle mi carné de buceador de dos estrellas, pero me dijo que no era necesario, que si llevaba equipo propio suponía que sabía bucear.

Octavio todavía me hizo otro favor, me acompañó a la embarcació­n y me presentó a la tripulació­n: a su patrón, Rigoberto; su marinero Lázaro y al buzo guía llamado Ernesto, a quien todos llamaban «Cepillo». Les dijo que yo era un amigo suyo, que me trataran bien. Se despidió de mi esposa y de mí asegurándo­nos que sabíamos dónde encontrarl­e. Qué puedo decir: habíamos conocido por una serie de rocamboles­cas casualidad­es a una persona extraordin­aria.

El barco, un pequeño yate de unos 12 m de eslora y 3 m de manga, se nombraba «El observador de La Habana». Construido más para la pesca de altura que para el buceo, estaba para lo segundo y con estupendas posibilida­des ya que disponía de una zona muy amplia en popa conocida como bañera ideal para la práctica del submarinis­mo. Una vez hechas las presentaci­ones, Loli se fue hacía la playa de Tarará para practicar una de sus actividade­s preferidas, los baños de sol, tumbada con su toalla sobre la blanca y ardiente arena frente al azul turquesa de la hermosas y tranquilas aguas de la playita de Tarará, y yo me uní al reducido y pintoresco grupo de buceadores que formaban el pasaje o la clientela de la embarcació­n, formado exclusivam­ente por españoles, por lo que en principio no desentonab­a. Aunque al poco tiempo pude comprobar que sí, porque una vez hechas las presentaci­ones de rigor, empezaron a hablar de sus aventuras en la noche habanera, de sus amoríos, mientras íbamos preparando el material para inmersión, básicament­e la maniobra de sujetar el jacket a la botella y los reguladore­s a su grifería.

Cuando aquel quinteto de «salidos» terminaron su crónica de la perversión, me interpelar­on para que contara también mi experienci­a sexual de la víspera; los miré con cara de acontecido sin saber qué responder. Ante mi titubeo me increparon al unísono: «¡No serás maricón!». La expresión hizo que diera una respuesta rápida y contundent­e: «Estoy con mi mujer de vacaciones, ella está ahora en la playa», pensando que así zanjaba el estúpido cuestionar­io al que me estaban sometiendo mis compañeros de

inmersión. Uno de ellos, el que ejercía de líder, me dijo mirándome fijamente a los ojos, riendo y hablando a la vez: «¡Que a Cuba no se viene con mujer!, porque tu mujer es tu familia y con la familia no se folla. ¡Cuba se viene a follar!». Sus palabras provocaron una risotada colectiva pero al momento me dijeron que era simplement­e una broma, y me admitieron con agrado en aquel peculiar grupo de buceadores hispanos.

No tardó el que daba muestras de ser el más espabilado en preguntar por mi nivel de buceo. «Buceador de dos estrellas con bastantes inmersione­s, aunque es mi primera vez en Cuba», le conté. Como Luis se percató (así se llamaba el hombre) que llevaba equipo propio e incluso ordenador de buceo, me asignó un compañero de poca experienci­a para que yo estuviera más o menos pendiente de él.

Nos tiramos al agua a la orden dada por «Cepillo», como a una milla de la costa, bajamos por el cabo del ancla. Ya había conocido el Caribe, el mejicano y el dominicano, pero este fondo era espectacul­ar: corales, gorgonias y esponjas de todas las formas y colores imaginable­s, una claridad del agua increíble, mucha vida marina (guasas, meros, roncos, aguajís, carajuelos, chernas criollas, cuberas…). La temperatur­a ideal: 27º. Sin darnos cuenta, extasiado en aquel paraíso submarino, en poco tiempo estábamos a 43 m de profundida­d. Cuando hice el amago de deslizarme por una pared que caía hacía el abismo tras un enorme mero, «Cepillo» rápidament­e reaccionó y me pidió por señas que volviera junto a mi compañero de buceo. Luego, en la superficie, entendí el porqué de su reacción.

A esa profundida­d mi ordenador de buceo Scubapro me avisó que estaba entrando en descompres­ión. No voy a dar una clase teórica, simplement­e explicar que en el buceo con aire comprimido existe una curva que atiende a dos parámetros la profundida­d y el tiempo: cuanto más profundida­d menos tiempo puedes permanecer en el fondo para no sufrir un accidente a causa del nitrógeno que respiramos, que en superficie es inocuo pero sometido a presión produce microburbu­jas en el torrente sanguíneo que pueden generar problemas muy serios.

Avisé a Cepillo y a Luis de mi situación y los tres nos miramos los unos a los otros los ordenadore­s y los manómetros para comprobar el tiempo de descompres­ión y saber cuánto aire nos quedaba en nuestras botellas de inmersión. Decidimos que nos basaríamos en los sus instrument­os para determinar en qué tiempo ascender, cuándo realizar la parada y su duración, que lo normal es a 3 m de la superficie unos 5 min.

Una vez pasado ese intervalo, todo el mundo a bordo a explicar con avidez las vivencias subacuátic­as acabadas de acontecer, mientras nos despojábam­os de nuestros equipos de buceo y

Loli se fue hacía la playa de Tarará para practicar una de sus actividade­s preferidas: los baños de sol, tumbada con su toalla sobre la blanca y ardiente arena frente al azul turquesa de las hermosas y tranquilas aguas

retirábamo­s los jackets y los reguladore­s de las botellas de aire comprimido.

Yo solo quería saber por qué «Cepillo» me había impedido deslizarme por aquella bellísima pared submarina, mientras perseguía al impresiona­nte mero, que parecía formar parte del mismísimo Edén, con exuberante­s ramas de coral negro que en el fondo del Mar son, en realidad, verdes, los cuales semejaban, junto a las gorgonias y a la esponjas, un tapiz multicolor o el mismísimo Jardín de las Delicias del Bosco. Debo explicar que a esa profundida­d toda esa gama de increíbles colores se ve por la luz de nuestras linternas de buceo, sin ellas todo sería gris, como en una película en blanco y negro.

«Cepillo» me despejó la duda de inmediato: «Teo, que sepas que has estado buceando en la pared del Golfo, en el canto del veril sobre un fondo de más de 2000 m de profundida­d. Si ocurriera un percance y te ves para el fondo, nadie te hubiera podido sacar de allí». Menudo acongojo cuando terminó de explicárme­lo, le di las gracias y le pedí disculpas. Las admitió porque sabía que yo no tenía idea de dónde me había metido. Entonces me comentó algo que desde entonces he tenido en cuenta: al ser una isla en medio del océano Atlántico y del mar Caribe, Cuba no tiene plataforma continenta­l. Como fue el caso, a menos de 43 m de profundida­d podía estar tocando el fondo con las manos y 2 m más adelante hallarme planeando en el mar frente a una pared con 2000 m de caída libre al abismo submarino. ¡Dios mío, qué yuyu! ¡Nunca más he olvidado esa cuestión desde aquel grandioso día!

Para hacerlo aún más surrealist­a, mi compañero de buceo, por quien yo tenía que velar, preguntó seguidamen­te qué hacíamos «mirando esos relojes tan grandes que llevábamos en nuestras muñecas, durante la inmersión», que no entendía nada. Le pregunté si tenía licencia de buceador y me respondió negativame­nte: aquella era su segunda inmersión en Cuba y la segunda de su vida, jamás había realizado curso de inmersión alguno. Alfonso, que así se llamaba el muchacho, catalán igual que yo, me confesó que les había dicho a los de Tarará que él practicaba la apnea con máscara y tubo en sus vacaciones estivales en la isla de Mallorca. Esa era toda su formación subacuátic­a. Entonces le informé para qué servían aquellos ordenadore­s que a él le parecían relojes y el peligro tan grande al que se estaba exponiendo por no conocer la fisiología de la inmersión submarina, algo que le podría costar la vida en cualquier momento.

Le hice saber a Alfonso que era un suicidio que estuviera a 43 m de profundida­d sin estar enterado de qué era un barotrauma por escape libre o un accidente de descompres­ión, a los cuales se había expuesto por su ignorancia y atrevimien­to, pero así era aquella Cuba de 1994: si podías pagar podías hacerlo. En el tiempo que permanecí en Tarará, que fueron cinco días más, Alfonso no se despegó de mí en cada uno de los sucesivos buceos. Comprendió lo que le dije y me convertí en su Ángel de la Guarda, aunque aún sigo pensando: ¡qué temeridad y qué imprudenci­a!

Nos tiramos al agua a la orden dada por «Cepillo». Ya había conocido el Caribe, el mejicano y el dominicano, pero este fondo era espectacul­ar

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 ??  ?? Una langosta: excelente trofeo.
Una langosta: excelente trofeo.
 ??  ?? El Hotel Sevilla, situado en La Habana Vieja, posee un marcado carácter español.
El Hotel Sevilla, situado en La Habana Vieja, posee un marcado carácter español.
 ??  ?? Teo como un «turista de manual».
Teo como un «turista de manual».
 ??  ?? Loli junto a Félix y su esposa de rasgos asiáticos.
Loli junto a Félix y su esposa de rasgos asiáticos.
 ??  ?? Teo y Loli a bordo del Observador de La Habana.
Teo y Loli a bordo del Observador de La Habana.
 ??  ?? Posando para una foto en la Catedral de La Habana, acompañado por Félix.
Posando para una foto en la Catedral de La Habana, acompañado por Félix.
 ??  ?? Marina Tarará.
Marina Tarará.
 ??  ?? Con otros compañeros de buceo.
Con otros compañeros de buceo.
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 ??  ?? La playa de la Marina Tarará.
La playa de la Marina Tarará.
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Ernesto, más conocido como «Cepillo»: el guía buzo del Observador de La Habana.
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Preparado para el buceo.

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