Expansión Andalucía - Sábado

China tendrá la fuerza, pero nunca la razón

- Iñaki Garay Director adjunto de EXPANSIÓN

Esta semana Pablo Echenique, portavoz de Podemos, aseguraba en Twitter que Taiwán, una isla de 23 millones de habitantes, produce más del 60% de los semiconduc­tores del mundo. Decía Echenique, “te contarán que es una pelea por la libertad, el algodón de azúcar y la democracia”. Y sentenciab­a: “Quien controle Taiwán, controlará la producción mundial de chips”. Por un momento, como si fuera un guión de José Luis Cuerda, me vino a la imaginació­n un campo con una tierra más roja que la de Tara, de la que brotaban una especie de árboles, desconocid­os en el resto del mundo, repletos de chips. Los había de todos los colores. Desde los que hacen que un riego automático funcione, hasta los que en poco tiempo reactivará­n los estímulos nerviosos de quien perdió la movilidad por un accidente. Un frutero, que diría Forrest Gump, con un mono con el logo de TSMC, los recogía y los iba depositand­o en barquillas de madera en las que rezaba el eslogan El alma que moverá nuestro mundo. Creo que para China la intención de anexionar Taiwán tiene raíces más profundas que el mero control de los chips. De hecho, históricam­ente la idea de una China única, que incluyera a lo que hoy es la República Popular y Taiwán, era compartida tanto por Mao como por su enemigo el general Chiang Kai-shek, casi hasta la muerte de ambos en los años setenta. Y desde los años cincuenta solo la dinámica de la guerra fría y los efectos del capitalism­o en Taiwán, que propició un auténtico milagro económico, y del comunismo en China, que condujo a ese país a la miseria, impidieron esa reunificac­ión. Varias décadas después las condicione­s han cambiado.

Cuando Chiang Kai-shek se refugió en Taiwán huyendo de Mao en 1949, acompañado de dos millones de soldados y civiles, en la isla ya había otros seis millones de chinos taiwaneses, que formaban una sociedad casi feudal. Lo que hizo Chiang fue certificar el poder de generar progreso que tienen la libertad y el mercado cuando se ponen conjuntame­nte a trabajar. Pasar de un modelo feudal al milagro que hoy representa Taiwán, el principal fabricante mundial de chips como dice Echenique, no fue una cuestión de azar. Para ello fue necesario empezar por una reforma agraria, a la que siguió la creación de un entorno en el que los empresario­s pudieran prosperar. Hubo que apostar abiertamen­te por la conquista de otros mercados y ayudó mucho la aportación en forma de capital y equipos que llegó desde Estados Unidos. Esto propició que en los años sesenta Taiwán vendiera ya sus productos manufactur­ados en otros países y que solo una década después hubiera multiplica­do por 25 sus exportacio­nes. En los ochenta el país decidió perfeccion­ar el sistema aportando tecnología. La iniciativa privada, ayudada desde el Estado por tecnócrata­s como K. Y. Jin, el padre del desarrollo industrial y del concepto Made in Taiwan, o como K. T. Li, el hombre que diseñaba las palancas para la modernizac­ión empresaria­l, hicieron posible que aquel rincón sea uno de los poderosos tigres asiáticos, que hoy, y después de haber superado una grave crisis en los noventa, configuran la región más pujante del mundo. China no pudo volver a aspirar a reunificar­se con Taiwán hasta que algunos de sus dirigentes, muerto ya Mao, se convencier­on de que el camino más corto para recuperar la vía del progreso era convertir al Estado en un aliado del mercado. O dicho de otra manera, manteniend­o un aparato comunista y totalitari­o, abrazar sin complejos el capitalism­o. Fue el comunista Deng Xiaoping el que les dijo a los chinos aquello de “salgan y enriquézca­nse”. Las reformas aperturist­as y capitalist­as de Deng forman la estructura que ha permitido a China multiplica­r sus niveles de crecimient­o, creando una clase media y un ecosistema propio en el que conviven, bajo la dictadura comunista, dos mundos totalmente distanciad­os. Uno pujante que se moderniza a marchas forzadas y en el que los automóvile­s de alta gama empiezan a poblar las calles y otro oscuro adosado a un plato de arroz. En ninguno de los dos lados se concibe ni la libertad, ni demás derechos fundamenta­les, ni derechos de la mujer. Como muestra un botón. A principios de este año, la tenista china Peng Shuai denunció en su cuenta de Weigo –el Twitter chino– que el ex viceprimer ministro Zhan Gaoli había abusado sexualment­e de ella. Inmediatam­ente a Peng se le perdió la pista. Apareció semanas después negando la acusación. China está dejando atrás la pobreza gracias a aplicar el capitalism­o más salvaje con un cuadro de mando comunista y totalitari­o. Y, gracias a este perverso sistema, en el que no existe ningún límite democrátic­o, el Partido Comunista personific­ado en una élite exquisita acumula tanto poder económico y militar como para disputarle a Estados Unidos la hegemonía mundial. Y mientras tanto, en Occidente una parte de la izquierda, que vive anclada en los prejuicios antiimperi­alistas de hace treinta años y que sigue creyendo que tras la caída del Muro donde los demás veíamos desolación solo había flores, se ha empeñado en que Xi Jinping es el modelo.

En esta dinámica China tiene la fuerza para ganar, pero nunca tendrá la razón. Aunque cada vez es más posible que la verdadera oposición al sistema totalitari­o comunista que controla a la nueva superpoten­cia esté engendránd­ose en su propio interior.

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Xi Jinping.
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