De tanto querer me tuve que ir
Si Sánchez no dimite, sería el último acto de una tragicomedia en la que se pisan todos los valores morales, en lo público y en lo privado.
Recuerdo con cariño y nostalgia la carta que Veronica Lario, esposa despechada del sátiro derechista Berlusconi, envió al diario progresista La Repubblica. Don Silvio era, por aquel entonces, presidente del consejo de ministros en Italia.
Corrían los primeros años de este siglo. Qué digo: de este milenio. Doña Verónica, corneada que ni en la Maestranza por su marido, tuvo las agallas de entregar a la prensa enemiga una dolida misiva en la que se desquitaba públicamente. En el país transalpino se montó un importante revuelo mediático.
Sin embargo, Silvio Berlusconi hizo inicialmente caso omiso de lo ocurrido y, con entereza, apechugó con sus compromisos públicos y, suponemos, también con los privados que tan atareado le tenían. Siguió cumpliendo con su país y con sus paisanas.
Naturalmente, hubo alguna contradeclaración entre lo romántico y lo fatalista por parte del primer ministro, que cumplió con el cupo legalmente requerido de sentimentalismo urbi et orbi.
Aquello se saldó con una pensión compensatoria de unos cien mil euros al mes, según recuerdo, más unos cuantos activos que cambiaron de titular. Y con ello se acabaron las epístulas.
La carta de Pedro Sánchez, vía Twitter (X), a los españoles, es una versión 5.0 de las declaraciones de amor y despecho que los grandes personajes de la Historia han difundido cara al pueblo para que éste pazca y se alimente de historias ensoñadoras, que poco o nada tienen que ver con la vida política e institucional de un país.
Algún día, tal vez, las líneas que el presidente Sanchez ha esculpido en Twitter serán objeto de estudio por parte de los historiadores. Sería emocionante leer una recopilación de love letters de los poderosos de la Tierra: amor, poder e instituciones que se entrelazan, se entremezclan y permean los poderes del Estado. Saltarían lágrimas en los lectores. Y en las instituciones.
La ironía es fácil compañera de viaje en una tesitura como esta. Con la vida que llevamos, nos volvemos insensibles con mucha facilidad: hasta un presidente “congelao” por “enamorao” nos deja fríos.
Es materialmente imposible hacer, en unas pocas líneas, una exégesis exhaustiva de las páginas de Sánchez. Mucho se ha escrito sobre su intención táctica, sobre su estrategia, sobre su doble –o triple, o cuádruple– juego.
Por ello, por la dificultad de comprender al sujeto, de discernir y adivinar las razones verdaderas que le han motivado y, digámoslo con franqueza, por la intrascendencia de la cuestión de cara al pueblo, es necesario que mantengamos cierta frialdad en el juicio, y que busquemos la esencia de lo que les debe interesar a los españoles, sin marear mucho más la perdiz con onanismos mentales innecesarios.
Entonces: ¿Es aceptable, a nivel institucional, la conmistión del personaje público con el personaje privado? La angustia en lo personal ¿es razón suficientemente válida, a nivel político y constitucional, para autosuspender las funciones políticas e institucionales de un presidente del Gobierno?
La respuesta debe ser tajantemente negativa en ambos casos.
El lado oscuro de la política
Es el lado oscuro de la política, que las constituciones no recogen expresamente: entregarse a los ciudadanos en cuerpo y alma conlleva despojarse de atribuciones muy humanas.
Mientras alguien dirija nada menos que un país entero, deberá hacer frente a las adversidades personales con fortaleza absoluta, y sin mezclarlas con su rol institucional. El bien supremo es el país gobernado, no el bienestar del gobernante.
Si lo personal resquebraja esas fortalezas, no queda más opción que la dimisión. Pedro Sánchez, así lo ha afirmado, el lunes nos comunicará sus decisiones. ¿se quedará, se irá o je ne sais quoi?
A estas alturas y a nivel político, su último fuego artificial es claramente censurable. Inaudito, diríamos. Sin embargo y sin la menor ironía, conservo una última esperanza de rescate a nivel humano.
Si, finalmente, el lunes presentase su dimisión como presidente del Gobierno para preservar la integridad de su núcleo familiar y proteger a su pareja, creo que sería cabal reconocer el gesto del hombre, del ser humano. No apto para dirigir a un país, y apto para querer a una mujer. A su manera.
En cambio, de no hacerlo, firmaría con sangre un acuerdo definitivo de venta del alma al diablo: táchenme de ingenuo, pero sería el último acto de una tragicomedia en la que se pisan todos los valores morales, en lo público y en lo privado.
Es gravísimo jugar con la ciudadanía,
A estas alturas y a nivel político, es claramente censurable su último fuego artificial
Es gravísimo jugar con la ciudadanía, y sería gravísimo usar lo más noble que tenemos: el amor
y sería gravísimo –en otra órbita– utilizar según convenga a lo más noble que tenemos entre manos los seres humanos en esta corta y perra vida: el amor.
Justamente en estos días hemos tenido que despedir a una persona, muy querida, que quiso mucho a su mujer durante décadas. Lo hizo en silencio, con los hechos, con discreción y solvencia castellana. Un hombre excelente, al que tan sólo podemos reprochar cierto excesivo pudor a la hora de demostrar su amor.
Pedro Sánchez, en cambio, presume coram populo de ser un marido amantísimo y, por ello, dispuesto a todo. Incluso puede congelar el funcionamiento de una gran democracia occidental mientras se corroe por los adentros.
Vale, muy bien y muy mal según se mire. Dicho lo cual, amagar públicamente (amenazar con) dimisiones a lo Xavi para luego quedarse es factible, pero francamente sería poco digno.