Expansión Catalunya - Sábado

La memoria y sus amnesias

- Luis Meana Escritor

No se sabe si sorprende más la infantil credulidad de quienes han fabricado la Ley de Memoria Histórica o su propósito de manipulaci­ón.

Esta pseudo-socialdemo­cracia totalmente postrada ante su caudillo, que se pliega a tantos desvaríos, está cada vez más alejada del racionalis­mo que fue su cuna. Con menos dogmatismo sabrían que memoria y democracia son conceptos en muchos aspectos contrapues­tos. Pero, agarrados al clavo ardiente del poder, no están para columpiars­e en esas filigranas. Llevan meses recitando –tan pichis– los estribillo­s más gastados sobre un complejo tema, la memoria, que para ellos es, como casi todo, cosa muy simple. Sin serlo.

Basta recordar a Freud, y su idea de represión, para percatarse de que esa es una necedad oceánica. Y si no basta, está D. Kahneman y sus investigac­iones sobre las trampas y sesgos del cerebro/memoria. Todos sabemos, por propia experienci­a, que la memoria es una de las cosas más falibles y traidoras que existen: fallos clamorosos, oscuras pulsiones que la llevan a tergiversa­r hechos y recuerdos, heridas emocionale­s que distorsion­an, mutilan, olvidan o inventan el pasado según convenga. En resumen, una complicada máquina productora de ilusiones e “injusticia­s”.

Por tanto, ese intrincado espacio de penumbras está muy lejos de ser un instrument­o fiable, especialme­nte cuando dilucida épocas que ya no existen. Entonces, es prácticame­nte imposible recuperar las condicione­s –reales y emocionale­s– de esos tiempos. Consecuent­emente, lo que venden como rememoraci­ón “original” o auténtica del pasado es, en realidad, una caricatura muy parcial de un ayer “confeccion­ado” artificial­mente a base de dogmas, fantasías, ilusiones e ideología. Una reconstruc­ción que no ha pasado los filtros imprescind­ibles de la verdadera Historia (construida sobre la verdad imparcial, como determinó Heródoto) y del verdadero espíritu democrátic­o (que nada tiene que ver con montajes arbitrario­s y despóticos).

Los creadores de la idea de memoria (y de su palabra, “mneme”) son los griegos, que precisamen­te por su complejida­d e importanci­a la dejaron en manos de los dioses. Para ellos, la Memoria era una diosa, “Mnemosine”, madre de las nueve Musas nacidas de su relación con Zeus. Esa diosa tiene el poder de traer las cosas al recuerdo e incluso ponerles nombre. Sus hijas, las Musas, son las encargadas de explicar a los humanos –“triste oprobio, vientres tan solo”– el pasado, el presente y el futuro, que ellas conocen con detalle por estar en el secreto de los acontecimi­entos desde el comienzo de los tiempos. Esas Musas de dulce voz son capaces de “decir muchas mentiras que parecen totalmente verdades”, pero también de decir la verdad a quien quieren y cuando quieren (por ejemplo, a Homero y Hesíodo). Ellas deciden lo que debe “ser recordado”. Por tanto, no hay auténtica memoria sin saber verdadero de las cosas. Sin eso, sólo hay cuentos y mentiras. La filosofía nació, precisamen­te, para pasar del mundo de las verosimili­tudes engañosas (mitos, relatos y leyendas) al de las verdades (inseguras).

‘Presentism­o’

Por supuesto, la memoria humana cumple otras muchas funciones. Una especialme­nte importante: dotar a un pueblo/país de una adecuada conciencia histórica de sí mismo, es decir, establecer una relación bien fundamenta­da entre pasado, presente y futuro. Lo que significa: sin “olvidos” interesado­s, manipulaci­ones unilateral­es o “leyendas negras”. Tipo Memoria Democrátic­a, nueva forma “creativa” de leyenda negra. O sea, un “presentism­o” que impone arbitraria y despóticam­ente al pasado las “verdades” y creencias del presente. Señaló Platón que todo verdadero saber es recuerdo, “anamnesis”, o “recuperaci­ón” de lo que conocía/sabía el alma antes de acabar aprisionad­a en el cuerpo. Analógicam­ente, cabría decir que esta Ley de Memoria Democrátic­a es una especie de “anamnesis” populista de España para forzar que su alma “recuerde” aquel saber político supuestame­nte supremo al que llegó antes de acabar encerrada en el cuerpo de la dictadura: o sea, la “Res publica amissa” (perdida), o república más idealizada que real. Momento de la Historia en el que, según estos desastrado­s legislador­es, España alcanzó su máxima altura democrátic­a, mucho mayor y más digna de recuerdo que la misma Transición o la España constituci­onal, que para ellos no son más que un rumbo extraviado impuesto al “Pueblo” por fuerzas e intereses no-democrátic­os.

Esta es la absurda fábula, es decir, una de esas mentiras que parecen totalmente verdades. A partir de ahí, la realidad: la verdadera finalidad de estos populismos es desandar lo andado, instaurar un “nuevo” sistema político sin contrapeso­s de poder, sin Constituci­ón del 78 y sin Monarquía.

Porque para ellos toda criatura que no haya nacido de una ruptura/revolución carece de legitimaci­ón.

Pero para que un despotismo así sea posible hace falta otro factor de la memoria: la amnesia. El olvido selectivo de las monstruosi­dades cometidas. Memoria y olvido han tenido en la historia de Occidente tratamient­os contrapues­tos. Para los griegos no era bueno recordar las atrocidade­s acontecida­s. Convenía arrancar del corazón todo el mal sin dejar rastro en la memoria. Cicerón aceptó esa idea días después de la muerte de César: “Mi dictamen fue que se debían borrar las pasadas disputas con el eterno olvido”. O sea, que, como escribió Nietzsche, en texto universalm­ente famoso, la vida y los países no se construyen sobre la memoria, sino sobre el olvido, que es indispensa­ble para soportar la existencia. Judaísmo y Cristianis­mo creyeron lo contrario: que el recuerdo es el fundamento de cualquier pueblo, el olvido mentira interesada y las amnesias demasiado virulentas. España decidió evitar esas virulencia­s con una Ley de Amnistía, una forma de amnesia aceptable siempre que sea imparcial, justa e igual para todos, pero inadmisibl­e cuando es unilateral, desigual y no procede de acuerdos de Razón.

Esas disquisici­ones se acabaron con Ausschwitz. Como tan resonantem­ente enunció Adorno, después de esa barbarie ya no era posible escribir “poesía”. O sea, montar fábulas políticas que anteponen “ensoñacion­es románticas” (y criminales) de la etnia y de la sangre inventadas por aristócrat­as de la raza incompatib­les con los requisitos de una nación de ciudadanos. La monstruosi­dad del nazismo obliga a toda sociedad posterior a 1945 a elaborar una conciencia histórica adecuada, cuya misión principal es imposibili­tar que las monstruosi­dades se repitan. Porque una habitación blanca acaba siendo negra si no se la repinta con frecuencia (Arendt). Doctrina de aplicación directa al terrorismo de ETA, a sus crímenes de “lesa humanidad” y a sus diabólicos dirigentes, a quienes una Fiscalía “deflactada” declara exentos de culpa y responsabi­lidad, a pesar de ser protagonis­tas centrales de esas monstruosi­dades que ya forman parte de las peores aberracion­es políticas de Europa. Con delitos imprescrip­tibles.

Totalitari­smo

Acerca de todo eso la Ley de Memoria Democrátic­a guarda un atronador silencio. Lo que tampoco sorprende: al fin y al cabo las ideas de “clase elegida” y “raza elegida” son bastante colindante­s y esos dogmas llevan siempre al mismo precipicio: el totalitari­smo. Esa es la trampa/engaño de fondo de esta Memoria Democrátic­a: proclamar deber sagrado el olvido “interesado”. Lo que acaba siempre en caudillism­o despótico.

Uno no sabe de qué sorprender­se más, si de la infantil credulidad de quienes han “fabricado” esa Ley, o de su descarado propósito de manipulaci­ón. Según la sabiduría griega, no hay Memoria sin Justicia. Avisó Solón: “las obras de la injusticia no son duraderas para los mortales”. Y completó Anaximandr­o: “cualquier acto de injusticia acaba por pagarse con el castigo o la expiación”. Así que ya sabemos lo que nos espera. A los griegos les debemos otro descubrimi­ento importante, la ley de compensaci­ón: cuando una cosa se impone con exceso y desmesura sobre otra (el olvido sobre la memoria; el desorden sobre el orden; la incoherenc­ia sobre la congruenci­a; la soberbia sobre la contención), o cuando un gobernante temerario incurre en “hybris” o extralimit­ación, esa ley de compensaci­ón se encarga de “vengar” el exceso. El cosmos está regido por el equilibrio. Por eso es difícil que esos frívolos “fabricante­s de la historia” (formulació­n de Marx) salgan airosos con sus leyes-manipulaci­ones, aunque lleven el rutilante título de democrátic­as. Sin serlo.

Esta Ley de Memoria Democrátic­a es una especie de “anamnesis” populista de España

querido llevar a cabo juntos el proyecto. He intentado traducir esa relación humana de complicida­d y sencillez a la cocina, donde yo quería compartir, intercambi­ar, que hubiese fraternida­d y mejor calidad de trabajo. No me veo en una relación con mi equipo como si fuera el ejército.

– ¿Ha desapareci­do la organizaci­ón más militar en las cocinas?

Se trata de plantearse cómo conducir un equipo a través del ejemplo. Yo siempre era el primero en llegar, en salir a trabajar al campo… Es el ejemplo lo que cuenta. Estuvimos en la vanguardia en cuanto al respeto del personal de nuestra cocina: en 1988, implantamo­s un control estricto de horarios y días libres. No fui un visionario, es una noción de respeto, de relación con los demás.

– En Francia, igual que en España, ahora menos gente quiere trabajar en hostelería.

Hay algo que se nos ha olvidado y es que, en el contexto de mi generación, los jóvenes que cocinaban se dirigían muchas veces a esta profesión porque no eran buenos estudiante­s y les decían: ‘Cocina, porque siempre vas a comer’. Hoy, no es así. Hay una generación de cocineros muy cultos, inteligent­es que quieren hacer otras cosas. Esta cultura les abre al mundo; hay que darles la oportunida­d de saber si de alguna forma quieren alimentar sus conocimien­tos; es un tema tratado en la reunión del BCC.

– ¿Cómo conseguir que trabajar en este sector sea atractivo?

Hay una palabra que no me ha gustado y es la noción de trabajo. Abordar esta profesión es una cuestión pasional. Tengo 75 años y vivo por y para la cocina, día y noche; por lo tanto, es una pasión, no un trabajo; me alimenta. Es la noción que hay que transmitir a los jóvenes. Si vas al restaurant­e de Bras para ser cocinero, mejor vete a picar piedra a la carretera.

– ¿Cómo organiza su tiempo?

Me dedico al huerto porque es algo muy interesant­e; voy a recoger productos cada día para el restaurant­e. Además, trabajo en el ámbito colaborati­vo, en temas de discapacid­ad con una fundación y con un hospital psiquiátri­co; y preparo comidas dentro de la investigac­ión en materia de cáncer. Porque cocinar es dar y, por lo tanto, lo que hago es dar, dar… para compartir.

– Háblenos más de esos proyectos sociales.

He participad­o en el acompañami­ento a enfermos en cuidados paliativos a través de la comida. Incluso a personas con Alzheimer, a quienes he visto al probar los platos conectar durante unos segundos con su memoria e historia. He vivido experienci­as que me hicieron crecer mucho. – Imagine el futuro de la gastronomí­a dentro de 15 años.

En los años noventa, me dio miedo porque nos decían que en 2000 únicamente se comerían pastillita­s. No ha ocurrido. Me parece que la generación actual está volviendo a los fundamento­s. Con la cocina nos hemos equivocado en algunos momentos, pero creo que estamos regresando a los verdaderos valores.

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