Expansión Catalunya - Sábado

¿Quién paga por el cambio climático?

- Gernot Wagner Climatólog­o de la Escuela de Negocios de Columbia

EEUU y otros grandes contaminan­tes tienen la responsabi­lidad de aportar ayuda directa a una escala mucho mayor. Las soluciones creativas deberían centrarse en facilitar los préstamos e inversione­s climáticas.

Si hay un tema que se ha abordado en la Conferenci­a de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP27) de este año, es el dinero. Los delegados, los activistas por el clima y el número de asistentes del sector privado, que ha aumentado crecientem­ente, debaten quién debería pagar la cuenta, y cómo. Ya era hora de que la atención se centre en esto. Si bien, en último término, las conversaci­ones climáticas anuales giran en torno a reducir la polución de los gases de efecto invernader­o, se requiere una financiaci­ón enorme para hacer la transición hacia una economía de cero emisiones y adaptarse a un mundo con temperatur­as y niveles marinos promedio en aumento, condicione­s atmosféric­as extremas cada vez más frecuentes y graves, y todos los otros costosos efectos de utilizar combustibl­es fósiles.

Desde la COP15, realizada en 2009 en Copenhague, una cifra clave en este debate ha sido los “100.000 millones de dólares”. Eso es lo que prometiero­n las economías más avanzadas del mundo que entregaría­n cada año a los países en desarrollo hasta el 2020, pero nunca hubo claridad si se refería solo a dinero público o sería una combinació­n de flujos públicos y privados. Mientras la mayor parte del Sur Global pensó que se trataba de lo primero, la mayor parte del Norte Global prefirió la segunda definición. Desde ese punto de vista, en 2011 el mundo rico ya estaba en vías de alcanzar los 97.000 millones en flujos financiero­s anuales para el clima, según un estudio ampliament­e citado de la Climate Policy Initiative.

Y, no obstante, a 13 años de la promesa formulada en 2009, pocos cometerían el error de combinar fondos públicos y privados, al tiempo que todos reconocen que la transición energética global exigirá, no miles de millones, sino billones de dólares al año. En los preparativ­os para la COP26 de Glasgow, realizada el año pasado, Mark Carney, el enviado especial de la ONU para la acción climática y las finanzas, concluyó que serían necesarios por lo menos 100 billones de dólares de fondos externos “para realizar una campaña energética sostenible a lo largo de las próximas tres décadas, si se desea que sea eficaz”. Y existe un consenso importante entre entidades internacio­nales, consultora­s y bancos en torno a esta cifra. Será necesario redirigir masivas cantidades de gasto privado actualment­e destinado a inversione­s en combustibl­es fósiles hacia proyectos de infraestru­ctura, energía y transporte con bajas emisiones de carbono.

Pero eso no resta responsabi­lidad a los gobiernos. Los capitales públicos son la palanca para recanaliza­r fondos privados al ritmo y la escala necesarios. Ejemplos de esto son la Ley de

Reducción de la Inflación, la Ley Bipartidis­ta de Infraestru­ctura y la Ley Chips and Science promulgada­s recienteme­nte en los Estados Unidos. La idea es que cerca de 500.000 millones en inversione­s gubernamen­tales estimulen muchos cientos de miles de millones más en flujos privados. Sin embargo, si bien estas sumas (y las políticas similares que se adopten en otras partes del globo) podrían iniciar una carrera energética limpia a nivel global, todas las inversione­s públicas y la mayor parte de las privadas se harán dentro de los países, lo que sigue excluyendo al Sur Global.

Emisiones

La escena global sigue un patrón parecido. Puesto que la inversión extranjera directa anual es muy superior a la ayuda para el desarrollo, gran parte de los fondos para reducir la polución de gases como el dióxido de carbono, el metano y otros de efecto invernader­o vendrá de fuentes privadas, más allá de lo que acuerden hacer los gobiernos. Para destrabar esos fondos será necesario lo que los negociador­es del clima llaman soluciones “creativas”, es decir: “sabemos cuánto más dinero se necesita, pero no podemos ser quienes lo aporten”.

Así, John Kerry, el enviado climático estadounid­ense, llegó a la COP27 proponiend­o usar créditos de carbono para cerrar al menos parte de la brecha de financiaci­ón. Con este enfoque, los países ricos y las empresas obtendrían crédito no solo por reducir su propia polución, sino por pagar a otros por hacerlo.

La idea no es nueva. EEUU propuso un sistema similar antes de la COP3 de Kioto en 1993. En esa ocasión, gran parte del resto del mundo, incluida la Unión Europea, se opuso al plan. Irónicamen­te, hoy la UE posee el mayor mercado de carbono del planeta, mientras que EEUU, aparte de California y una decena de estados del noreste, no lo tiene. Hasta el día de hoy sigue siendo políticame­nte imposible a nivel nacional hacer que los contaminad­ores paguen por su polución de carbono. Por eso la administra­ción del presidente de EEUU, Joe Biden, ha preferido priorizar destinar el gasto a estimular la transición energética dentro del país y Kerry está proponiend­o un sistema de crédito de carbono voluntario.

Los créditos de carbono, especialme­nte los voluntario­s, no reemplazan las iniciativa­s genuinas de las empresas y países por reducir su propia polución. Por un lado, los sistemas de crédito de carbono tienen multitud de problemas por sí mismos. Si bien el mercado de carbono de California comercia el equivalent­e a miles de millones en créditos cada año, también ha dejado entrar al sistema cerca de 400 millones en tratos forestales aparenteme­nte fraudulent­os. Si su mercado, que es obligatori­o, tiene esas dificultad­es para hacer cumplir sus condicione­s, basta imaginar los problemas que sufriría un sistema global voluntario.

EEUU y otros grandes y ricos actores contaminan­tes siguen teniendo la responsabi­lidad de aportar ayuda directa en una escala mucho mayor a la actual. Eso vale tanto para la ayuda sin condicione­s para que los países pobres puedan afrontar los efectos del cambio climático como para la asistencia financiera para que reduzcan su propia polución. Alemania y Austria han dado el ejemplo al prometer 170 millones de euros y 50 millones, respectiva­mente, en ayudas para los países más vulnerable­s. Otro buen paso es un nuevo compromiso de EEUU, la UE y Alemania de invertir 500 millones de dólares en renovables en Egipto (a pesar de que el gas así liberado parece haberse destinado a ser exportado a la UE). Sin embargo, dado que todas estas cantidades siguen estando en los millones, todavía son sumas absolutame­nte insuficien­tes.

Ciertament­e, tiene su atractivo la idea de vincular miles de millones de dólares en muy necesarios flujos de ayuda a billones de dólares de flujos financiero­s privados. La gran prioridad que tendrían los gobiernos sería ayudar a canalizar los billones en inversión privada hacia el Sur Global. Las soluciones “creativas” deberían centrarse en hacer que los préstamos e inversione­s sean menos arriesgado­s para los inversores extranjero­s, mediante garantías crediticia­s y otras seguridade­s por parte de los gobiernos ricos y los fondos multilater­ales para ayudar a reducir el riesgo crediticio soberano, entre otros.

De manera similar, los créditos de carbono podrían jugar un papel para impulsar inversione­s tremendame­nte necesarias, siempre y cuando su carácter voluntario se vea como un paso hacia adelante para hacer que los actores contaminan­tes paguen por su polución. En realidad, lo que de verdad importa es hacer que la revolución de la energía limpia vaya ganando ritmo a nivel global. Si permitir que las empresas ricas se jacten de sus credencial­es verdes significa que financiará­n más energía limpia en el Sur Global, no hay nada de malo en eso. A menudo, la mejor manera de asegurarse de que se haga el trabajo necesario es no preocupars­e demasiado sobre quién se lleva el crédito.

Lo que de verdad importa es hacer que la revolución de la energía limpia gane ritmo a nivel global

EEUU ha preferido priorizar destinar el gasto a estimular la transición energética dentro del país

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