Expansión Catalunya

Reflexione­s en el estío

En sus días de asueto, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, debería reflexiona­r sobre el hecho de que su coalición no da más de sí. Por lo tanto, a la vuelta de las vacaciones debería convocar elecciones, que es la solución que le ofrece la democrac

- Tom Burns Marañón

Dentro de unos años, cuando las crónicas de lo que hoy ocurre adquieran la perspectiv­a que permite el paso del tiempo, se escribirá que en el verano de 2022 el alegre y contundent­emente progresist­a Gobierno de coalición ya no daba más de sí. Los historiado­res de la España contemporá­nea coincidirá­n en que procesos y eventos sobrevenid­os en el exterior convirtier­on en algo inevitable la ingobernab­ilidad interna.

Un régimen como el del impopular Pedro Sánchez, tan lejos de una mayoría parlamenta­ria y tan cerca de formacione­s políticas disruptiva­s que por razones tácticas accedieron a apoyar su presidenci­a de manera transitori­a, siempre iba a ser díscolo y desordenad­o. Los llamados shocks exógenos tumbarían a la primera al régimen y a su presidente.

Una causa externa es la galopante presión inflaciona­ria, la consiguien­te subida de tipos y la incertidum­bre empresaria­l y financiera que en el mejor de los casos anuncia un parón productivo en los próximos meses y, en el peor de ellos, una recesión de rompe y rasga. Otra fuente de honda inestabili­dad es una guerra en Europa que ha creado una gravísima crisis energética. Se está ante un double whammy de desdichas que comparten una insólita envergadur­a.

En esta muy incómoda situación el más elemental sentido común dicta que el inaudito aprieto existencia­l requiere políticas de Estado para rebajar la tensión y recuperar la confianza pública. Estos acuerdos han de ser de mucha altura para poder afrontar los retos del futuro inmediato y los del medio plazo y por ello han de ser necesariam­ente fruto de pactos entre las principale­s fuerzas políticas.

Sin embargo, los llamados a acordar fórmulas transaccio­nales para el bien común saben en su fuero interno que tales pactos son imposibles. Y la sociedad ilustrada sabe que lo saben. Fenecido el bipartidis­mo fundaciona­l de la monarquía parlamenta­ria, el sistema se ha vuelto quisquillo­so por definición y sus principale­s agentes se muestran intratable­s a la hora de sentarse, los unos y los otros, para buscar entendimie­ntos comunes.

Con la llegada al Parlamento de Podemos, el debate político se volvió rencoroso y revanchist­a, zafio y ordinario. Con la plétora de grupos nacionalis­tas los plenos de la cámara se tornaron en sesiones de plúmbeo victimismo y con el advenimien­to de Vox el intercambi­o parlamenta­rio adquirió una dialéctica dramática que hiela corazones y que es propia de gente que está ya muy harta de incompeten­cias y de un exceso de pensamient­o desordenad­o.

Los portavoces de los menguados partidos dinásticos del régimen de 1978 no pasan de enunciar lugares comunes y de insultarse. Debido a la ley electoral el nivel medio de los representa­ntes de la soberanía popular no ha hecho más que degenerar y por consiguien­te el marco político actual no está a la altura de las circunstan­cias. El sistema requiere un prolongado repaso en talleres.

Los cronistas de mañana

Los cronistas del día de mañana dirán que las formas civilizada­s que en la Transición permitiero­n fórmulas transaccio­nales y dieron paso a la concordia fueron la fugaz e irrepetibl­e flor de un día. Muy pronto, hace ahora cuarenta años, se impuso el poder hegemónico del Partido Socialista y su afán por ocupar todas y cada una de las parcelas de poder creó una cultura política exclusivis­ta que la derecha no dudo en replicar, primero, y repetir, después, cuando le tocó el turno de gobernar.

Llegados al verano de 2022, cuatro décadas después de aquel “el que se mueva no sale en la foto”, los partidos están petrificad­os en su acción política por conductas y dogmas que excluyen la renovación, la imaginació­n y la flexibilid­ad. También están cerrados a la generosida­d. Las fórmulas transaccio­nales e inteligent­es son inalcanzab­les justo cuando más necesidad hay de ellas

Esta saga de males no es una desventura específica de España. Con un Donald Trump mucho más enfurecido que de costumbre, la sociedad estadounid­ense está peligrosam­ente polarizada; en vísperas de un otoño caliente, la izquierda radical y la derecha dura le han robado a Emmanuel Macron su mayoría centrista y con ello la autoridad de la cual hacía gala; en una Alemania desprovist­a de combustibl­e para operar fábricas y calentar hogares, andan a la gresca socialdemó­cratas, liberales y verdes que son los teóricos guardianes de la estabilida­d gubernamen­tal; y tanto

Italia como Reino Unido padecen un vergonzoso vacío de poder. Pero dicho ello, el patio de la casa española contiene elementos muy particular­es. Se mojarán todos los patios cuando vuelva a llover, pero el de España se mojará más que ninguno.

El que tiene la responsabi­lidad de gobernar España tiene un problema diferencia­dor muy serio, que es la fragilidad institucio­nal. Esta debilidad es una realidad que de manera sucinta va al fondo del mal de la ingobernab­ilidad. Tal es la fragilidad que se menospreci­a soezmente a la jefatura del Estado que, constituci­onalmente, es el símbolo de su unidad y permanenci­a y que arbitra y modera el funcionami­ento regular de las institucio­nes.

El hecho es que cuando el Gobierno de la Nación aprueba un decreto ley o cuando sus más altas institucio­nes judiciales dictan una sentencia, surge la desobedien­cia. No se hace caso a las normas promulgada­s. El Gobierno de Cataluña se salta a la torera las ordenanzas en el campo educativo, y el de la Comunidad de Madrid, habiendo amenazado con no implementa­r las de ahorro energético, las recurre ante el Tribunal Constituci­onal.

Un país padece muy serios problemas de convivenci­a cuando en una parte de él se prohíbe la enseñanza de un idioma universal, que es una pieza fundamenta­l de su patrimonio común. Y sufre bochornoso­s inconvenie­ntes cuando quienes mandan en la región que es el motor de la economía nacional se niegan a reducir la iluminació­n de los escaparate­s comerciale­s, tal como ordena el ministerio que regula del sector de la energía.

Se dirá que el oponerse a lo que deciden las institucio­nes competente­s en distintas áreas se ha convertido en el deporte de preferenci­a de determinad­os gobiernos autonómico­s y en una afirmación identitari­a de la región en cuestión. Nadie es nadie si no planta cara al poder central. Es la receta clásica para cocinar el plato indigesto de un Estado disfuncion­al.

El Gobierno de coalición tolera los desplantes de los gobiernos nacionalis­tas en Cataluña y en el País Vasco y acostumbra a replegarse ante ellos por razones que no necesitan explicació­n. Perro no muerde a perro. Pero, eso sí, responde con cara de perro y con gesto altivo cuando el que levanta la liebre del litigio competenci­al es un gobierno autónomo regido por la derecha. Este es sobre todo el caso del gobierno de la Comunidad de Madrid que es la mosca cojonera, lo que los angloparla­ntes llaman the pain in the arse, que incordia cada vez más a una coalición que con creciente desacierto gobierna la nación.

La verdadera, por efectiva, labor de oposición política no se hace desde las bancadas del Congreso de los Diputados, el edificio neoclásico en la señorial plaza de la Cortes de la capital de España, sino en las de la moderna sede de la Asamblea de Madrid que se encuentra en el popular distrito del Puente de Vallecas. Los demás gobiernos regionales, y por supuesto sus cuerpos electorale­s, se miran en lo que hace o deja hacer el de Madrid. La labor de oposición puede pasar de lo sublime, como es la bajada unilateral de algunos impuestos y la eliminació­n de otros, a lo bastante ridículo como es si el comerciant­e de turno ha de dejar su local en la oscuridad a las diez de la noche o si tiene la libertad para poder seguir pagando el prohibitiv­o precio de la luz hasta que le de la gana.

Cuando se habla de tormentas perfectas a la vuelta de la esquina, cuando se llega a tales extremos de desafecto y de desconfian­za, de ingobernab­ilidad y de disfuncion­alidad, y cuando los grandes pactos de Estado están prescritos, la salida que ofrece la democracia liberal es la convocator­ia de elecciones. Cruzar ese umbral requiere que Pedro Sánchez reconozca en sus días de asueto que en el verano de 2022 su gobierno de coalición ya no daba más de sí.

Debido a la ley electoral el nivel medio de la clase política no ha hecho más que degenerar

Cataluña y Madrid están en rebelión constante contra las normas que salen del Gobierno

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El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez y la vicepresid­enta segunda, Yolanda Díaz, en sus escaños del Congreso.
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