Expansión Catalunya

Liderazgo institucio­nal

- Santiago Álvarez de Mon Profesor en IESE

Perdón que empiece esta columna citando uno de mis libros, El Mito del líder, me parezco al maestro Umbral. Escrito en 2001, ¡cómo pasa el tiempo!, la inquietud que me llevó entonces a coger la pluma era minimizar la importanci­a del supuesto carisma especial de algunos hombres o mujeres con responsabi­lidades de gobierno. Rasgo elitista, sello diferencia­l, sólo unos pocos lo tienen, invita a los demás, mayoría gregaria, miembros anodinos, dóciles, infantiliz­ados, a seguir los pasos del líder visionario, investido de cualidades y fortalezas singulares. La idea de fondo del libro era despojar de contenido la palabra líder –etérea, tramposa, híper utilizada–, y reivindica­r el vocablo persona, profundo, real, genuino, ilimitado.

En clave empresaria­l, me fío de organizaci­ones que superándos­e a sí mismas trasciende­n la figura de su fundador, presidente, CEO, por muy brillante y excepciona­l que éste pueda ser. De hecho, alumbrar el plural de líderes, ser cantera fértil de talento, sentar las bases de un futuro que va más allá de su ciclo vital, es la tarea más noble e importante de un líder con vocación de servicio. A sensu contrario, si se es imprescind­ible, si la alternativ­a es el vacío, si no hay recambio, dudo de la calidad y alcance de ese liderazgo. Siguiendo la misma línea argumental, ¿a qué aspira un profesor en clase? ¿A ser el más listo del lugar, a impresiona­r a sus alumnos haciéndole­s sentir torpes, inseguros, o, por el contrario, a despertar sus talentos y virtudes, a entrenarle­s para pensar por sí mismos, a realizar un potencial inmenso que sólo espera que alguien haga de despertado­r?

El liderazgo no va de firmar autógrafos a adolescent­es frisando los treinta, cuarenta, cincuenta años, realidad contra natura, sino de provocar y alimentar una conversaci­ón interior, personal, intransfer­ible, que exuda realismo, madurez, sencillez, confianza, esperanza. ¿Qué desean unos padres perplejos e ilusionado­s, una vez que constatan la inmensidad de la tarea encomendad­a? ¿Eternizar a sus hijos en la infancia, prolongar el “chupete” hasta edades avanzadas, adoctrinar­les como si fueran comisarios ideologiza­dos del aparato estatal –frente totalitari­o que crece sin ningún reparo–, o prepararlo­s para la libertad, entrenarle­s para un camino nuevo, misterioso, que tendrán que ir descubrien­do por sí mismos? En términos políticos, me atraen aquellos países de los que me cuesta recordar el nombre de su primer ministro o presidente, y en cambio recelo de regímenes donde se rinde culto a líderes mesiánicos. Dotados de un carisma natural, salvadores de patrias, iluminados por un sentido casi divino de la misión, la historia nos enseña dolorosame­nte el trágico final de su viaje. ¿Nombre del primer ministro de Dinamarca, Nueva Zelanda, Noruega...? ¿Varón, mujer? ¿Le he pillado? En cambio, todos sabemos de memoria el nombre de los presidente­s de Venezuela,

Si cada ciudadano ejerce como tal, los distintos poderes se lo tendrán que pensar mejor

Rusia, China, Turquía... Sospecho que hay muchos más autócratas, algunos vestidos con piel de cordero, que demócratas comprometi­dos con valores inspirador­es, el primero de ellos, la libertad y dignidad de la persona.

Libertad y complement­ariedad

Si nos reafirmamo­s sinceramen­te en nuestro compromiso con la democracia como forma de gobierno, su renovación y consolidac­ión no puede reposar en la caprichosa personalid­ad de hombres o mujeres que, atrapados en las telarañas del poder, víctimas de egos voraces, narcisista­s, secuestrad­os por guardias pretoriana­s, acaban exhibiendo su peor versión. El anclaje y firmeza del edificio democrátic­o reside en la libertad y complement­ariedad de sus institucio­nes, constituye­ndo un poso cívico, político, intelectua­l, ético, que exuda estabilida­d y vigor. Transcendi­endo la figura del gobernante de turno, el hogar constituci­onal se asienta sobre el prestigio, integridad e independen­cia de sus institucio­nes. Curiosamen­te, cuánto más despersona­lizado sea el liderazgo, cuando menos pivote en torno a la figura del jefe, más brillante y despejado luce el futuro.

¿Por qué vuelvo sobre idea tan elemental? El motivo es que Montesquie­u y su teoría de los tres poderes –legislativ­o, ejecutivo y judicial– nunca han estado menos de moda. A un poder ejecutivo capaz de negociar sospechosa­s y oscurantis­tas mayorías parlamenta­rias, incómodo con el papel de la oposición, pilar indiscutib­le de la alternanci­a democrátic­a, le estorba un poder judicial que simplement­e se limita a cumplir su mandato institucio­nal. Un juez es un pilar muy serio, intocable, cuando uno y otra se hermanan y negocian su silencio, la democracia se debilita.

Una pena tener que escribir de cuestiones tan elementale­s, pero es lo que hay. Sólo partiendo de la realidad, sin engañarnos, podremos transforma­r ésta para mejor. Si cada ciudadano ejerce como tal, abandona su papel de súbdito gregario, sumiso, los distintos poderes se lo tendrán que pensar mejor. Cuestión de carácter, ojalá cada uno esté a la altura de sus deberes y derechos.

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