Liderazgo institucional
Perdón que empiece esta columna citando uno de mis libros, El Mito del líder, me parezco al maestro Umbral. Escrito en 2001, ¡cómo pasa el tiempo!, la inquietud que me llevó entonces a coger la pluma era minimizar la importancia del supuesto carisma especial de algunos hombres o mujeres con responsabilidades de gobierno. Rasgo elitista, sello diferencial, sólo unos pocos lo tienen, invita a los demás, mayoría gregaria, miembros anodinos, dóciles, infantilizados, a seguir los pasos del líder visionario, investido de cualidades y fortalezas singulares. La idea de fondo del libro era despojar de contenido la palabra líder –etérea, tramposa, híper utilizada–, y reivindicar el vocablo persona, profundo, real, genuino, ilimitado.
En clave empresarial, me fío de organizaciones que superándose a sí mismas trascienden la figura de su fundador, presidente, CEO, por muy brillante y excepcional que éste pueda ser. De hecho, alumbrar el plural de líderes, ser cantera fértil de talento, sentar las bases de un futuro que va más allá de su ciclo vital, es la tarea más noble e importante de un líder con vocación de servicio. A sensu contrario, si se es imprescindible, si la alternativa es el vacío, si no hay recambio, dudo de la calidad y alcance de ese liderazgo. Siguiendo la misma línea argumental, ¿a qué aspira un profesor en clase? ¿A ser el más listo del lugar, a impresionar a sus alumnos haciéndoles sentir torpes, inseguros, o, por el contrario, a despertar sus talentos y virtudes, a entrenarles para pensar por sí mismos, a realizar un potencial inmenso que sólo espera que alguien haga de despertador?
El liderazgo no va de firmar autógrafos a adolescentes frisando los treinta, cuarenta, cincuenta años, realidad contra natura, sino de provocar y alimentar una conversación interior, personal, intransferible, que exuda realismo, madurez, sencillez, confianza, esperanza. ¿Qué desean unos padres perplejos e ilusionados, una vez que constatan la inmensidad de la tarea encomendada? ¿Eternizar a sus hijos en la infancia, prolongar el “chupete” hasta edades avanzadas, adoctrinarles como si fueran comisarios ideologizados del aparato estatal –frente totalitario que crece sin ningún reparo–, o prepararlos para la libertad, entrenarles para un camino nuevo, misterioso, que tendrán que ir descubriendo por sí mismos? En términos políticos, me atraen aquellos países de los que me cuesta recordar el nombre de su primer ministro o presidente, y en cambio recelo de regímenes donde se rinde culto a líderes mesiánicos. Dotados de un carisma natural, salvadores de patrias, iluminados por un sentido casi divino de la misión, la historia nos enseña dolorosamente el trágico final de su viaje. ¿Nombre del primer ministro de Dinamarca, Nueva Zelanda, Noruega...? ¿Varón, mujer? ¿Le he pillado? En cambio, todos sabemos de memoria el nombre de los presidentes de Venezuela,
Si cada ciudadano ejerce como tal, los distintos poderes se lo tendrán que pensar mejor
Rusia, China, Turquía... Sospecho que hay muchos más autócratas, algunos vestidos con piel de cordero, que demócratas comprometidos con valores inspiradores, el primero de ellos, la libertad y dignidad de la persona.
Libertad y complementariedad
Si nos reafirmamos sinceramente en nuestro compromiso con la democracia como forma de gobierno, su renovación y consolidación no puede reposar en la caprichosa personalidad de hombres o mujeres que, atrapados en las telarañas del poder, víctimas de egos voraces, narcisistas, secuestrados por guardias pretorianas, acaban exhibiendo su peor versión. El anclaje y firmeza del edificio democrático reside en la libertad y complementariedad de sus instituciones, constituyendo un poso cívico, político, intelectual, ético, que exuda estabilidad y vigor. Transcendiendo la figura del gobernante de turno, el hogar constitucional se asienta sobre el prestigio, integridad e independencia de sus instituciones. Curiosamente, cuánto más despersonalizado sea el liderazgo, cuando menos pivote en torno a la figura del jefe, más brillante y despejado luce el futuro.
¿Por qué vuelvo sobre idea tan elemental? El motivo es que Montesquieu y su teoría de los tres poderes –legislativo, ejecutivo y judicial– nunca han estado menos de moda. A un poder ejecutivo capaz de negociar sospechosas y oscurantistas mayorías parlamentarias, incómodo con el papel de la oposición, pilar indiscutible de la alternancia democrática, le estorba un poder judicial que simplemente se limita a cumplir su mandato institucional. Un juez es un pilar muy serio, intocable, cuando uno y otra se hermanan y negocian su silencio, la democracia se debilita.
Una pena tener que escribir de cuestiones tan elementales, pero es lo que hay. Sólo partiendo de la realidad, sin engañarnos, podremos transformar ésta para mejor. Si cada ciudadano ejerce como tal, abandona su papel de súbdito gregario, sumiso, los distintos poderes se lo tendrán que pensar mejor. Cuestión de carácter, ojalá cada uno esté a la altura de sus deberes y derechos.