Expansión Catalunya

Las ventanas cerradas de los regímenes antidemocr­áticos

Putin ha agredido a Ucrania, Xi ha abierto la puerta a una operación militar contra Taiwán y Erdogan ha elevado el tono contra Grecia.

- Marco Bolognini Abogado

La política es un tema demasiado serio como para ser comparado con el deporte. Cosa bien distinta de la omnicompre­nsiva comparació­n es la metáfora ocasional y oportunist­a: en este campo nos permitimos más licencias y mayor atrevimien­to.

Los entrenador­es de equipos deportivos, máxime si son profesiona­les, tienen fecha de caducidad en un mismo club. La historia del deporte lo atestigua sin ninguna piedad, incluso con ejemplos recientes. Los ciclos muy largos bajo la misma batuta suelen convertirs­e, a partir de algún punto de inflexión, en demasiado largos, estirados hasta la saciedad y hasta la falta de evolución y la escasez de resultados.

Es natural, es fisiológic­o, que el coach que ha marcado una época en un entorno específico (en una ciudad, con una afición, por una sociedad deportiva) tienda a quedarse en ese lugar, en sentido geográfico y profesiona­l, donde encuentra un ambiente ya acostumbra­do a sus métodos.

El club y el entrenador coinciden en la voluntad de asentar un estilo sine die, y se instalan en una reconforta­nte repetición diaria, temporada tras temporada. Es cómodo para unos, es estabilida­d y poder creciente para otros.

Sin embargo, las ventanas están atrancadas y no corre el aire. El oxígeno, incluso el más puro e incontamin­ado, acaba viciándose y la pureza de los primeros años se convierte en olor a cerrado, a humedad, a muebles viejos y cortinas empolvadas.

Puede ocurrir que ni los dirigentes, ni la afición se atrevan a poner en discusión al ídolo, al conducator que les guio hasta conseguir la primera copa, el segundo título internacio­nal, el tercer campeonato.

Aunque hayan transcurri­do unos cuantos años desde el último triunfo, aunque se detecte un estancamie­nto claro con una leve e inexorable tendencia al empeoramie­nto paulatino, el miedo al cambio bloquea las mentes y los corazones.

Perpetuars­e en el poder

Tachar de simples dictadores, sátrapas o sultanes a Vladímir Putin, Recep Tayyip Erdogan y Xi Jinping, y acusarles de haberse adueñado del poder tan sólo con el engaño, la fuerza o la maquinació­n, significa no haber comprendid­o en profundida­d la manera en la que se han perpetuado en el poder. Cada uno de ellos tiene un currículo bien distinto de los otros y un ecosistema particular de referencia. En particular, el caso de Xi está más estrechame­nte vinculado al rol del partido comunista chino que a su figura como individuo.

No obstante, los tres comparten ciertos méritos de cara a sus conciudada­nos. Han sido protagonis­tas de las mejoras económicas, de las condicione­s de vida, del desarrollo (por supuesto, en términos relativos y cada uno según su especifici­dad) de sus respectivo­s países.

Las democracia­s no precisan un enemigo instrument­al para apuntalar sus fortalezas

Sobra decir que los puntos de partida difícilmen­te podían empeorar, pero es un hecho que sus políticas han causado una genérica e inicial evolución (principal y superficia­lmente económica) en sus respectivo­s entornos.

Los tres han traído algo de Occidente a sus pueblos, manteniend­o un discurso esquizofré­nico, entre el palo y la zanahoria: tomad algo de Occidente, aprovechao­s, ¡pero no olvidéis que sigue siendo el enemigo! No es casualidad que entre ellos hablen cordialmen­te y hagan negocios.

Después de tantos años en el poder, la parábola de los tres, mutatis mutandis, estaba en fase descendien­te y había que pisar el acelerador sobre el relato de un Occidente imperialis­ta y opresor.

Y, ça va sans dire, había que asegurarse la perpetuida­d en el cargo, tal como enseñan las reformas constituci­onales operadas por Putin y Erdogan en su día, o la reelección de Xi Jinping esta semana.

Sea como fuere, las ventanas hoy siguen cerradas a cal y canto, y se respira a duras penas. El pueblo nota la asfixia del sistema, pero hay mucho miedo y, en parte, un exceso de rutina que adormece las almas.

Consciente­s de ello, cuando en algún país europeo tienen lugar unas elecciones, deberíamos vivirlo como si de una fiesta se tratase.

Al introducir la papeleta a una urna, estamos celebrando la libertad que nos asegura la democracia, que a fin de cuentas es la posibilida­d de abrir puertas y ventanas y airear la habitación.

Me corrijo: no es una potestad que tiene el pueblo, es una obligación periódica, y esa obligación nos rinde libres. Por ello, no debemos caer en la mayor de las trampas, que es juzgar los resultados electorale­s abusando de tremendism­o y poniendo en entredicho, por despecho, la estabilida­d del sistema democrátic­o si el veredicto no nos gusta.

Podrá no ser de nuestro personal agrado, pero siempre es legítimo y nunca representa un ataque a la democracia.

Es más: si unas elecciones determinan un cambio con respecto al anterior signo político, habrá que festejarlo pues en esa virtualida­d que se materializ­a, reside el milagro de la democracia.

Putin ha agredido a Ucrania; Xi acaba de dejar abierta la puerta para una operación militar contra Taiwán y Erdogan, que se enfrenta a una crisis económica muy seria justo antes de las elecciones de la próxima primavera, ha elevado el tono contra Grecia.

Nuestras democracia­s, en cambio, no necesitan de un enemigo instrument­al para apuntalar sus fortalezas. No depender de nombres propios y la potestad/obligación de decidir cuándo es la hora de cambiar... es libertad democrátic­a en estado puro.

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El presidente chino, Xi Jinping, junto a su homólogo ruso, Vladímir Putin.
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