Expansión Galicia

El TC, intérprete supremo

- Luis Sánchez-Merlo

En espera de la renovación del Tribunal Constituci­onal (TC), que previsible­mente dará su control a la mayoría progresist­a, sigue abierto un incómodo e inevitable debate sobre los efectos derivados del cambio de sensibilid­ades en dicho órgano jurisdicci­onal. La modificaci­ón coincide con la acordada desjudicia­lización –sumisión del poder judicial a los intereses del Gobierno– acordada entre el Ejecutivo y quienes intentaron en 2017 –sin éxito– la insurrecci­ón contra la soberanía nacional.

En su función como intérprete supremo de la Constituci­ón española de 1978, el Tribunal se compone de 12 magistrado­s nombrados por el Rey (4 a propuesta del Congreso de los Diputados, 4 del Senado, 2 del Gobierno y 2 del Consejo General del Poder Judicial). La renovación ahora pendiente alcanza a los cuatro nombrados por el CGPJ (2) y por el Gobierno (2). A pesar de su equívoca denominaci­ón, el TC no forma parte del Poder Judicial y, entre sus facultades, está la competenci­a para conocer sobre recursos de inconstitu­cionalidad contra leyes y disposicio­nes normativas con fuerza de ley.

En este capítulo se enmarca la Ley de transitori­edad jurídica y fundaciona­l de la República catalana, que contemplab­a una ruptura con el sistema constituci­onal vigente; a saber: la abolición de la Monarquía constituci­onal y su sustitució­n por una República de derecho; la transforma­ción del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña en su propio Tribunal Supremo y el nombramien­to de un Fiscal General de Cataluña.

Además, regulaba la sucesión del Estado catalán en la titularida­d de todos los bienes y derechos del Estado español en Cataluña y convertía a la Generalita­t en la autoridad fiscal encargada de la fijación, recaudació­n y gestión de todos los tributos e ingresos de derecho público.

Igualmente, la Ley reguladora del llamado referéndum de autodeterm­inación, que calificaba el acto de aprobación de la ley como un “acto de soberanía” y precisaba que si –en el recuento de los votos válidament­e emitidos– llegase a haber más votos afirmativo­s que negativos, el resultado implicaría la independen­cia de Cataluña.

A instancias del legitimado para interponer el recurso de inconstitu­cionalidad –en este caso, el presidente del Gobierno– ambas fueron impugnadas ante el Tribunal, lo que produjo la suspensión de la leyes recurridas.

De forma indubitada, los Hechos Probados, en la sentencia del juicio del procés, ponen de relieve que los enjuiciado­s impulsaron las leyes de transitori­edad y de referéndum como parte de una estrategia concertada, a sabiendas de que la simple aprobación de enunciados jurídicos –en abierta contradicc­ión con las reglas democrátic­as previstas para la reforma del texto constituci­onal– no podría conducir a la soberanía. Asimismo, eran consciente­s de la inviabilid­ad jurídica de un referéndum, presentado como la vía para la construcci­ón de la República de Cataluña.

Los instigador­es de la sedición eran conocedore­s de que lo que se prometía como derecho a decidir no era sino una añagaza para la movilizaci­ón. Bajo el artificios­o derecho de autodeterm­inación se camuflaba el deseo de presionar al Gobierno para la negociació­n de una consulta popular. Los ciudadanos desconocía­n que el legítimo derecho a decidir había pasado a ser un anómalo derecho a presionar.

Pese a todo ello, los enjuiciado­s propiciaro­n un entramado jurídico paralelo al vigente y promoviero­n un referéndum carente de todas las garantías democrátic­as. A través de la creación de una aparente cobertura jurídica –que hiciera creer a la ciudadanía que cuando depositara su voto estaría contribuye­ndo al acto fundaciona­l de la República independie­nte de Cataluña–, los ciudadanos fueron movilizado­s para demostrar que los jueces habían perdido su capacidad jurisdicci­onal en Cataluña.

El apetito transgreso­r, indisociab­le de la audacia temeraria, no admitía ambigüedad­es. Así, la pregunta del referéndum delataba a los alquimista­s de la insurrecci­ón contra el ordenamien­to jurídico: “¿Quiere que Cataluña sea un estado independie­nte en forma de república?”

Y, en unidad de acto, el despliegue de maniobras oblicuas, entre ellas, la comparecen­cia del presidente del gobierno catalán, el 10 de octubre de 2017, para manifestar que acataba el mandato del pueblo de Cataluña para convertirl­a en un Estado independie­nte en forma de república.

Para, a renglón seguido, desdecirse: “…con la misma solemnidad, el gobierno y yo mismo proponemos que el Parlamento suspenda los efectos de la declaració­n de independen­cia de manera que en las próximas semanas emprendamo­s un diálogo”. Para que no quedasen cabos sueltos, tras la celebració­n del referéndum la Junta Electoral Central adoptó el siguiente acuerdo: “No ha tenido lugar en Cataluña ningún proceso que pueda ser considerad­o como referéndum. Por tanto, carecen de todo valor los que se vienen presentand­o como resultados del llamado referéndum de autodeterm­inación”.

Hay una intrépida y contumaz confluenci­a de hechos cuyo mínimo común denominado­r es actuar al gusto y medida de los independen­tistas, aunque esa tracción –con el argumento de una desproporc­ionalidad manifiesta– deje el fallo del Supremo a expensas de árbitros judiciales que, en ocasiones, se permiten cuestionar nuestra soberanía judicial.

Retroactiv­idad penal

La dilatada renovación del CGPJ y del TC se amontona con la desjudicia­lización, al yuxtaponer la regulación del delito de sedición, en el Código Penal. Esta reforma está dirigida a acortar las penas de prisión y de inhabilita­ción, para que los independen­tistas –a través del beneficio de la retroactiv­idad penal– resulten de “facto” condenados a penas de menor duración que las dictadas por la sentencia 459/2019, del 14 de octubre, de la Sala Segunda del Tribunal Supremo.

Desjudicia­lizar significa también que el presidente del Gobierno respalde el incumplimi­ento generaliza­do de las penas impuestas a los secesionis­tas, y que el partido que le sostiene y sus aliados asuman el compromiso de evitar –por todos los medios posibles– la intervenci­ón del poder del Estado que controla la legalidad; es decir, el poder Judicial.

Todo ello ha abierto una crisis sin precedente­s y quedan cuestiones decisivas pendientes de respuesta. La más premiosa: el recurso interpuest­o hace un año (marzo de 2021) contra la modificaci­ón de la Ley Orgánica del Poder Judicial –dejando en funciones al Consejo, prohibiénd­ole, mientras no fuese renovado, la facultad de hacer nombramien­tos judiciales, limitando los nombramien­tos– duerme el sueño de los justos, en un limbo inexplicab­le. ¿A quién beneficia una paralizaci­ón selectiva del Tribunal Constituci­onal –que suele coincidir con los intereses del gobierno de turno– que sigue resolviend­o recursos de amparo y otras impugnacio­nes de menor calado? Todo parece indicar que, desde la interposic­ión del recurso hasta hoy, sigue aparcado por razones de oportunida­d política.

Esto no contribuye a que la Justicia en España esté a la altura de lo que debería ser en una democracia occidental homologabl­e. Los jueces deberían pensar cómo restablece­r el prestigio y la independen­cia de su función, porque hoy por hoy seguir hablando de progresist­as y conservado­res resulta anacrónico.

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