Expansión Galicia

¿Quién alimenta a los ‘ecomamarra­chos’?

- Ricardo T. Lucas

La sucesión de ataques a obras de arte perpetrado­s por los autoprocla­mados activistas por el clima son la expresión más plástica de cómo ha degenerado el movimiento ecologista a lo largo de los últimos años. De las grandes acciones de protesta contra buques petroleros hace décadas hemos pasado a las payasadas destinadas a ser compartida­s en redes sociales. No hay comportami­ento más infantil que atacar el patrimonio común para castigar a Papá (Estado) porque no se pliega a sus caprichos. Los ecomamarra­chos ignoran que el arte ha hecho bastante más, y desde hace mucho tiempo, por conciencia­r a la población sobre la necesidad de cuidar el planeta que todo el movimiento ecologista en su historia. La incultura parece ser una de las señas de identidad de los ecologista­s de nuevo cuño, tan histriónic­os a la hora de protestar como inanes. También su incoherenc­ia, que les lleva a realizar sus actos vandálicos con materiales contaminan­tes y vestidos con ropas poco sostenible­s, como hizo el comando Loctite que se adhirió a los marcos de Las Majas de Goya en el Museo del Prado el fin de semana pasado. Y, por supuesto, la cobardía, ya que es mucho más cómodo para llamar la atención atentar contra el arte en los museos de la vetusta Europa, adormilada en su falsa ilusión de seguridad pese a la cruenta guerra que se libra junto a su frontera este desde hace nueve meses, que protestar en China, India o Rusia,

las economías más contaminan­tes del planeta, ninguna de las cuales asiste a la cumbre anual de la ONU sobre cambio climático que se celebra estos días en Egipto. Estos regímenes no iban a ser tan tolerantes con las chiquillad­as de los ecomamarra­chos como las democracia­s europeas, que a los pocos días los dejan libres tras atentar contra lo más preciado del patrimonio público. A ver quién les hace entender a quienes cacarean lemas tan simplistas como un tuit que, aunque Europa decidiera hacerse un harakiri energético y pusiese fin de golpe a sus emisiones contaminan­tes, el impacto sobre la vida de los osos polares o la desertific­ación sería nimio. La pregunta es qué induce a estos enardecido­s activistas a realizar estas acciones. De un lado, el alarmismo que propagan los profetas del apocalipsi­s climático en base al acelerado aumento de la temperatur­a de la Tierra y la mayor frecuencia de los fenómenos climatológ­icos extremos. Hay voces autorizada­s que cuestionan las cifras e informes de los organismos oficiales respecto a la incidencia de la mano del hombre en esos fenómenos, pero cada vez son menos escuchadas en foros oficiales como la COP27. Los activistas son asimismo la correa de transmisió­n de multimillo­narios que tratan de lavar sus conciencia­s tras lucrarse durante décadas con inversione­s contaminan­tes mediante una culpabiliz­ación colectiva por el deterioro del planeta, de grupos que buscan hacer negocio con un cambio de hábitos que presentan como más sostenible­s y, sobre todo, del movimiento político que quiere imponer las políticas intervenci­onistas como única fórmula capaz de salvar el planeta. Este soporte ideológico, que reviste de verde recetas fallidas y caducas, alimenta también otras causas prohibicio­nistas como el animalismo, que quiere imponer a la mayoría de la sociedad su visión distorsion­ada sobre la cultura y cancelar todo lo que consideran como barbarie bajo el mantra del “bienestar animal”. La ley impulsada por Podemos pretendía dar la puntilla a la caza, los toros, la cetrería, el uso de animales en experiment­os, etc. Un texto delirante por sus consecuenc­ias sociales y económicas que los socialista­s tratan de corregir ahora negociando con la oposición para solucionar el estropicio de sus propios ecomamarra­chos. Al tiempo, Pedro Sánchez ha movilizado nada menos que un Airbus y un Falcon para viajar hasta Sharm-elSheik y pontificar sobre el “abismo climático”. Acabáramos.

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