El laberinto de los préstamos participativos
En el año 1996, en el marco de la liberalización de la economía, se aprobó el Real Decreto-ley 7/1996. Esta norma configuró el régimen jurídico de los préstamos participativos, que fueron introducidos en España en 1983 siguiendo la regulación francesa.
Los préstamos participativos tienen varias características. Por un lado, son deuda subordinada con una remuneración variable que se determina en función de la evolución económica de la prestataria (el tipo de interés puede tener también un componente fijo). Por otro, tienen la consideración de fondos propios del deudor a los efectos previstos en la legislación mercantil, lo que contribuye a evitar estar incurso en causa de disolución o de reducción de capital social obligatoria.
Además, para poder amortizarlos anticipadamente, es obligatorio que la prestataria realice un aumento de sus fondos propios en igual cuantía. Con ello, se trata de proteger la masa patrimonial de la prestataria y, en última instancia, salvaguardar los intereses de los acreedores no subordinados en caso de un potencial concurso.
Es cierto que durante estos más de veinticinco años los préstamos participativos han servido para ayudar a empresas que atravesaban por circunstancias financieras adversas. Asimismo, en la última década, el Estado y las comunidades autónomas han accedido a financiar y rescatar a grandes empresas mediante el uso de este instrumento.
Si bien son muy utilizados, su regulación es bastante austera (un mero artículo de cuatro párrafos) y no da pistas ni soluciones a los numerosos escenarios que puede atravesar la propia prestataria y su relación con el acreedor a lo largo de la vida del préstamo. No son pocas las preguntas que suscita la regulación (o, más bien, la ausencia de ella) de estos préstamos, pues toparse con un préstamo participativo en una operación de financiación o refinanciación es chocarse contra un muro de piedra que hay que escalar o esquivar como se pueda.
¿Qué pasa si, en el uso de su libre voluntad, ambas partes acuerdan una amortización anticipada? ¿Y si la prestataria no incrementa sus fondos propios en igual cuantía? ¿Es lo anterior contrario a Derecho? ¿Qué ocurre en ese caso si el deudor nunca estuvo en causa de disolución, es más, si siempre ha generado beneficios desde la concesión del préstamo? ¿Qué hacemos si el único acreedor de la prestataria es el propio prestamista? En este último caso, ¿tiene sentido condicionar una eventual amortización anticipada al incremento de los fondos propios cuando no se causa ningún perjuicio a terceros?
Igualmente, ¿qué novaciones implican la pérdida del carácter participativo del préstamo? ¿Qué ocurre en cada caso? ¿Qué consecuencias tiene cambiar el tipo (o componente) de interés de variable a fijo? ¿Modificar la fecha de vencimiento es equivalente a una amortización anticipada? ¿En ambos casos hay que aumentar fondos propios? Si la respuesta a esta última pregunta es afirmativa, ¿puede inmediatamente después reducirse el capital social (reducción que –recordemos– cuenta con unos mecanismos específicos de protección de los acreedores) o ello implica incurrir en fraude de ley?
Interpretación
La rigidez del precepto no ofrece respuesta alguna para estas preguntas, que hay que analizar caso por caso acudiendo a los principios generales del Derecho. No obstante, sea cual sea la respuesta, se está ante una interpretación, que puede ser distinta de la que mantengan las administraciones, que en muchas ocasiones no sólo son acreedores, sino también socios de las entidades prestatarias.
Con la normativa actual, las empresas deben tener en cuenta estos entresijos antes de suscribir un préstamo participativo, especialmente aquellas que no atraviesan circunstancias financieras adversas al tiempo de solicitar la financiación. Hacerlo en estos casos en previsión de lo que pueda pasar en el futuro podría dejarlas atrapadas en este enredo.
La redacción obsoleta, limitada y excesivamente rígida del artículo 20 del Real Decreto-ley 7/1996 encierra innumerables situaciones económicas en un laberinto que parece no tener salida, al menos no una con seguridad jurídica. Por tanto, solamente cabe preguntarse si no sería más fácil para todos una nueva regulación que sea clara.
La norma debería, como mínimo, tasar los casos en los que un préstamo participativo deje de serlo y las consecuencias de ello, tanto para el deudor como para el acreedor. También deberían regularse los tipos de novaciones posibles y sus consecuencias. Tampoco estaría mal una flexibilización de la norma que permita que, como en otros préstamos, prime la libre voluntad de las partes siempre que no se perjudique al resto de acreedores.
Mientras no se abra la puerta a una nueva regulación, empresas, prestamistas y administraciones seguirán perdidos en este laberinto.
Cabe preguntarse si no sería mejor para todos una nueva regulación que sea clara