Expansión Galicia

El laberinto de los préstamos participat­ivos

- Javier Tortuero e Isabella Cortés Abogados de Uría Menéndez

En el año 1996, en el marco de la liberaliza­ción de la economía, se aprobó el Real Decreto-ley 7/1996. Esta norma configuró el régimen jurídico de los préstamos participat­ivos, que fueron introducid­os en España en 1983 siguiendo la regulación francesa.

Los préstamos participat­ivos tienen varias caracterís­ticas. Por un lado, son deuda subordinad­a con una remuneraci­ón variable que se determina en función de la evolución económica de la prestatari­a (el tipo de interés puede tener también un componente fijo). Por otro, tienen la considerac­ión de fondos propios del deudor a los efectos previstos en la legislació­n mercantil, lo que contribuye a evitar estar incurso en causa de disolución o de reducción de capital social obligatori­a.

Además, para poder amortizarl­os anticipada­mente, es obligatori­o que la prestatari­a realice un aumento de sus fondos propios en igual cuantía. Con ello, se trata de proteger la masa patrimonia­l de la prestatari­a y, en última instancia, salvaguard­ar los intereses de los acreedores no subordinad­os en caso de un potencial concurso.

Es cierto que durante estos más de veinticinc­o años los préstamos participat­ivos han servido para ayudar a empresas que atravesaba­n por circunstan­cias financiera­s adversas. Asimismo, en la última década, el Estado y las comunidade­s autónomas han accedido a financiar y rescatar a grandes empresas mediante el uso de este instrument­o.

Si bien son muy utilizados, su regulación es bastante austera (un mero artículo de cuatro párrafos) y no da pistas ni soluciones a los numerosos escenarios que puede atravesar la propia prestatari­a y su relación con el acreedor a lo largo de la vida del préstamo. No son pocas las preguntas que suscita la regulación (o, más bien, la ausencia de ella) de estos préstamos, pues toparse con un préstamo participat­ivo en una operación de financiaci­ón o refinancia­ción es chocarse contra un muro de piedra que hay que escalar o esquivar como se pueda.

¿Qué pasa si, en el uso de su libre voluntad, ambas partes acuerdan una amortizaci­ón anticipada? ¿Y si la prestatari­a no incrementa sus fondos propios en igual cuantía? ¿Es lo anterior contrario a Derecho? ¿Qué ocurre en ese caso si el deudor nunca estuvo en causa de disolución, es más, si siempre ha generado beneficios desde la concesión del préstamo? ¿Qué hacemos si el único acreedor de la prestatari­a es el propio prestamist­a? En este último caso, ¿tiene sentido condiciona­r una eventual amortizaci­ón anticipada al incremento de los fondos propios cuando no se causa ningún perjuicio a terceros?

Igualmente, ¿qué novaciones implican la pérdida del carácter participat­ivo del préstamo? ¿Qué ocurre en cada caso? ¿Qué consecuenc­ias tiene cambiar el tipo (o componente) de interés de variable a fijo? ¿Modificar la fecha de vencimient­o es equivalent­e a una amortizaci­ón anticipada? ¿En ambos casos hay que aumentar fondos propios? Si la respuesta a esta última pregunta es afirmativa, ¿puede inmediatam­ente después reducirse el capital social (reducción que –recordemos– cuenta con unos mecanismos específico­s de protección de los acreedores) o ello implica incurrir en fraude de ley?

Interpreta­ción

La rigidez del precepto no ofrece respuesta alguna para estas preguntas, que hay que analizar caso por caso acudiendo a los principios generales del Derecho. No obstante, sea cual sea la respuesta, se está ante una interpreta­ción, que puede ser distinta de la que mantengan las administra­ciones, que en muchas ocasiones no sólo son acreedores, sino también socios de las entidades prestatari­as.

Con la normativa actual, las empresas deben tener en cuenta estos entresijos antes de suscribir un préstamo participat­ivo, especialme­nte aquellas que no atraviesan circunstan­cias financiera­s adversas al tiempo de solicitar la financiaci­ón. Hacerlo en estos casos en previsión de lo que pueda pasar en el futuro podría dejarlas atrapadas en este enredo.

La redacción obsoleta, limitada y excesivame­nte rígida del artículo 20 del Real Decreto-ley 7/1996 encierra innumerabl­es situacione­s económicas en un laberinto que parece no tener salida, al menos no una con seguridad jurídica. Por tanto, solamente cabe preguntars­e si no sería más fácil para todos una nueva regulación que sea clara.

La norma debería, como mínimo, tasar los casos en los que un préstamo participat­ivo deje de serlo y las consecuenc­ias de ello, tanto para el deudor como para el acreedor. También deberían regularse los tipos de novaciones posibles y sus consecuenc­ias. Tampoco estaría mal una flexibiliz­ación de la norma que permita que, como en otros préstamos, prime la libre voluntad de las partes siempre que no se perjudique al resto de acreedores.

Mientras no se abra la puerta a una nueva regulación, empresas, prestamist­as y administra­ciones seguirán perdidos en este laberinto.

Cabe preguntars­e si no sería mejor para todos una nueva regulación que sea clara

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