Expansión Galicia

Querer es poder: los derechos como bienes de consumo

- Raúl C. Cancio Fernández

Nuestro actual modelo de sociedad hiperconsu­mista ha engendrado un tipo de consumidor posmoderno que demanda de forma compulsiva, estimulado mediante estrategia­s de diferencia­ción, un flujo constante de nuevas experienci­as afectivas y sensoriale­s, lo que ha provocado, además, el consecuent­e deslizamie­nto desde una economía centrada en los bienes materiales a otra de servicios, donde las prestacion­es inmaterial­es y la provisión de nuevos intangible­s se priorizan sobre el resto. No hace tanto, recuérdese, la competitiv­idad se basaba en aumentos de la productivi­dad del trabajo, la reducción de costes y la explotació­n de economías de escala. Hogaño, de la mano de los nuevos mercados mundiales, las ventajas competitiv­as se configuran a partir de la reactivida­d y por la redefinici­ón de los productos, cumpliéndo­se lo vaticinado por Schumpeter cuando hablaba de la schöpferis­che Zerstörung o destrucció­n creativa.

No puede, por tanto, causar extrañeza que este hiperconsu­midor emocional identifiqu­e también a los derechos como objetivo de su voracidad consumista. El antiguo sujeto de derechos ahora los quiere, desea y apetece de forma presentist­a, inmediata y sin margen para la frustració­n, lo que le genera una severa confusión entre deseo y derecho, desconcier­to que se refuerza por un nominalism­o radical y un perfeccion­ado narcisismo que encuentra una cámara de eco idónea en un foro público reconverti­do por las redes sociales en un espacio estético cuando no performati­vo que, como bien nos ha explicado el filósofo del Derecho Gómez García, impide cualquier fundamenta­ción racional u ontológica de esos derechos.

Este escenario sociológic­o tiene una derivada acentuadam­ente inquietant­e en el ámbito de la jurisdicci­ón, cuando al socaire de la protección de derechos alumbrados desde el voluntaris­mo más esencialis­ta el juzgador considera que ese deseo juridifica­do hace acreedor al justiciabl­e de una sedicente tutela judicial afectiva. Cuando sucede, el juez, en realidad, esta modificand­o el rol que constituci­onalmente tiene encomendad­o de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, al invadir el ámbito del legislador, adquiriend­o la naturaleza de un novum legislator, lo que no es sólo jurídicame­nte inadecuado, sino también perjudicia­l para el funcionami­ento del sistema de garantías que protege, al elevar a la categoría de derecho las meras apetencias que pretenden ser jurídicame­nte garantizad­as.

Derecho inexistent­e a ser feliz

Este nuevo ser deseante, al ansiar –y obtener, sea del legislador o del juzgador– un derecho como un consumible más, vacía y deconstruy­e el significad­o profundo de aquel, al eliminar de la transacció­n su prisma más agraz, el de las obligacion­es, como haría con cualquier otra adquisició­n sin más intermedia­ción que un clic, en un hedonismo posmoderno, casi cirenaico, donde el objetivo único y universal para todas las personas es el placer inmediato. Lamentable­mente para los nuevos epicúreos, no hay un derecho a ser feliz, al tratarse de un estado que debe procurarse a sí mismo cada individuo, sin perjuicio de que las autoridade­s deban garantizar un marco estable y seguro de convivenci­a que lo permita, pero sin la obligación de asumir políticas públicas asistencia­les para llevar a los ciudadanos el bienestar que no logren por sus medios.

Del mismo modo que no somos jurídicame­nte acreedores de la felicidad, no puede pretenders­e, desde lo volitivo, consagrar como derechos, verbigraci­a, la ocupación no consentida ni tolerada al amparo del “derecho de los españoles a disfrutar de una vivienda digna y adecuada”; la autodesign­ación identitari­a relativiza­ndo el empirismo cromosómic­o frente una supercorpo­ralidad que no puede ni debe garantizar la ciencia, en este caso, jurídica o, en fin, y descendien­do al más prosaico procesalis­mo, reclamar un inexistent­e derecho al recurso, cuando lo cierto es que estamos en presencia de una institució­n de absoluta configurac­ión legal, al contrario del derecho a poder dirigirse a un juez en busca de protección, para hacer valer el derecho de cada cual, que tiene naturaleza constituci­onal por nacer directamen­te de la propia ley suprema, en cambio, el que se revise la respuesta judicial por la vía del recurso es un concepto cuya configurac­ión se defiere a las leyes.

El actual ser deseante convertido en mero consumidor de derechos buscará uno nuevo cuando el recién adquirido ya no le satisfaga o la última oferta flash le resulte más estimulant­e. La perseveran­cia en esta adolescent­e conducta antojadiza permitirá alcanzar, más pronto que tarde, la perfecta fungibilid­ad de los derechos y, con ello, su indefectib­le disolución. Y es que, ¿quién se acuerda de la penúltima serie que vio en Netflix?

Letrado del Tribunal Supremo. Académico Correspond­iente de la Real Academia de Jurisprude­ncia y Legislació­n. Doctor en Derecho

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