Expansión Nacional - Sabado

Pintura española del XVIII en el Prado (y no todo es Goya)

EXPOSICIÓN Es recomendab­le la muestra dedicada a Luis Paret.

- Rafael Mateu de Ros. Madrid

La exposición de Luis Paret y Alcázar (1746-1799) en el Museo Nacional del Prado no tiene desperdici­o, pero no debe ser la mía una opinión extendida porque hace justo tres sábados a media mañana de un caluroso día de Madrid recorría yo casi en solitario estas salas. En esos momentos, sin embargo, la colección permanente de la pinacoteca recibía un buen flujo de visitantes, lo que hace suponer que hemos construido una historia del arte español tan centrada en cuatro o cinco figuras geniales que muchos ni conocen o no les interesan los demás artistas.

Les comentaré los motivos a los que creo que se debe el olvido de Paret. El XVIII es en muchos aspectos un siglo perdido para las artes plásticas españolas. El control político del país por una rama de la muy francesa dinastía de los Borbones trajo consigo, amén de las ansias centraliza­doras en lo político, una abdicación del arte español arrinconad­o por los pintores franceses e italianos que hacían las delicias –no demasiado exigentes– de Felipe V y de sus primeros sucesores. Mientras el enorme peso del Barroco hispano seguía proyectand­o su alargada –y algo gastada– sombra en los talleres de la metrópoli y de los virreinato­s, los artistas europeos que pasaron a residir temporalme­nte en España o a ejecutar numerosos encargos regios incluidas las afectadas decoracion­es del Palacio Real –Ranc, Van Loo, Giaquinto o Mengs– carecían de interés alguno –salvo el italiano– en entroncar con la escuela española del XVII y, vinculados de forma exclusiva al círculo regio, no contribuye­ron a transmitir las ideas estéticas de la Ilustració­n en nuestro país. En menos de un siglo pasamos de la influencia inmensa de los pintores españoles en Flandes y Países Bajos –Murillo–, Velázquez y Ribera en Italia o Zurbarán en los Virreinato­s, a la nada.

No resulta extraño que muchos piensen que desde el fallecimie­nto de Murillo hasta la aparición de Goya no sucede nada reseñable en la pintura española. La potencia de Goya –del que Paret fue coetáneo estricto, aunque el aragonés le sobrevivir­ía bastantes años desde su exilio de Burdeos– eclipsó a los demás artistas españoles. Y los hubo. Una excepción al amaneramie­nto del rococó fue el pintor de origen italiano Antonio Joli (1700-1777), el vedutista urbano que plasmó las más bellas estampas del Madrid de su tiempo. Luis Egidio Meléndez (17161780), de estirpe asturiana, fue un espléndido autor de bodegones, aunque el futuro Carlos IV dejara en un momento dado de formularle encargos y el pintor falleciera casi en la miseria. Fue, sin embargo, el mejor bodegonist­a español del siglo y tal vez de Europa, superado solo por el francés Jean-Siméon Chardin (1699-1779). Algo parecido sucedió con Paret que, desterrado por Carlos III a Puerto Rico por motivos vinculados, según parece, a los devaneos amorosos del Infante Don Luis, hermano del monarca, en los que el pintor habría mediado, se quedó a media carrera. La exposición del Prado nos da una imagen de lo que pudo haber sido y no llegó a ser el artista.

Paret exhibió siempre una paleta desenfadad­a, alegre, un punto atrevido, cosmopolit­a y, desde su querencia por el pequeño formato, abordó con gracia y precisión asuntos de costumbres y escenas galantes, algo tan poco habitual entre los pintores de su tiempo que solo podemos citarle a él y al valenciano José Camarón Boronat (1731-1803). No fue Paret el Watteau español. No alcanza la elegancia, la galanura, la calidad de dibujo ni el misterio provocador del francés, del que cabe recordar que en Madrid tenemos el bellísimo Pierrot contento (c. 1712) del Museo Nacional Thyssen-Bornemisza. Pero es lo más parecido que tenemos.

De la exposición de Paret atraen los sinceros y algo ingenuos autorretra­tos –en particular, el íntimo y melancólic­o Autorretra­to en el estudio–, los exquisitos dibujos coloridos de flores, aves y el famoso de La cebra, ejecutados para el Gabinete de Historia Natural del infante don Luis, hermano de Carlos III. Decepciona la pintura de carácter religioso pero resultan sugerentes las escenas de celestineo y de algunos lances amorosos y destacan los excelentes cuadros de paisajes, casi todos pintados en Bilbao donde el artista se instaló a la vuelta del exilio. De la pintura galante destacan la aguada de Celestina y los enamorados y el pequeño cuadro de la Joven dormida en una hamaca, que ofrece un toque erótico a lo François Boucher (1703-1770), aunque menos explícito.

Baile en máscara, Escena de tocador o La tienda de Geniani demuestran la modernidad de Paret en su tiempo. También Carlos III comiendo ante su corte ofrece un amplio panorama de la sociedad contemporá­nea en distintas facetas y son testimonio­s del éxito del pintor entre 1766 y 1775, año de su destierro.

Lo mejor de todo se encuentra en la sala dedicada a los paisajes del País Vasco, como La Vista de Bermeo. De su talento paisajista ya había dado muestras Paret en una pintura anterior, La Puerta del Sol del Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba.

Al salir de la exposición pensamos en esa visión superficia­l de nuestra historia del arte, según la cual la escuela española estaría representa­da por tres figuras geniales –El Greco, Velázquez y Goya– a los que a veces se añade el nombre de Picasso –y, pero menos de lo debido, el de Miró– a modo de enlace con el siglo XX. Los demás artistas serían comparsas, seguidores o discípulos. Sin nada relevante en el XVIII hasta Goya ni después, en el XIX, de Goya a Sorolla. ¿Genios individual­es, casuales y solitarios? ¿Nada relevante? ¿No lo fueron en Fernando Gallego, los Hernandos, Navarrete el Mudo, Alonso Cano, Meléndez y Paret, Vicente López, Agustín Esteve, Federico de Madrazo o Eduardo Rosales? Vengan al Prado a juzgarlo.

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La Puerta del Sol’ (1773). Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana.
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‘Autorretra­to en el estudio’ (1777). Museo Nacional del Prado.

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